Hegoa
El
Ecofeminismo es una corriente de pensamiento y un movimiento social que
explora los encuentros y posibles sinergias entre ecologismo y
feminismo. A partir de este diálogo, pretende compartir y potenciar la
riqueza conceptual y política de ambos movimientos, de modo que el
análisis de los problemas que cada uno de los movimientos afronta por
separado gana en profundidad, complejidad y claridad (Puleo, 2011). Es
una filosofía y una práctica que defiende que el modelo económico y
cultural occidental se ha desarrollado de espaldas a las bases
materiales y relacionales que sostienen la vida y que “se constituyó,
se ha constituido y se mantiene por medio de la colonización de las
mujeres, de los pueblos “extranjeros” y de sus tierras, y de la
naturaleza” (Shiva y Mies, 1997:128).
La primera vez que aparece
el término ecofeminismo es en 1974 con la publicación del libro
Feminismo o la muerte de Francoise D´Eaubounne. Ella apuntaba que
existía una profunda relación entre la sobrepoblación, la devastación
de la naturaleza y la dominación masculina y que para salir de la
espiral suicida de producción y consumo de objetos superfluos y
efímeros, de la destrucción ambiental y la alienación del tiempo
propio, era preciso cuestionar la relación entre los sexos. (Cavana,
Puleo y Segura, 2004). Para D´Eaubounne, el control del propio cuerpo
es el comienzo del camino no consumista, ecologista y feminista.
Este
primer ecofeminismo no despertó gran interés en Francia, pero sí
encontró cierto eco en Norteamérica y en Australia, por ejemplo en el
trabajo de Ynestra King que realiza un interesante análisis de las
diferentes relaciones de dominación interconectadas y la posición
histórica de las mujeres respecto a esa dominación.
Igualmente,
durante la década de los setenta tenían lugar en varios países de la
periferia manifestaciones públicas de mujeres en defensa de la vida. La
más emblemática fue la del movimiento Chipko, en la India. También en
el mundo anglosajón se desarrollaban numerosas actividades feministas
pacifistas impulsadas por el vínculo entre las mujeres y la defensa de
la vida. Así por ejemplo, las manifestantes de Greenham Common
ejercieron una gran presión alrededor de las bases de misiles y centros
de investigación militar, organizado actos no violentos, como el tejido
de redes con las que cerrar las entradas de abastecimiento.
Estos
movimientos fueron abordando la problemática de las relaciones entre
las personas y con la naturaleza desde visiones muy diferentes,
originando varias corrientes que nos obligan a hablar de ecofeminismos.
Simplificando mucho la variedad de propuestas ecofeministas, se podría
hablar de dos corrientes: ecofeminismos esencialistas y ecofeminismos
constructivistas (Cavana, Puleo y Segura, 2004).
Los
ecofeminismos de corte esencialista, denominados también clásicos,
entienden que las mujeres, por su capacidad de parir, están más cerca
de la naturaleza y tienden a preservarla. Esta corriente tiene un
enfoque ginecocéntrico y esencialista que encontró un fuerte rechazo en
el feminismo de la igualdad, que renegaba la vinculación natural que
había servido para legitimar la subordinación de las mujeres a los
hombres. Las ecofeministas clásicas otorgan un valor superior a las
mujeres y a lo femenino y reivindican una “feminidad salvaje”.
Consideran a los hombres como cultura, en el sentido roussoniano al
hablar de la cultura como de degradación del buen salvaje. Este
ecofeminismo presenta una fuerte preocupación por la espiritualidad y
el misticismo y defiende la idea de recuperar el matriarcado primitivo.
Este
primer ecofeminismo pone en duda las jerarquías que establece el
pensamiento dicotómico occidental, revalorizando los sujetos antes
despreciados: mujer y naturaleza. Las primeras ecofeministas
denunciaron los efectos de la tecnociencia en la salud de las mujeres y
se enfrentaron al militarismo, a la nuclearización y a la degradación
ambiental, interpretando éstos como manifestaciones de una cultura
sexista. Petra Kelly es una de las figuras que lo representan.
A
este primer ecofeminismo, crítico de la masculinidad hegemónica,
siguieron otros propuestos principalmente desde el Sur. Algunos de
ellos consideran a las mujeres portadoras del respeto a la vida. Acusan
al “mal desarrollo” occidental de provocar la pobreza de las mujeres y
de las poblaciones indígenas, víctimas primeras de la destrucción de la
naturaleza. En esta amplia corriente encontramos a Vandana Shiva, María
Mies o a Ivonne Guevara.
Críticos con el esencialismo del
ecofeminismo clásico, surge el ecofeminismo constructivista. Desde este
enfoque, se defiende que la estrecha relación entre mujeres y
naturaleza se sustenta en una construcción social. Es la asignación de
roles y funciones que originan la división sexual del trabajo, la
distribución del poder y la propiedad en las sociedades patriarcales,
las que despiertan esa especial conciencia ecológica de las mujeres.
Este ecofeminismo denuncia la subordinación de la ecología y las
relaciones entre las personas a la economía y su obsesión por el
crecimiento.
En esta línea, Bina Agarwal (Agarwal, 1996) señala
que el papel de las mujeres en la defensa de la naturaleza es
importante porque son las que se preocupan por el aprovisionamiento
material y energético, no porque les guste particularmente esa tarea ni
por predisposición genética, sino porque son ellas las que están
obligadas a garantizar las condiciones materiales de subsistencia.
Sin
restar valor a muchas de las aportaciones, análisis y luchas sociales
que se han derivado de los ecofeminismos de corte esencialista, esta
introducción se sitúa en un ecofeminismo constructivista. Este
ecofeminismo es deudor de todos los campos de pensamiento en los que el
feminismo ha deconstruido muchos de los dogmas dominantes, mostrando
que existen formas de entender la historia, la economía, la ordenación
del territorio, la politología, o la vida cotidiana que pueden permitir
construir otras formas de relación y organización emancipadoras para
todas las personas.
A pesar de las diferencias de enfoques,
todos los ecofeminismos comparten la visión de que la subordinación de
las mujeres a los hombres y la explotación de la Naturaleza son dos
caras de una misma moneda y responden a una lógica común: la lógica de
la dominación y del sometimiento de la vida a la lógica de la
acumulación.
Un ecofeminismo crítico y constructivista
El
ecofeminismo somete a revisión conceptos clave de nuestra cultura:
economía, progreso, ciencia… Considera que estas nociones hegemónicas
han mostrado su incapacidad para conducir a los pueblos a una vida
digna. Por eso es necesario dirigir la vista a un paradigma nuevo que
debe inspirarse en las formas de relación practicadas por las mujeres.
Desde
los puntos de vista filosófico y antropológico, el ecofeminismo permite
reconocernos, situarnos y comprendernos mejor como especie, ayuda a
comprender las causas y repercusiones de la estricta división que la
sociedad occidental ha establecido entre Naturaleza y Cultura, o entre
la razón y el cuerpo; permite intuir los riesgos que asumen los seres
humanos al interpretar la realidad desde una perspectiva reduccionista
que no comprende las totalidades, simplifica la complejidad e
invisibiliza la importancia material y simbólica de los vínculos y las
relaciones para los seres humanos.
Desarrolla una mirada crítica
sobre el actual modelo social, económico y cultural y proponen una
mirada diferente sobre la realidad cotidiana y la política, dando valor
a elementos, prácticas y sujetos que han sido designados por el
pensamiento hegemónico como inferiores y que han sido invisibilizados.
Posiblemente
todos los ecofeminismos estén de acuerdo con King, cuando afirma que:
“desafiar al patriarcado actual es un acto de lealtad hacia las
generaciones futuras y la vida, y hacia el propio planeta.” (Agra, 1997)
Desde
parte del movimiento feminista, el ecofeminismo se ha percibido como un
posible riesgo, dado el uso histórico que el patriarcado ha hecho de
los vínculos entre mujer y naturaleza (Cavana, Puleo y Segura, 2004).
Esta relación impuesta se ha usado como argumento para mantener la
división sexual del trabajo. En la misma línea advierte Celia Amorós
contra lo que ella denomina la práctica de una “moral de agravios”
(Amorós, 1985) con respecto a las mujeres.
Esta moral de
agravios, para Amorós, se produce cuando lo que se pide y se exige no
es el cambio de estatus de las mujeres, sino simplemente el respeto y
consideración a las tareas que ellas realizan. Para un ecofeminismo
constructivista, no se trataría de exaltar
lo estereotipado como
femenino, de encerrar a las mujeres en un espacio reproductivo, aun
cuando fuese visible, negándoles el acceso al espacio público. Tampoco
se trata de responsabilizarles en exclusiva de la ingente tarea del
cuidado del planeta y la vida. Se trata de hacer visible el
sometimiento, señalar las responsabilidades y corresponsabilizar a
hombres y mujeres en el trabajo de la supervivencia.
Si el
feminismo ha denunciado cómo la naturalización de la mujer ha servido
para legitimar el patriarcado, el ecofeminismo plantea que la
alternativa no consiste en desnaturalizar a la mujer, sino en
“renaturalizar” al hombre, ajustando la organización política,
relacional, doméstica y económica a las condiciones materiales que
posibilitan la existencia. Una “renaturalización” que exige un cambio
cultural que convierta en visible la ecodependencia para mujeres y
hombres (Herrero y otros, 2006).
Algunas bases conceptuales
No
pretende este epígrafe agotar la amplitud de temas que forman parte de
la preocupación del ecofeminismo, como son la deconstrucción y
reconstrucción de las miradas emancipadoras, la conciencia crítica de
la tecnología y la ciencia, la crítica al mito del progreso indefinido,
la bioética, el culto al trabajo, la producción, o la concepción de
riqueza hegemónica.
En este avance, solamente van a ser
abordados aquellos que forman parte del diálogo que establece la
economía ecológica con la economía feminista.
El ecofeminismo
denuncia cómo los ciclos vitales humanos y los límites ecológicos
quedan fuera de las preocupaciones de la economía convencional. Esta
denuncia trastoca las bases fundamentales del paradigma económico
capitalista.
Contribuye a desmantelar el artificio teórico que
separa humanidad de naturaleza; establece la importancia material de
los vínculos y las relaciones; se centra en la imanencia y
vulnerabilidad de los cuerpos y la vida humana; y otorga papel esencial
a la producción y a la reproducción como elementos indisociables del
proceso económico.
Una economía que crece de espaldas a la ecodependencia y a la interdependencia
La
vida de las personas tiene dos insoslayables dependencias: la que cada
persona tienen de la naturaleza y la de otras personas.
Los
seres humanos obtenemos lo que precisamos para estar vivos de la
naturaleza: alimento, agua, cobijo, energía, minerales… Por ello,
decimos que somos seres ecodependientes: somos naturaleza. Sin embargo,
a pesar de la evidente dependencia que las personas tenemos de la
Naturaleza, el ser humano en las sociedades occidentales ha elevado una
pared simbólica entre él y el resto del mundo vivo, creando un
verdadero abismo ontológico entre la vida humana y el planeta en el que
ésta se desenvuelve.
La idea de progreso se relaciona, en muchas
ocasiones, con la superación de aquello que se percibe como un límite.
La dominación sobre la naturaleza toma cuerpo en la obsesión por
eliminar los obstáculos que impidan la realización de cualquier deseo.
Cualquier límite que impida avanzar en este dominio se presenta como un
reto a superar. La modificación de los límites de la naturaleza ha sido
vivida como una muestra de progreso. En la cara oculta de la superación
de los límites se sitúa la destrucción, agotamiento o deterioro de
aquello que necesitamos para vivir.
Pero además, cada ser humano
presenta una profunda dependencia de otros seres humanos. Durante toda
la vida, pero sobre todo en algunos momentos del ciclo vital, las
personas no podríamos sobrevivir si no fuese porque otras dedican
tiempo y energía a cuidar de nuestros cuerpos. Esta segunda
dependencia, la interdependencia, con frecuencia está más oculta que la
anterior.
En las sociedades patriarcales, quienes se han ocupado
mayoritariamente del trabajo de atención y cuidado a necesidades de los
cuerpos vulnerables, son mayoritariamente las mujeres, porque ese es el
rol que impone la división sexual del trabajo en ellas. Este trabajo se
realiza en el espacio privado e invisible de los hogares, organizado
por las reglas de institución familiar.
Si no se politiza el
cuerpo y su vulnerabilidad, no podemos ver la centralidad del trabajo
de quienes se ocupan del mantenimiento y cuidado de los cuerpos
vulnerables ni la necesidad de que el conjunto de la sociedad, y por
supuesto los hombres, se responsabilicen de estas tareas. En las
sociedades occidentales cada vez es más difícil reproducir y mantener
la vida humana, porque el bienestar de las personas encarnadas en sus
cuerpos no es una prioridad (Carrasco 2009).
Asumir la finitud
del cuerpo, su vulnerabilidad y sus necesidades, es vital para
comprender la esencia interdependiente de nuestra especie, para situar
la reciprocidad, la cooperación, los vínculos y las relaciones como
condiciones sine qua non para ser humanidad.
La ignorancia de
estas dependencias materiales (eco e interdependencia) se traduce en la
noción de producción y de trabajo que maneja la economía convencional y
que ha contribuido a alimentar el mito del crecimiento y la fantasía de
la individualidad. El ecofeminismo, al analizarlas conjuntamente, ayuda
a comprender que la crisis ecológica es también una crisis de
relaciones sociales.
Una producción que no tiene en cuenta el sostenimiento de la vida
La
reducción del valor a lo exclusivamente monetario configura aquello que
forma parte del campo de estudio económico. Esta reducción expulsa del
campo de estudio de la economía a la complejidad de la regeneración
natural y todos los trabajos humanos que no forma parte de la esfera
mercantil. Sin ser contabilizados por la vara de medir del dinero,
pasan a ser invisibles. La producción pasa a ser exclusivamente aquella
actividad en la que se produce un aumento del excedente social medido
exclusivamente en términos monetarios.
Razonar exclusivamente en
el universo abstracto de los valores monetarios ha cortado el cordón
umbilical que une la naturaleza y la reproducción cotidiana de la vida
con la economía. Hemos llegado al absurdo de utilizar un conjunto de
indicadores que, no solamente no cuentan como riqueza bienes y
servicios imprescindibles para la vida, sino que llegan a contabilizar
la propia destrucción como si fuera riqueza.
Desde el punto de
vista ecofeminista, la producción tiene que ser una categoría ligada al
mantenimiento de la vida y al bienestar de las personas (Pérez Orozco
2007), es decir, lo producido, debe ser algo que permita satisfacer
necesidades humanas con criterios de equidad. Hoy, se consideran como
producciones la obtención de artefactos o servicios que son socialmente
indeseables desde el punto de vista de las necesidades y del deterioro
ecológico. Igualmente, se considera como producción lo que es
simplemente extracción y transformación de materiales finitos
preexistentes. Distinguir entre las
producciones socialmente
necesarias y las socialmente indeseables es imprescindible y los
indicadores monetarios al uso (como el Producto Interior Bruto) no
permiten discriminar entre ambas.
Al visibilizar la dependencia
de la economía de la naturaleza y de los trabajos ligados al cuidado de
la vida humana, se derrumban las fronteras entre la producción y la
reproducción, socavando de esta manera el patriarcado capitalista.
Una mirada ecofeminista sobre el concepto de trabajo
La
noción de trabajo acuñada en las sociedades industriales se reduce a la
tarea que se realiza en la esfera mercantil a cambio de un salario.
Todas las funciones que se realizan en el espacio de producción
doméstica de forma no remunerada, aunque garantizan la reproducción
social y el cuidado de los cuerpos pasan a no ser nombradas, aunque
obviamente siguen siendo imprescindibles y explotables, tanto para
garantizar la supervivencia como para fabricar una "mercancía" muy
especial: la mano de obra (Carrasco 2009).
La nueva economía
transformó el trabajo y la tierra en mercancías y comenzaron a ser
tratados como si hubiesen sido producidos para ser vendidos. Pero ni la
tierra ni el trabajo son mercancías porque, o no han sido producidas –
como es el caso de la tierra – o no han sido producidas para ser
vendidas – como es el caso de las personas. Polanyi advierte que esa
ficción resultaba tan eficaz para la acumulación y la obtención de
beneficios como peligrosa para sostener la vida humana. Se puede
entender el alcance de esta Gran Transformación si se recuerda que
"trabajo no es más que un sinónimo de persona y tierra no es más que un
sinónimo de naturaleza" (Polanyi 1992)
La nueva noción del
trabajo exigió hacer el cuerpo apropiado para la regularidad y
automatismo exigido por la disciplina del trabajo capitalista (Federeci
2010). El cuerpo se convierte en una maquinaria de trabajo,
fortaleciendo las nociones previas que la Modernidad había asentado. La
regeneración y reproducción de esos cuerpos no son responsabilidades de
la economía que se desentiende de ellas, relegándolas al espacio
doméstico. Allí, fuera de la mirada pública, las mujeres se ven
obligadas a asumir esas funciones desvalorizadas a pesar de que sean
tan imprescindibles tanto para la supervivencia digna como para la
propia reproducción de la producción capitalista(Carrasco 2009). Desde
este punto de vista, podemos defender que las mujeres efectúan una
mediación con la naturaleza en beneficio de los hombres.
Mies
propone reformular el concepto de trabajo definiéndolo como aquellas
tareas dedicadas a la producción de vida. Cristina Carrasco (Carrasco,
2001) profundiza estas propuesta cuando señala que es preciso
reorganizar todos los trabajos y corresponsabilizar a los hombres y al
conjunto de la sociedad de esos trabajos que han realizado a lo largo
de la historia las mujeres. Se trata de un trabajo repetitivo y cíclico
intensivo en tiempo, que libera a los hombres - y a algunas mujeres -
para hacer trabajos menos esenciales y en muchas ocasiones dañinos para
las propias personas y para la naturaleza. De esta forma, se plantea
también la ruptura de la dicotomía que separa el trabajo reducido al
empleo, del resto de los trabajos que sostienen cotidianamente la vida.
Desde
este punto de vista, el trabajo sólo puede ser productivo en el sentido
de producir excedente económico mientras pueda obtener, extraer,
explotar y apropiarse trabajo empleado en producir vida o subsistencia.
La producción de vida es una precondición para la producción mercantil.
El trabajo de las mujeres es esencial para producir las
propias condiciones de producción. Por ello, el capitalismo no puede mantenerse sin el patriarcado.
La
valorización del cuidado lleva a la economía feminista a acuñar la idea
de sostenibilidad de la vida humana (Carrasco, 2001) bajo un concepto
que representa un proceso histórico complejo, dinámico y
multidimensional de satisfacción de necesidades que debe ser
continuamente reconstruido, que requiere de recursos materiales pero
también de contextos y relaciones de cuidado, proporcionados éstos en
gran medida por el trabajo no remunerado realizado en los hogares.
En
nuestra opinión, este concepto se relaciona dentro de la idea más
amplia de sostenibilidad ecológica y social. De acuerdo con Bosch,
Carrasco y Grau (2005:322) entendemos la sostenibilidad:
“Como
proceso que no sólo hace referencia a la posibilidad real de que la
vida continúe –en términos humanos, sociales y ecológicos–, sino a que
dicho proceso signifique desarrollar condiciones de vida, estándares de
vida o calidad de vida aceptables para toda la población.
Sostenibilidad que supone, pues, una relación armónica entre humanidad
y naturaleza, y entre humanas y humanos. En consecuencia, será
imposible hablar de sostenibilidad si no va acompañada de equidad”
Recomponiendo un espacio seguro de vida para la humanidad desde el ecofeminismo
Las
dimensiones ecológica y feminista son imprescindibles para transformar
la concepción y la gestión del territorio y para reorganizar los
tiempos de la gente... Sin ellas, es imposible alumbrar un modelo
compatible con la biosfera y que trate de dar respuesta a todas las
diferentes formas de desigualdad. Se esbozan a continuación, de una
forma somera, algunas pautas imprescindibles para orientar desde una
perspectiva ecofeminista las transiciones hacia un modelo económico,
cultural y político que permita la sostenibilidad de la vida humana.
El
punto de partida es la inevitable reducción de la extracción y presión
sobre los ciclos naturales. En un planeta con límites, ya sobrepasados,
el decrecimiento de la esfera material de la economía global no es
tanto una opción como un dato. Esta adaptación puede producirse
mediante la lucha por el uso de los recursos decrecientes o mediante un
proceso de reajuste decidido y anticipado con criterios de equidad.
Una
reducción de la presión sobre la biosfera que se quiera abordar desde
una perspectiva que sitúe el bienestar de las personas como prioridad,
obliga a plantear un radical cambio de dirección. Obliga a promover una
cultura de la suficiencia y de la autocontención en lo material, a
apostar por la relocalización de la economía y el establecimiento de
circuitos cortos de comercialización, a restaurar una buena parte de la
vida rural, a disminuir el transporte y la velocidad, a acometer un
reparto radical de la riqueza y a situar la reproducción cotidiana de
la vida y el bienestar en el centro del interés.
La economía
convencional valora exclusivamente la economía del dinero y formaliza
la abstracción del Homo economicus como sujeto económico (My economy).
Frente a esta concepción, el ecofeminismo se centra en la “We economy”,
una economía centrada en la satisfacción de las necesidades colectivas.
Se trata de buscar nuevas formas de socialización, de organización
social y económica que permitan librarse de un modelo de desarrollo que
prioriza los beneficios monetarios sobre el mantenimiento de la vida.
Abandonar
la lógica androcéntrica y biocida obliga a responder a las preguntas
ineludibles: ¿Qué necesidades hay que satisfacer para todas las
personas? ¿Cuáles son las producciones necesarias y posibles para que
se puedan satisfacer? ¿Cuáles son los trabajos socialmente necesarios
para ello?
Responder a estas preguntas implica el cambio radical
de la economía, de la política y de la cultura. Se trata por tanto de
abordar un proceso de reorganización del modelo productivo y de todos
los tiempos y trabajos de las personas.
Abordar esta transición
con criterios de equidad, supone abordar la redistribución y reparto de
la riqueza, así como una reconceptualización de la misma. En un planeta
físicamente limitado, en el que un crecimiento económico ilimitado no
es posible, la justicia se relaciona directamente con la distribución y
reparto de la misma. El acceso a niveles de vida dignos de una buena
parte de la población pasa, tanto por una reducción drástica de los
consumos de aquellos que más presión material ejercen sobre los
territorios con sus estilos de vida.
El ecofeminismo, poco a
poco, va calando en los análisis de otros movimientos sociales y
políticos. Creemos que esta mirada resulta imprescindible para realizar
un análisis material completo del metabolismo social y establecer
diagnósticos más ajustados sobre la crisis civilizatoria. Esta mirada
es central para ayudar a diseñar las transiciones necesarias hacia una
sociedad más justa y compatible con los límites de la naturaleza.
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