¿Cómo les digo que un puño me aprieta el corazón y no lo suelta?
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Diosas de la vida, por favorcito, denme la fuerza por esta vez,
por estas tres veces, por estas tres despedidas cuyas fechas se acercan
con sus dientes pelones y sus patas peludas: no permitan que me encarne
en la Libertad Lamarque a mitad del aeropuerto, en doña Sara García. Se
me van mis tres hijos, se me van mis tres García todos juntos, al
unísono y lo que se llama: al mismo tiempo. ¿Ya leyeron ese “se me van?”
Como cuando una dice refiriéndose a su hijo: “se me enfermó”. “No me
hizo la tarea”. “No me disfrutó de la fiesta”. Y ese “me” materno se
atraviesa como un bache a mitad de la carretera tan fresquita -y con tan
lindo paisaje- por donde el hijo pasea su deseo de seguir su vida (suya
de él) que ya casi “está en otra parte”. Su libertad, caray.
Ese animal rudimentario: el “mío, mío” materno. Pero qué mal me
caigo, qué mal. El muchacho piensa en una universidad del otro lado del
océano, en sus futuros compañeros, en una novia, en otra lengua, en su
nuevo departamento, y una sólo atina a abrir el baúl de los recuerdos y
mostrarle sus fotos de cuando tenía seis meses y le daba su primer
biberón para comenzar a retirarle la leche materna, despacito para no
traumatizarlo, tal y como lo explica Françoise Dolto de manera repetida
en sus obras completas. Tremendo desfasamiento.
“Ustedes son sanos por los seis meses de leche materna”, decía (y
dice) mi madre, y yo le hice a como ella me dijo, y mira cómo crecieron,
¡qué barbaridad! Y pensar que fue apenas ayer que andaban en sus
triciclos. El de Sebastián era un tractorcito verde. Y pensar que fue
apenas ayer… “No, mamá, Françoise fue mi maestra en el primero de
primaria, hace como trece años”, murmura Santi con un cierto dejecito de
irritación. Es verdad. “Pero cómo pasa el tiempo”, exclamo, dramática
sin desearlo.
Mis hijos ahora corren haciendo trámites, ¿dónde van a vivir? Los
documentos para sus visas. Cumplir no sé qué cantidad de requisitos para
la universidad. Hicieron tantos esfuerzos para que los aceptaran. Ya
tienen dieciocho, veinte y veintiocho años, el de veintiocho lleva seis
años viviendo con su mujer. ¿Cómo que pueden importarles mis historias
de mamelucos, mis “ya viste tu dibujo del primero de kínder”, mis
“encontré tu cartilla de vacunación”, “jamás olvidaré lo lindo que
estabas con tu playerita roja”. Me dejan la ciudad deshabitada. ¿Ya les
conté cuando Sebastián salió disfrazado de arbolito en el festival
escolar? Ay, pero qué mal me caigo, qué mal me caigo.
Mis hijos y yo nos hemos despedido muchas veces, como suele suceder
con todos los hijos de todas las mamás. Pero, ¿no es un exceso que
suceda todo al mismo tiempo? La fecha se acerca y hay días en los que
apenas me reconozco: riego demasiado las plantas, me traga una especie
de silencio sospechoso, paseó a marchas forzadas a mi perrita Cayetana,
vuelvo a regar las plantas (los cactos incluidos), hasta casi ahogarlas,
converso y soy capaz de decir cualquier cosa, lo que sea, menos que mis
hijos se van.
Lo que sea menos que faltan sólo tres semanas para despedir a Diego y
a Sebastián, dos meses para volver a despedir a Santiago. Tres semanas.
Dicen que el tiempo vuela, y es verdad. Y yo intento detenerlo, alargar
los días, fotografiar sus rostros cada segundo. Sus gestos. Sus risas.
¿Y ahora qué hago? Ya sé que a una se le ocurren cantidad de cosas. Una
trabaja, ama, abraza, va al cine, pasea con sus amigas/os, lee, se
pierde en los muros de una exposición que le gusta, visita a su familia.
Pero hoy mi corazón da de gritos. Les cuento, es como un gemido
doloroso y largo. Les cuento: es como una furiosa embestida de la más
completa irracionalidad.
Los rituales de las despedidas. Una agita la mano en un aeropuerto,
una estación de autobuses, un andén. Una mira la espalda de su hijo que
se aleja hacia sus elecciones, hacia su vida. Hace muchos años, cada vez
que pude, hice lo mismo. Tomaba ese pasillo que lleva hacia el futuro
en una ciudad distinta, a veces, en un país distinto. Lo tomaba y no
tenía ni la menor idea de lo que podían sentir mi madre o mi padre en
esos segundos en que agitaban la mano y hacían su mejor esfuerzo por
parecer felices.
“Qué te vaya muy bien, hija”, y con la arrogancia de la juventud una
siente que no puede irle sino muy bien. Una no entiende esa inquietud,
esa mezcla de contento y dolor, ese deseo de dejarte ir y ese deseo de
retenerte que se hacen nudo en el pecho y provocan una sensación de
estallido inminente. Ahora comienzo a entender de una manera rotunda
esos esfuerzos por sonreír cuando la fecha se acerca. Esa sensación
física de estómago que se sume, de puño que aprieta el corazón. Me
obsesiona un idea absurda: “no te sueltes a llorar como una desquiciada
en el aeropuerto. No les hagas eso”.
Recuerdo alguna vez cuando Sebastián se fue en un viaje de la
escuela. Todos los niños ya estaban en el autobús menos uno de sus
compañeritos. Su mamá se aferraba a él en medio de una crisis de
lágrimas. No lo soltaba. Recuerdo la cara de angustia del niño que
después, cuando por fin lo soltó, ya no quería subir las escaleras del
autobús. Ya no podía irse sin “abandonarla”. ¿Cómo se lanza un hijo al
viaje, libre, confiado y feliz cuando su madre se queda allí como
catatónica, con el alma despostillada y hecha un mar de lágrimas? Por
eso les cuento. Por eso les lloro acá, para no llorar allá: cuando se
vayan.
Diosas de la vida, denme la fuerza para que logre liberarme de este
pesar sobre mi tapetito de yoga. En la Cineteca. En mi máquina de
escribir. En una subida al Tepozteco, (no lo voy a lograr, soy
fumadora). En mis frenéticas sesiones de caminadora. En circunstancias
otras que no cabe mencionar en este contexto. Denme la fuerza para
cacharme in fraganti cada vez que tomo tonos de reproche (sangriento)
sin saberlo: “Si te acuerdas de mí, hijo”. Zas. “Ahora que te vas”.
“Claro, una como madre”. Sí, esa es una a sus horas: “la cabecita
blanca” de un tango, aún cuando en la realidad esté dispuesta a raparse a
coco antes que dejarse crecer una cana. La chantajista involuntaria y
arrepentida.
Y el más tremendo, cursi, y espeluznante grito de toda la historia
del cine mexicano: ¡Hijo mío de mis entrañas! Ay, pero qué cosa tan
espeluznante y tan antiestética. Ustedes disculpen. ¿Qué puede una hacer
con esa educación sentimental? ¡Me faltaron otros veinte años de diván!
¡Mi psicoanalista me estafó! ¡No soy yo, es mi inconsciente! No puedo
ponerme a llorar en el aeropuerto. Lloraría tan fuerte que quebraría
todos los cristales. Todos. Y me detendrían por un delito federal. Lo
que es muy grave.
El domingo fui al tianguis de Coyoacán y me hice tatuar un unicornio
de henna en el brazo. Como antes, como cuando eran niños. Entonces
íbamos juntos. Ellos se tatuaban cada vez dibujos distintos y yo cada
vez este unicornio. Un amigo decía que eran nuestros tatuajes tribales.
Mi pequeña tribu se dispersa. Esta vez por más tiempo. En nuestra
casita hay unicornios por todos lados. Son nuestros animales fetiches:
los unicornios y los lagartos. Acá les cuido la ciudad, queridos míos.
Acá les cuido el país. Acá les cuido el baúl de los recuerdos por si
alguna vez necesitan volver a ellos. Acá les cuido los dibujos del
kínder, la primera cartita de amor, nuestros inventos, nuestro léxico
familiar. Nuestros juegos.
Como le explicaba Diego a su maestra (hace nada más 25 años, como si
fuera ayer) en su primer día de escuela: “Diego y mami cordón bilical,
bilical, bilical”. Y me voy a quedar allí tres veces seguidas en ese
aeropuerto, intentando sonreír mientras agito la mano. Diego, Santi,
Sebastián y mami: cordón bilical, bilical, bilical. No me lo tomen a
mal, a veces me encarno en doña Sarita, y ahora se “me” van mis tres
García. ¿Cómo les digo que un puño me aprieta el corazón y no lo suelta?
“Quítate puño”, que le digo. Y no lo suelta. Pero me cuento que soy una
chica súper poderosa con su tatuaje en el brazo. Eso me cuento. Escondo
en el armario a doña Sara García y la dejo encerrada con doble llave.
La apachurran montañas de nostalgias. A ella, no a mí.
Me “empodero”. Ajá. Recuerdo la vocecita de Sebastián una vez que
solucionamos (a la velocidad de un comando) un problema con el equipo
para la clase de patinar y me dijo orgullosísimo: “Lo lograste
Batichica”. Agito la mano. No me desmayo en el aeropuerto. Soy una
Batichica y lo voy a lograr. Buen viaje, amadísimos míos.
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