Reportear en Colombia
Por: Ruth de Frutos*
A Carmen García la violó su ángel de la guarda, pero es solo la punta del iceberg.
Conocí a esta periodista de Medellín en 2012, durante los
preparativos del Festival de Cine y Derechos Humanos que todos los años
organiza Amnistía Internacional (AI) en Málaga. Su relato silenció a
todas las personas asistentes tras la proyección de la película Un
corazón invencible (A Mightly Hearth), que relata la búsqueda de la
verdad, justicia, reparación y no repetición de Mariane Pearl, la viuda
del reportero del Wall Street Journal asesinado en Pakistán en 2002. La
periodista colombiana formaba parte del programa de protección temporal
de AI en España que, desde 1998, ha permitido que más de sesenta
personas defensoras puedan salir de su país durante un año y disminuir
su nivel de riesgo.
Natalia, una voluntaria de la organización de Derechos Humanos,
recuerda que la periodista contó los detalles de su secuestro, así como
el miedo de los otros periodistas de su ciudad para entrevistar a
algunas de sus fuentes relacionadas con el narcotráfico. Ella también
tenía miedo pero su deber cívico de explicar a la ciudadanía qué estaba
pasando en la capital del departamento de Antioquia y en el país
latinoamericano pesaba más. La profesora de matemáticas de un instituto
de la capital de la Costa del Sol recuerda que, tras la charla, acompañó
a Carmen al aeropuerto y continuó haciéndole preguntas. Seis años
después de ese viaje, se vuelven a reencontrar. Su mirada paisa no ha
cambiado.
LA MIRADA PAISA
Carmen es una periodista de solera y continúa manteniendo viejos
hábitos relacionados con su seguridad en Medellín: “A día de hoy el
esquema de protección me fue retirado y ya soy yo quien toma mis
precauciones”, sentencia. La violencia es una lacra en la ciudad. En
octubre, se han registrado 42 homicidios más que el mismo mes del año
anterior, con una tendencia de 25 homicidios por cada 100 mil
habitantes, mientras la meta del plan de desarrollo local es de 15.
Me cita en un centro comercial. Un no lugar donde mis acompañantes y
yo nos perdemos varias veces antes de encontrarla en otro espacio
transitorio dentro de esa gran superficie: una pequeña cafetería en
mitad de un pasillo secundario. Carmen está radiante. Algo más delgada y
con otro color de pelo, la reconozco inmediatamente, aunque pasa
inadvertida entre hordas de personas que compran en medio de la Feria de
las Flores.
Decidimos “tomar un alguito”, sentarnos en un sitio aún más discreto y
charlar. Tardamos tiempo en entrar en materia, pero durante la
conversación relata que ha pasado por todos los medios importantes de su
ciudad y ahora imparte clases en dos universidades. Radio, televisión y
prensa, nada se le resiste, salvo la precarización: “yo no trabajo
gratis. Llevo más de veinte años dedicada al ejercicio profesional y si
quieren calidad, deben pagarla”, asevera mientras conduce su coche nuevo
–otra precaución- saliendo del centro comercial céntrico de la ciudad.
De hecho, ha sido la corresponsal de “El Espectador”, uno de los
medios impresos más importantes de Colombia cuya redacción fue destruida
en un atentado el 2 de septiembre de 1989 y cuyo director, Guillermo
Cano, fue asesinado tres años antes. En la actualidad, el premio
homónimo es el máximo galardón a la libertad de expresión, entregado
cada año por UNESCO y la Fundación Guillermo Cano.
La vida de Carmen no fue fácil cuando volvió a Colombia: tras
solicitar ayuda al mecanismo de protección y tener distintos tipos de
esquemas durante seis años, uno de sus escoltas “me mencionaba en
repetidas ocasiones que tenía contacto con quienes habían hecho las
amenazas que me habían hecho salir del país y, en una ocasión, abusó de
mí. (…) Lo puse en conocimiento de sus jefes en la Unidad Nacional de
Protección (UNP) y no pasó nada. El tipo sigue trabajando como si nada.
El hecho de la violación quedó absolutamente impune”.
Nunca le he preguntado por la violación hasta hoy. Supe que había
ocurrido cuando, preparando mi viaje a Medellín, una trabajadora de una
organización de Derechos Humanos cerca del Park Way de Bogotá habló de
ello como si yo supiese esa parte de la historia. Me quedé helada. Había
perdido la pista de los detalles de la vida de Carmen años atrás,
aunque seguíamos conectadas por redes sociales y hablábamos de vez en
cuando, y ahora el encuentro tenía un carácter que deseaba que nunca
hubiese tomado.
LA PARTE SUMERGIDA DEL ICEBERG
Precisamente trabajando para este periódico comenzó a recibir
amenazas y fue secuestrada. Esta fue una de las razones que le hicieron
salir del país hace más de seis años y, a su vuelta, solicitar un
esquema de protección al mecanismo colombiano. Este dispositivo fue el
primero en América Latina y se promulgó en el 2000 con el objetivo de
defender a las personas que estaban en riesgo por realizar una labor de
salvaguarda de los Derechos Humanos, las minorías étnicas o el propio
ejercicio del periodismo.
El momento más crítico del conflicto en Colombia se sitúa en algún
lugar entre el final del siglo XX y el comienzo del XXI. A comienzos del
2000, los grupos paramilitares se consolidaron en el territorio y
desencadenaron el quinquenio con mayor número de muertes de
profesionales de la información: 41 periodistas fueron asesinados entre
1999 y 2003, según la Fundación Libertad de Prensa (FLIP).
“En principio no se contemplaba a los periodistas como destinatarios
del mecanismo de protección, pero recuerdo perfectamente la conversación
con el presidente Andrés Pastrana en la que nos informó de que se
incorporarían a los profesionales de la información”, explica el
profesor de la Universidad Javeriana de Colombia German Rey, uno de los
mayores expertos nacionales en esta materia. Rey es el relator del
informe “La palabra y el silencio: la violencia contra periodistas en
Colombia” (1977-2015), publicado por el Centro Nacional de Memoria
Histórica.
En la investigación, el profesor alude a que la mayor parte de los
periodistas asesinados en Colombia durante los 53 años de conflicto
fueron hombres que trabajaban principalmente en zonas rurales golpeadas
por el contexto armado y en la que vivían grupos vulnerables, como
poblaciones afrodescendientes o indígenas. No obstante, UNESCO afirma
que cada vez más es necesaria la visibilización de las vulneraciones que
sufren las mujeres periodistas por esta doble condición.
Según el informe “Tendencias de la libertad de expresión y el
desarrollo mediático”, la organización internacional denuncia que las
amenazas digitales contra periodistas, entre las que se incluyen
ciberataques, vigilancia, jackeo, intimidación y amenazas son
especialmente destacables en el caso de las mujeres.
Si bien la profesión periodística es per se un oficio de alto riesgo
en algunos países, en el caso de las profesionales de la información la
situación se complica aún más debido a múltiples razones. La
precarización laboral que empaña toda la actividad profesional se
agudiza en el caso de mujeres que, además de su jornada periodística,
deben hacer frente a los cuidados de su esfera personal. De hecho, esta
es una de las características básicas de las agresiones a mujeres
periodistas, la continua agresión contra su esfera privada, ya sea
mediante agresiones físicas o psicológicas con un claro componente de
género o por medio de ataques al núcleo familiar cercano.
PERFILES FALSOS, HOSTIGAMIENTOS REALES
“Esa noche me llega una segunda amenaza vía Facebook, donde crean un
perfil con mi foto y la de mi hija que dice ‘ojalá no te metas en
problemas por estar denunciando esto, cuídate”, afirma Katalina Vásquez
Guzmán, otra conocida periodista paisa que colabora con medios
extranjeros y nacionales desde hace más de diez años.
Katalina es una de las pocas reporteras que ha elaborado una
cobertura prolongada en el tiempo y crítica sobre diversos casos de
vulneraciones de Derechos Humanos. Sus informaciones tratan desde el
centenar de víctimas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el
Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC) que estarían enterradas en la
escombrera de Comuna 13, uno de los barrios tradicionalmente más
calientes de la realidad colombiana; hasta el desastre medioambiental
que se produjo el 16 de mayo de este año, derivado del mayor proyecto
hidroeléctrico de Colombia.
La megaobra de HidroItuango tenía previsto inundar doce pueblos en
los que se registraron 621 desapariciones entre 1978 y 2016 y había sido
denunciada en innumerables ocasiones por la comunidad local.
Horas antes del mensaje intimidatorio, la periodista había denunciado
por redes sociales la situación de vulnerabilidad de una comunidad al
completo, dada la relación de la policía con el narcotráfico en la zona,
lo que generó el asesinato de un familiar de su fuente como represalia.
Tras estos acontecimientos, “la comunidad, muy valiente, salió a decir
que ustedes son unos mentirosos porque aquí sí pasó eso. Esto fue
primera página en todos los medios regionales y locales: un policía
trabaja al servicio de las bandas y destituyen a funcionarios de
policías”.
El taxista que me lleva desde el centro de Medellín hasta algún lugar
en el interior de la Comuna 13, comienza a ponerse nervioso tras media
hora de trayecto: “señorita, ¿usted quiere ir cerca del cementerio?”.
“Lo siento, pero no conozco la ciudad. Me han citado a las 16.30 y
llevamos 20 minutos de retraso. ¿Sabe dónde vamos?”, le pregunto
agriamente tras volver a repetir por enésima vez la dirección que tengo
apuntada. El trozo de hoja de cuadros empieza a arrugarse entre mis
manos al pagar con él mi frustración. Detesto llegar tarde a entrevistas
y más conociendo la agenda de Katalina.
Entiendo el extraño comportamiento del señor solo al entrar en la
Casa Morada, un centro de cultura libre donde jóvenes del barrio y
profesionales de toda la ciudad interactúan y trabajan para fomentar
otras dinámicas dentro de la Comuna 13. A pesar de los esfuerzos por
reconvertir este barrio tras la Operación Orión, un operativo militar
que provocó cientos de asesinados y desparecidos en 2002, y el desafío
acuciante de la turistización derivada de la sobredosis de free tours
para recorrer las escaleras y fotografiarse con los graffitis, las
fronteras invisibles de esta parte de la ciudad solo son percibidas por
los habitantes de esta zona y el estigma se perpetúa, a pesar de estos
oasis de trabajo comunitario.
Katalina es uno de los cientos de casos monitoreados por la Fundación
Libertad de Prensa, una organización sin ánimo de lucro que, entre sus
múltiples tareas, brinda asesoría y acompañamiento a los periodistas
víctimas de agresiones durante su ejercicio profesional. Sólo en 2018,
la FLIP ha reportado 379 violaciones y 492 víctimas de violaciones a la
libertad de prensa en todas las regiones de Colombia. De ellas, 47.23
por ciento han sido amenazas.
De todos los casos de agresiones a mujeres periodistas en el país, el
que más repercusión internacional tuvo también es acompañado por la
FLIP. Jineth Bedoya fue violada, torturada y secuestrada cuando acudió a
la cárcel La Modelo de Bogotá para entrevistar a un jefe paramilitar el
25 de mayo de 2000. Tres años después, la periodista volvió a ser
víctima de un secuestro, esta vez cuando intentaba entrevistar a un
miembro del grupo guerrillero FARC.
Estos hechos llevaron a Bedoya a liderar la campaña “No es hora de
Callar”. Desde esta iniciativa, empodera a mujeres víctimas de violencia
sexual y, en general, de violencia de género, y las acompaña en la dura
tarea de denunciar a sus agresores y sociabilizar los casos con el fin
de recuperar su dignidad.
CASAS DE PIQUE, SAPOS E INTERESES ENTRELAZADOS
Nunca me había preocupado por definir correctamente una “casa de
pique” hasta transcribir la conversación que tuve con Lina Marcela Díaz
Camacho cerca del faro de Buenaventura, una ciudad de la costa pacífica
colombiana. La presidenta de “Tribune for Human Rights”, Cruz Sánchez,
las definió en un artículo de 2016 como “rudimentarias chabolas con
paredes de caña y techo de uralita apuntaladas sobre la bajamar en las
que se descuartiza a seres humanos –dicen que, en ocasiones, vivos- para
poder tirarlos al mar o enterrar los cuerpos despedazados en lugares
estratégicamente ubicados”.
– ¿Cuándo fue la primera vez que recibió una amenaza?
– Creo que fue en 2014, cuando estábamos haciendo un trabajo de las
“casas de pique”. Habían hecho uno de estos homicidios en el sector de
La Playita y fui con dos de mis compañeros a cubrir lo que había pasado.
Yo llegué al sitio con mi esposo, que es de tez blanca, con el cabello
casi como un policía.
Díaz Camacho, corresponsal de noticias “RCN” y “El País” en
Buenaventura y en Noticias del Medio Día, un noticiero local en la
ciudad del departamento del Valle del Cauca, y su compañero ríen cuando
les pregunto cómo es el corte de pelo de las fuerzas de seguridad en
Colombia. Sus ademanes al levantar los brazos y peinar en el aire un
cabello corto reflejan cierta mofa. La periodista puntualiza, aunque no
era necesario:
– Pero él no es policía. Creo que eso llamó la atención de personas
que nunca vimos. Alguien nos estaba mirando desde algún lado. Estuvimos
sentados como dos horas a ver si bajaba el mar para que apareciese el
cadáver de la persona que habían asesinado. Después de salir del sitio, a
un compañero le dijeron que tenía que ir yo con el “sapo” con el que
había ido a presentarme porque si no nos podía pasar algo.
Me cuesta definir con exactitud lo que es un sapo, así que recurro al
Diccionario de Colombianismos del Instituto Caro y Cuervo, la
institución pública que tiene como objetivo preservar la lengua y la
cultura colombiana creada en 1942:
Sapo, pa. s./adj. 1. Inf. Desp. Persona que acusa o delata a otra. Chismoso, lengüilargo.
Lina niega con la cabeza cuando repite la palabra sapo. Vivía por ese
entonces a unas cuatro o cinco calles del sitio en el que la estaban
emplazando junto con su marido. Ella nunca fue al encuentro con los
autores de la amenaza pero tampoco denunció.
Precisamente las amenazas fueron las que hicieron cambiar los hábitos
completamente de Lina, quien actualmente continúa con medidas del
mecanismo de protección nacional. La ciudad del Pacífico colombiano
donde vive ha sido conocida internacionalmente por el paro cívico que se
produjo en 2017 y que generó una marcha de mujeres hacia Bogotá. En el
mayor puerto de Colombia, los intereses en la zona de Buenaventura se
entrelazan. Corrupción política, narcotráfico, intereses de grupos
guerrilleros y unos índices de pobreza altos en relación con los del
resto del país, generan un microcosmos muy diferente al de otras
ciudades del país.
EL ENEMIGO TIEMPO EN EL CÍRCULO VICIOSO DE LA IMPUNIDAD
Más allá de las agresiones, la impunidad permite perpetuar el círculo
vicioso de violencia, en la medida en que los crímenes no tienen
castigo. Las cifras sobre impunidad en casos de asesinatos a periodistas
son dramáticas en Colombia, según denuncia la FLIP.
De los 154 asesinatos reportados por la organización, 83,8 por ciento
(129) permanecen impunes y solo en 16.2 por ciento (25 casos) se han
producido procesos condenatorios (22 contra los autores materiales y 3
contra actores intelectuales).
El tiempo es otro enemigo de la libertad de prensa. Hasta la fecha,
la mitad de los casos de agresiones contra profesionales de la
información (77 de los 154, según la Fundación Libertad de Prensa) han
prescrito, por lo que las organizaciones de Derechos Humanos hacen un
llamado al Estado colombiano para que garantice la justicia en los casos
de agresiones a periodistas. El país latinoamericano no es un caso
aislado, UNESCO denuncia que, en el periodo de 2012 a 2016, nueve de
cada diez casos permanecieron impunes en el mundo.
Carmen, Lina, Katalina y Jineth son sólo cuatro de las cientos de
periodistas colombianas que, aun habiendo sido víctimas de amenazas y
agresiones, continúan desempeñando su ejercicio profesional con el firme
compromiso de informar a la ciudadanía.
Aclaración: Algunos nombres de las periodistas que aparecen en el relato han sido modificados por cuestiones de seguridad.
* Este artículo fue retomado del portal lapoderio.com
Imagen retomada del portal lapoderio.com
Cimacnoticias | Bogotá, Col
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