Lorenzo Meyer
La construcción de muchas naciones conlleva la destrucción violenta de otras posibles. Es un proceso que mucho tiene de darwiniano, de brutal, y México es un ejemplo de ello.
Pero ¿qué es una nación? Desde una visión donde los términos centrales son colectividad, cultura y territorio, Lowell W. Barrington, ofrece esta definición: nación es una “colectividad unida por características culturales compartidas (mitos, valores, etc.) y por la creencia en su derecho a la autodeterminación territorial”.
Así, el objetivo central de la colectividad nacional es el control del territorio que considera suyo, en exclusiva, (“Nation” and “Nationalism”: the misuse of key concepts in political science”, Political Science and Politics, diciembre 1997, p. 713).
El 25 de marzo, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) reveló que había enviado sendas cartas al rey de España y al Papa demandando que pidieran perdón a los pueblos originarios de México por los agravios que en el pasado les infligieron sus instituciones.
En ese contexto, AMLO también aceptó que en el México ya independiente siguieron los agravios y puso como ejemplo lo ocurrido con los mayas y yaquis, y que él, a nombre de la nación mexicana, también pediría perdón.
Dejemos de lado lo de España y de la iglesia católica para centrarnos en reconocer la deuda de México como nación con algunas de sus partes.
Y ya que AMLO mencionó a mayas y yaquis, hay que reconocer que, para formar a nuestra actual nación, sus dirigentes en los siglos XIX y XX consideraron válido destruir las aspiraciones de ciertas comunidades a hacer realidad, en términos de Barrington, su certeza de tener derecho a controlar su territorio al punto de la autodeterminación.
La gran rebelión maya —la llamada Guerra de Castas— se inició en 1847, como subproducto de un conflicto entre miembros de la élite gobernante que coincidió con una acumulación de agravios de un grupo de mayas.
La insurrección estalló justo cuando México, que apenas estaba en el proceso de formarse como Estado nacional, estaba sumido en otra guerra mayor con Estados Unidos y sin comunicación terrestre con Yucatán. La guerra en esa península habría de prolongarse por más de medio siglo.
No toda la población maya se identificó con los insurrectos, ni todos los rebeldes eran mayas, pero llegaron a ser lo suficientemente numerosos y organizados en 1848 como para casi expulsar de Yucatán a la minoría propietaria criolla y a sus aliados, al punto que estos buscaron.
Sin éxito, la protección ya no del gobierno mexicano que poco les podía apoyar, sino de Estados Unidos, Inglaterra o de España. Los rebeldes, por su parte, encontraron apoyo en los comerciantes ingleses de Belice que les proveyeron de pertrechos.
Para 1858 la élite criolla estaba a la ofensiva, pero los rebeldes tuvieron capacidad para organizar y sostener un ejército y una administración que les permitió reclamar con cierto éxito el control territorial del este de Yucatán, desde Tulum hasta Bacalar, teniendo como capital, al centro, a Chan Santa Cruz.
Según el concepto de nación, los mayas rebeldes no sólo reclamaban en los hechos como suyo los territorios que dominaban, también estaban unidos por la lengua y otras características culturales compartidas, en particular las religiosas alrededor de la “Cruz Parlante”, que aseguraba a los rebeldes, a los cruzoob, que Dios estaba de su lado.
La violencia de ambos bandos fue brutal y finalmente el ejército porfirista, al mando del general Ignacio Bravo, tomó Chan Santa Cruz en 1901. La cruz dejó de hablar y la guerra finalizó. Para entonces la producción del “oro verde” en las haciendas henequeneras estaba en su apogeo, la oligarquía construyó sus espectaculares mansiones en el Paseo Montejo en Mérida y la posibilidad de esa otra nación, la de los rebeldes, desapareció.
En su ofrecimiento de pedir perdón, AMLO mencionó también a los yaquis. Este grupo indígena norteño tiene en común con los de Yucatán, su empeño en resistir el avance del México capitalista sobre las tierras de su comunidad.
El territorio que defendían estas tribus, como ellos se denominan, abarcaba del río Yaqui al sur y seguía hasta Arizona a lo largo de la Sierra Madre Occidental y la costa del Golfo de California.
El río, que se desborda un par de veces al año, es el corazón de la región. Cuando México logró su independencia, los yaquis insistieron en buscar la suya. Su resistencia a los “yoris” se había iniciado desde el siglo anterior y las luchas internas de México permitieron a los yaquis, en alianza con los mayos —otra etnia de Sonora— perseguir su autonomía como aliados del II Imperio.
Para ellos, el triunfo liberal fue un gran revés al legalizar la privatización de sus tierras comunales. En nombre del progreso, los gobiernos de Benito Juárez y Porfirio Díaz les hicieron la guerra sin piedad, lo que llevó, entre otras cosas, a masacres como la de 1868 en Bacum, donde perecieron alrededor de 600 prisioneros, las deportaciones masivas del porfiriato —quizá 6,500— ¡a Yucatán! (Romana Falcón, México descalzo.
Estrategias de sobrevivencia frente a la modernización liberal, México 2002, pp. 166-171). Aquí, como en el caso maya, una etnia con una cultura compartida, organizada, luchó ferozmente por la autodeterminación de un territorio que consideraba propio.
Los ejércitos yaquis —cuya bandera de colores azul, blanco y rojo, tenía una cruz, un sol y una luna en el centro—, se rindieron formalmente al final del Porfiriato, pero tras unirse a la Revolución de 1910, retornaron a su calidad de insurgentes cuando el nuevo régimen continuó con los despojos. Sólo el cardenismo en los 1930, con su reforma agraria, terminó con los rescoldos de esa larga guerra de independencia frustrada.
En conclusión, la moderna nación mexicana contiene, entre sus muchos elementos positivos de construcción, la destrucción a sangre y fuego de embriones nacionales como los hubo en Sonora y en Yucatán. Reconocer ese hecho al más alto nivel político y asimilarlo a nivel colectivo, es una forma de alcanzar la madurez nacional.
Lorenzo Meyer
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