"El
zapatismo no se planteaba la cuestión del Estado ni se proponía
construir otro diferente. Pero en su rechazo de todas las fracciones de
la burguesía, en su voluntad de autonomía irreductible, se colocaba
fuera del Estado. Su forma de organización no se desprendía o desgajaba
de éste: tenía otras raíces. Y quien está fuera del Estado, si al mismo
tiempo decide alzar las armas, se coloca automáticamente contra el
Estado".
Adolfo Gilly, 1977
La historia empezó en realidad el 12 de septiembre de 1909. Sin testigos
externos, sin medios de prensa y quizás sin llamar mucho la atención de
las autoridades porfirianas, según la crónica de John Womack escrita a
partir de los testimonios de algunos participantes y testigos, y como lo
constató con la evidencia documental Jesús Sotelo Inclán. Emiliano
Zapata recibe de los veteranos de Anenecuilco la caja de metal que
contenía los títulos primordiales concedidos a ese poblado por el virrey
Luis de Velasco en 1607. Es la historia de unos campesinos que, al
decir del propio Womack, no querían cambiar y para eso hicieron una
revolución; y que no acabaría el 10 de abril de 1919, aunque ese día
tuvo una inflexión determinante.
La del zapatismo fue una lucha
prolongada, armada durante una década, que civil y defensiva, pasó
luego a ofensiva en la vorágine de la revolución emprendida por el
terrateniente Madero contra la dictadura y el fraude electoral, pero que
habría de rebasar a su iniciador. Los pueblos campesinos congregados
durante los meses anteriores por Zapata en Morelos para la recuperación
de tierras que les habían sido usurpadas por el auge de la caña
azucarera, entroncaron con la lucha democrático-burguesa del maderismo y
pasaron a la ofensiva ocupando Cuautla; pero la trascendieron
convirtiéndose a sí mismos en la expresión más legítima y orgánica de la
revolución popular en el periodo.
Esa lucha no terminó con el
ascenso de Francisco I. Madero a la presidencia, sino sólo entró en una
nueva etapa. El 28 de noviembre de 1911, apenas unas semanas después de
que aquél asumiera el cargo, Zapata y sus hombres proclamaron el Plan de
Ayala, donde denunciaban al coahuilense como traidor a la causa por la
que él mismo había convocado al pueblo. Madero no cumplía ni pensaba dar
cumplimiento a su oferta del Plan de San Luis Potosí de restituir las
tierras despojadas a los pueblos campesinos durante el porfiriato. En
cambio, desestabilizaba al Estado de Morelos colocando a Ambrosio
Figueroa como gobernador.
“Yo no pacto con traidores”, fue la
respuesta que dio Emiliano al padre de Pascual Orozco a la invitación
que le hacía llegar el caudillo chihuahuense a apoyar al gobierno de
Victoriano Huerta que había derrocado y asesinado al presidente Madero y
al vicepresidente José María Pino Suárez; y ordenó fusilarlo,
declarando así la guerra a Orozco y al usurpador Huerta. Pasó el
zapatismo a la ofensiva contra la usurpación sin subordinar su lucha a
la de los constitucionalistas encabezados por Carranza ni admitir la
jefatura de éste, que siempre consideró al general suriano un bandido y
jefe de una gavilla, no un revolucionario. Con ello, el hacendado de
Cuatro Ciénagas simplemente era congruente con la ideología de su clase
frente a alguien que estaba devolviendo y repartiendo tierras a los
campesinos pobres de Morelos.
Tras la derrota del huertismo en
Zacatecas y la llegada de Obregón a la ciudad de México, los zapatistas
se unieron a la Soberana Convención de Aguascalientes, convocada por la
mayoría de los cuerpos revolucionarios para integrar un nuevo gobierno,
pero desconocida por Carranza porque no lo aceptaba como presidente
provisional, conforme él mismo lo había proclamado en el Plan de
Guadalupe. La Convención, no sin fuertes debates, asumió el Plan de
Ayala y los zapatistas se integraron al gobierno convencionista de
Eulalio Gutiérrez. Ocuparon luego la capital del país y esperaron ahí el
arribo de los revolucionarios del Norte, encabezados por Francisco
Villa. El encuentro de ambos caudillos en Xochimilco en diciembre de
1914 y su entrada al Palacio Nacional representa el momento culminante
de las insurrecciones campesinas de América hasta antes del triunfo de
la Revolución Cubana.
Sin embargo, ni el Ejército Libertador del
Sur ni la División del Norte habrían de asumir, menos aún retener,
directamente el poder. Ni Villa ni Zapata se consideraban capaces de
ocupar la Presidencia; y en la siguiente etapa ambos habrían de
continuar luchando, esta vez contra el carrancismo, por de un orden
social más justo que el que éste ofrecía a las masas campesinas y a los
trabajadores, y sobre todo por un gobierno más representativo de las
masas insurrectas mexicanas. Álvaro Obregón derrotó militarmente en 1915
al villismo, que se replegó a Chihuahua, ya sin la fuerza que había
tenido apenas un año antes. Pero Carranza y sus generales como Treviño y
Murguía nunca pudieron atrapar a Pancho Villa en Chihuahua. Pablo
González asedió brutalmente a los zapatistas en Morelos, asesinado,
violando, saqueando, incendiando poblados y ejecutando a sangre fría a
los campesinos; pero éstos jamás delataron en dónde se encontraba el
cuartel general zapatista. Como el nicaragüense Augusto César Sandino,
Zapata fue un general de hombres libres; y como a aquél, tuvo que ser la
traición la que pusiera fin a su vida ese 10 de abril de 1919.
Los ideales de Zapata, que eran los de los pueblos mismos de Morelos,
subsistieron tras de su cobarde asesinato en Chinameca por González y
Jesús Guajardo. Porque eran los pueblos los que le daban su fuerza a su
permanente rebeldía, y a su intransigencia irreductible.
¿Qué
queda a cien años de su sacrificio, de la figura histórica, del
pensamiento y la acción de Emiliano Zapata? Más de lo que el capital
quisiera; subsiste en la resistencia activa de cientos de comunidades
locales, rurales o urbanas, ante el avance depredador del capital mismo,
que arrasa la tierra, los recursos naturales y a los hombres en pos de
la ganancia máxima; también en el espíritu rebelde siempre presente en
las clases subalternas; en los maestros irreductibles en la defensa de
sus derechos; en organizaciones populares que se mantienen tercamente en
oposición a aeropuertos, minas, plantas termoeléctricas, el
acaparamiento de las aguas, la devastación de los bosques y en favor de
los derechos humanos colectivos o individuales. Por eso, en los cuatro
vientos de nuestro país hoy como hace cien años se grita siempre:
¡Zapata vive, carajo!
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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