Gustavo Gordillo/I
La Jornada
Respondo por mí. Quiero que le
vaya bien al Presidente de la República en los proyectos de desarrollo
que involucran a comunidades rurales, pero también quiero que le vaya
muy bien a esas comunidades rurales de suerte que los proyectos de
desarrollo sean palanca para su progreso material y cultural. Veo que la
relación entre comunidades y Estado está muy tensa, pero no desde que
tomó posesión AMLO, sino desde muchas décadas antes, cuando so pretexto
de buscar su progreso se terminó por encadenar y sumirlas más en la
miseria. Me refiero a comunidades rurales de muchas regiones del país.
La relación entre comunidades y el Estado se encuentra severamente
dañada y llevará tiempo, pero sobre todo paciencia, reconstruir la
confianza que hoy existe de manera precaria. Muchos opositores al actual
régimen añaden confusión e informes equivocados a veces de muy mala fe.
Pero la relación dañada entre Estado y comunidades está ahí.
Mucha gente de bien, muchos progresistas que llevan décadas
trabajando al lado de esas comunidades, muchas organizaciones civiles de
gran estatura ética, deben ser convencidas no con denuestos, sino con
hechos.
El régimen de la 4T tiene que aprender a tratar con estas formas de
organizaciones comunitarias insertas, sin embargo, en una larga
tradición. Se necesitan deseos verdaderos de escucharlas y consultarlas.
Sobre todo, deben ser vistas no como rémoras del pasado u obstáculos
para el futuro, sino como aliadas clave en la reconstrucción del país.
Del otro lado, estas comunidades, sus dirigentes, los activistas y
las organizaciones civiles tienen que aquilatar la diferencia que
implica tratar con un gobierno encabezado por AMLO frente a los
gobiernos anteriores. Falso que sea la misma gata pero revolcada. Grave
error cometerían quienes conciben que no hay diferencias.
Veo, desde luego, una sociedad organizada para tres propósitos:
aprovecharse del Estado –no sólo económicamente–, defenderse del Estado y
suplir la ausencia del Estado. Pero está organizada en enclaves,
enjambres, desconectados en gran medida. Faltan conexiones discursivas y
acciones comunes. Se requiere el diseño de un nuevo trato entre el
Estado y las comunidades.
El primer espacio para avanzar en esta dirección es el espacio de lo
que denominamos campo. Pero, ¿qué es hoy el campo? A desentrañar esta
pregunta dedicaré mis siguientes entregas.
Cuatro, me parece, son los rasgos básicos del campo mexicano.
México no es un país predominantemente agrícola, sino un país con
enorme riqueza de recursos naturales. Nuestra frontera agrícola abarca
entre 22 y 26 millones de hectáreas, de las cuales no más de 20 por
ciento están en tierras de riego y la inmensa mayoría son de temporal de
calidad variable pero limitada. Frente a ello nuestros recursos
forestales, biogenéticos y pesqueros nos hablan de un potencial
productivo en recursos naturales nunca asumido plenamente.
México es un país de pequeña producción agrícola e industrial. Los
modelos exitosos de pequeña producción se encuentran, sobre todo, en el
sudeste asiático. El éxito se debe al alineamiento de las políticas
públicas, particularmente asistencia técnica y adiestramiento,
investigación y desarrollo, crédito, infraestructura y subsidios, a la
producción en pequeña escala rural en un lapso continuo de al menos 10
años.
México tiene una enorme diversidad de sistemas productivos rurales
basados no en la especialización, sino en la multiactividad y la
multifuncionalidad. Se requieren políticas diferenciadas, ancladas en lo
local y lo regional.
Los subsidios públicos han estado casi siempre capturados por los
grandes grupos de productores y comercializadores. La desigualdad social
se convierte rápidamente en desigualdad en el acceso a la orientación
de recursos presupuestales. Ahora, en el presupuesto de la Sader de
2019, por primera vez en décadas, se rompe esa trayectoria de subsidios
regresivos.
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