La pregunta es muy sencilla, pero la respuesta es complicada. ¿Cuando
en la arena pública se defienden ciertas posturas la motivación tiene
que ver con lo que pensamos o son producto de la conveniencia política?
En otras palabras, ¿decimos lo que creemos o defendemos aquello que
conviene a la fuerza política que nos resulta más simpática? No condeno a
quien hace una cosa o la otra.
En efecto, no hay nada reprobable en querer subsistir, es más, creo que el homo sapiens
está programado para hacerlo y en política (así como en la escena
pública) todos hacemos lo necesario por permanecer y eso supone usar
varas y medidas distintas según se trate de un gobierno al que somos
adictos, adeptos o fanáticos u otro que nos resulte repelente. Por
supuesto que entre filias y fobias debe haber una prudente distancia
analítica y hay también una trayectoria que nos condiciona y de la cual
deriva nuestra credibilidad, mucha o poca.
Por ejemplo, si uno ha pasado su vida defendiendo a la prensa
crítica, la autonomía funcional de los intelectuales y la división de
poderes, es muy difícil que, de la noche a la mañana, se aplauda a la
aplanadora legislativa o bien, se hagan oídos sordos a la emisión de un
memorándum francamente anticonstitucional o peor aún, se intenten
acrobacias justificativas para explicar por qué es aceptable que el
Presidente lance andanadas en contra de un periódico, como si fuese un
ejercicio elemental de derecho de réplica.
Pues bien, aunque cueste decirlo, pese a que el periódico nos resulte
antipático no es correcto proceder de esa manera. Tampoco es
conveniente una bancada servil. Está absolutamente claro que un
mandatario, con mayoría absoluta en las dos cámaras, puede ser muy
eficaz para aprobar legislación, pero eso no mejora el desempeño del
gobierno; suprimir el factor de equilibrio y reemplazarlo por una muy
triste aquiescencia (tipo porra) de las mayorías que aprueban sin
remilgos lo que el Ejecutivo plantea, no es lo mejor en términos de
resultados. Como dice Freddie Mercury en la famosa película Bohemian Rhapsody:
“no salen mejor las cosas cuando, en un grupo, todo el mundo hace lo
que quiere el líder”. Tampoco es conveniente que el Presidente decida
absolutamente todo y lo intente comunicar todo. La centralización tiende
a ser disfuncional en el mediano plazo. Eso se lo deberían decir sus
secretarios y jefes de oficina, quienes se ven usualmente eclipsados por
la infatigable presencia del jefe del Estado.
Y lo menos aceptable es que un Presidente catalogue casi como enemigo
del pueblo a un medio de comunicación por el simple hecho de que le cae
mal. A Peña Nieto no le gustaba el programa de Carmen Aristegui y
recibió el repudio nacional por sacarla del aire. Y no me imagino a Fox
diciendo todos los días que La Jornada era un periódico
deleznable sin que suscitara una reacción condenatoria. Una sociedad
plural requiere de medios con distintas sensibilidades y nadie debe ser
obligado a enmendar su línea por una presión desde la silla
presidencial.
Que el Presidente señale a un periódico como la oposición es
impreciso. El que no haya oposición, no quiere decir que el periódico lo
sea. Pero me parece todavía más sorprendente ver cómo hay plumas que
deben reubicar sus prioridades porque el mandatario considera que están
apostando por descarrilar su administración.
La cobertura mediática del Presidente ha sido una de las más favorables,
como lo fue el tratamiento que recibió en su campaña y, por tanto, es
impreciso suponer que una cobertura documentada y crítica supone una
especie de conjura como la que los medios de la derecha en España
quisieron hacer para descarrilar a Felipe González. Para cualquier
observador de la vida nacional es claro que el gobernante tiene un
amplio espacio para divulgar, sin contrapesos, su política y sus únicos
tropezones mediáticos pueden ser aquellos que él mismo propicia en sus
conferencias abiertas.
En la división del trabajo en una sociedad democrática, la prensa
vigila al poder y no tiene por qué pactar ni contemporizar con él;
tampoco tiene por qué hacer ejercicios de equilibrio político para ver
si el gobierno no se enoja con ella. Entiendo que, en lo individual,
muchos analistas puedan sentir que conviene a sus intereses no tener un
ambiente adverso en las oficinas gubernamentales, pero como concepto
general los medios deben hacer su trabajo sin ser acosados ni
condicionados por el poder político.
Jacqueline Peschard ha coordinado recientemente un libro muy importante (La larga marcha hacia una regulación de calidad en publicidad oficial en México.
UNAM. 2019), el cual nos recuerda la necesidad de legislar para que la
publicidad gubernamental no condicione líneas editoriales y pueda haber
una saludable deliberación democrática.
La ley tendría que ser re-discutida pues fue aprobada por el gobierno de
Peña Nieto a instancias de una decisión de la Suprema Corte y es uno de
los temas que a ningún gobierno le gustaría tratar porque la
discrecionalidad siempre es más cómoda que los controles y las normas.
Pero aquí vuelvo a mi tesis original: ¿defendíamos ciertas ideas
porque un gobierno resultaba claramente antipático y ahora esas mismas
ideas no tienen vigencia o pertinencia porque el gobierno actual nos es
más agradable? Yo creo que todos debemos rescatar nuestros textos de
otra época y explicar, en todo caso, por qué lo que antes defendíamos
ahora no nos parece ya tan importante.
Analista político. @leonardocurzio
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