Lorenzo Meyer
En los 1820, el gobierno de Madrid supuso que la insatisfacción en la antigua Nueva España era de tal magnitud, que una pequeña fuerza invasora —la comandada en Tampico en 1829 por el brigadier Isidro Barradas— sería catalizador suficiente para alentar a la propia población a retornar al status colonial. El ambiente de desorden que acompañó a la sorpresiva caída de la dictadura de Porfirio Díaz a inicios del siglo XX, llevó a que muchos apoyaran el golpe militar de 1913 para devolver a México a la época de “mucha administración y poca política”. No fue el caso. El pasado no retornó y la nueva normalidad tardó en arribar.
No hay comunidad nacional enteramente satisfecha con su situación, pero hay unas menos conformes que otras. Y por el propio resultado de la elección del 2018 o de las encuestas recientes sobre seguridad, la mexicana se cuenta entre las más disconformes. Hoy, y como en los ejemplos citados, ese malestar es, en parte, fruto inevitable del proceso de cambio.
La transformación que está teniendo lugar en nuestro país se propone intentar nuevas soluciones a múltiples problemas añejos, acumulados a lo largo de mucho tiempo, incluso de siglos. Sin embargo, y paradójicamente, en el corto plazo, el empeño por introducir cambios puede agudizar las inconformidades, generando una atmósfera donde la armonía aparece como algo lejano, casi imposible.
En algunos sectores, esos que directa o indirectamente perdieron las elecciones de 2018, el malestar, la inconformidad y la frustración están aflorando como resultado —entre otras razones— de su temor al cambio, del miedo a la “venezolanización” del país o a perder lo ganado, sea en términos materiales, de prestigio social o poder de negociación. Hay en esa parte del espectro social un sentimiento de frustración por haber visto difuminadas las seguridades y certezas respecto a su porvenir individual o de la nación.
En el otro extremo se encuentran las agrupaciones e intereses que ven en el resquebrajamiento de los equilibrios y acuerdos del orden (?) pasado, la oportunidad para irrumpir en el espacio público de manera más o menos estridente y provocadora para exigir mayores ventajas y posiciones: a río revuelto, ganancia de pescadores. Entre esos dos polos están quienes supusieron que, pasadas las elecciones, un nuevo gobierno se instalaría en los puestos de poder, pero sin hacer mucho ruido ni levantar polvareda y hoy les inquieta la sensación de caos propia de toda gran obra en construcción.
Y a todo lo anterior hay que añadir las inevitables tensiones propias de una división de poderes que funciona más que antes y de las tensiones internas del nuevo gobierno. Finalmente, están las disfuncionalidades de las instituciones heredadas, los enfrentamientos entre el nuevo gobierno y los partidos de oposición más las fricciones con entes autónomos como la SCJN o el INE. Y la lista puede continuar.
En este contexto ¿cuáles y cuantos son los “grandes problemas nacionales” a los que debe enfrentarse la transición y que problemas en el ámbito de cada gran problema van a acompañar el proceso del cambio?
No hay consenso en el inventario de los problemas ni en su orden de importancia. Sin embargo, pareciera haber un cierto acuerdo en que, en lo inmediato, México y su gobierno deben de enfrentar cuatro temas urgentes: la violencia del crimen organizado, las manifestaciones más escandalosas de la corrupción pública, la falta de dinamismo de la economía y la difícil relación con la gran potencia del norte.
El gobierno de la IV transición ha apostado por las fuerzas armadas como instrumento inmediato, que no único, para enfrentar los tipos más peligrosos de criminalidad organizada. Los sexenios anteriores también lo hicieron, pero sin éxito. Esta vez la novedad está en una atención cotidiana y directa del tema por el presidente y en una guardia nacional desplegada en todo el territorio y organizada en 266 regiones para enfrentar en cada caso la singularidad del crimen ahí dominante. La oposición considera que esto es militarización, que deben ser las policías el instrumento idóneo para la tarea y que la violación a los derechos humanos va a aumentar. Sólo los resultados validaran cada uno de los enfoques.
En torno a una corrupción que en los últimos años adquirió niveles de escándalo mundial, el gobierno se ha centrado en cerrar las oportunidades que en el pasado permitieron que el sector público fuera usado de manera muy creativa como una moderna cueva de Alí Babá. Sin embargo, una parte de la sociedad exige justicia, que los corruptos del pasado sean llevados ante la justicia, restituyan lo robado y que purguen penas de cárcel. Hasta ahora, el gobierno se ha resistido a invertir su energía en investigar y castigar a lo pasado, asumiendo implícitamente que Luis Cabrera tenía razón cuando los señalados por corruptos en su época le pidieron que lo probara: “los acuso de corruptos —respondió Cabrera— no de idiotas”. Pero sin castigo, no hay justicia.
El ataque presidencial al neoliberalismo económico y la promesa de un mayor crecimiento del PIB se está topando con la crítica de los “realistas”: no se debió clausurar el proyecto del NAIM, debe haber reforma fiscal pese a la promesa de no aumentar impuestos, no debe rescatarse a la gran empresa fallida del Estado que es Pemex, etcétera.
Frente a Estados Unidos unos piden responder a los insultos y presiones de Trump con mayor enjundia, otros cerrar el país a los inmigrantes como demanda Trump, otros más exigen sumar a México al medio centenar de países que siguen a Washington en su reconocimiento del insurgente Juan Guaidó como presidente de Venezuela, etcétera.
En suma, y para volver a Maquiavelo: nada hay más difícil que un cambio de régimen. Las inconformidades brotan de todos lados y los resultados, positivos y negativos, sólo se apreciarán cuando el estruendo y el polvo de derribar lo antiguo y levantar lo nuevo se hayan asentado. Y para llegar ahí va a pasar tiempo.
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