La
trama la conocen todos de memoria. El típico relato canalla de un
gobierno impresentable. Otro periodista más que muere presuntamente por
un asunto de “venganza personal”, en una entidad en donde todos los
periodistas curiosamente mueren por asuntos de “venganza personal”.
Durante las últimas dos administraciones estatales, quince periodistas
han sido asesinados en Veracruz. La Jornada nacional registra:
“En el actual gobierno, Gregorio Jiménez es el décimo [periodista
asesinado] de una lista que incluye a Regina Martínez, corresponsal de Proceso (abril de 2012); Gabriel Huge, reportero de Notiver (mayo de 2012); Guillermo Luna, de la agencia Veracruznews (mayo de 2012); Esteban Rodríguez, del diario AZ (mayo de 2012); Víctor Báez, de Milenio (junio de 2012); Noel López Olguín, reportero (mayo de 2011); Miguel Ángel López Velasco, del diario Notiver, muerto junto con su esposa y su hijo, el fotógrafo de Notiver Misael López Solana (2011); Yolanda Ordaz, reportera del diario Notiver (julio de 2011). Están desaparecidos los periodistas Gabriel Fonseca, de Diario de Acayucan y Liberal del Sur, y Sergio Landa, del Diario de Cardel. En
el gobierno de Herrera fueron asesinados Raúl Gibb Guerrero, Roberto
Marcos García, Adolfo Sánchez Guzmán y Luis Daniel Méndez; asimismo
desapareció Jesús Mejía Lechuga (2003)”.
Por añadidura a una
indefensión epidémica e inexcusable, los periodistas referidos fueron
víctimas de un triple atropello gubernamental: el de la humillación, la
calumnia y el olvido. Coléricos e indispuestos a suministrar una cuota
siquiera minúscula de justicia y veracidad en sus versiones, los
emisarios gubernativos se ciñen ebrios a una narrativa
autoexculpatoria, y a un recetario de procedimientos discursivos que
culpabilizan o criminalizan a la víctima. Darío Ramírez, director de la
organización internacional Artículo 19, atinadamente observa: “El
asesinato de Gregorio demuestra que la entidad no sólo no resuelve los
casos, sino que trata de desviar la atención de los crímenes contra
periodistas, al desligarlos de su profesión”. Es la habitual estrategia
empresarial de la “externalización”: deshecho expedito de apuros,
transferencia de costos a los eslabones más débiles. En una entidad
donde el secuestro es canon (Veracruz se sitúa entre los primeros 10
estados con índices más altos de secuestro), laboratorio de frankensteins
policiacos fallidos (mando único policial), y climas desquiciadamente
hostiles para la labor periodística (de acuerdo con diversas ONG,
Veracruz es la entidad más peligrosa para ejercer el periodismo en toda
América Latina, y se estima que 43% de las agresiones contra la prensa
son imputables a funcionarios públicos), los periodistas extrañamente
mueren, de acuerdo con las versiones oficiales, por cuestiones de
revanchas personales, o bien, por la imprudencia connatural a su oficio
en un contexto donde la colateralidad es un triste mal necesario.
En los estercoleros de este paroxismo canallesco gubernamental, las
causas estructurales de la violencia sistemática (que no incidental) se
omiten tercamente. La administración en turno es una suerte de operador
privado al servicio de agendas privadas. La desprotección no es
fortuita: la asistencia está privativamente orientada a la protección
de empresas de latrocinio, depredación, lucro discrecional (Monsanto,
Walmart, Odebrecht, etc.), a la recomposición de territorios para la
libre e irrestricta instalación de organizaciones delictivas, y a la
conversión de Veracruz en una vulgar atracción turística para
beneplácito de las oligarquías locales. Es la tiranía de la “política
del lugar óptimo”: creación de condiciones paradisiacas para ciertos
grupos de poder, e infernales entornos para vastos segmentos
poblacionales. Asistimos a la configuración de un régimen de
desprotección institucional y violencia institucionalizada, en aras de
la reconstitución de un poder de clase.
En este sombrío cuadro se enmarca la labor periodística que tantas vidas ha cobrado en la entidad.
La exigencia de remoción de las autoridades es perfectamente legítima. Pero por sí sola se antoja ineficaz. La michoacanización
del estado es un horizonte factible: el avance de una estrategia de
balcanización inducida (política de desastre), la intensificación de
los procedimientos rutinarios de gentrificación (aristocratización
socio-espacial selectiva), e incluso la eventual –aunque poco probable–
sustitución de un gobierno (in)constitucional por otro extraordinario e
interino, pero al servicio de la misma agenda.
La
autoorganización gremial es la única alternativa en un estado condenado
a una endémica desprotección laboral, jurídica y política. El asesinato
de Gregorio Jiménez debe inaugurar una nueva consigna gremial: a saber,
¡que la injusticia y el relato canalla no tengan la última palabra!
Glosa Marginal: Tras el anuncio de la muerte de Gregorio, las marchas
en la entidad han estado marcadas por la persecución silenciosa y el
acoso. En Acayucan, policías estatales arrebataron mantas a los
manifestantes (reporteros, familiares de desaparecidos), y amenazaron
con golpearlos. En Xalapa, la marcha del miércoles estuvo infiltrada
por personas no identificadas que fotografiaron con cámaras de celular
a los manifestantes. La disposición de amedrentamiento, hostigamiento e
intimidación no cesa un solo segundo en la entidad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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