COMUNICAR IGUALDAD- Año a año, miles de mujeres atraviesan
las fronteras nacionales de sus países contratadas como “mulas” del
narcotráfico. Su trabajo consiste en transportar la droga que será
comercializada y, una vez ingresada al circuito del consumo, engrosará
las arcas de las mafias organizadas que operan a nivel trasnacional.
Muchas de estas mujeres morirán haciendo su “trabajo”. Otras ocuparán
otros eslabones de la cadena, dentro o fuera de sus lugares de origen. Una opción que la mayoría no elige, y a la que llegan principalmente por su situación socioeconómica.
Un documento reciente de Consorcio Internacional sobre Política de
Drogas (IDPC) estudia la población femenina en cárceles para analizar
los roles desempeñados por las mujeres en las redes criminales en
América Latina y los procesos de involucramiento. Busca visibilizar
cómo las relaciones de género y los factores socioeconómicos moldean la
configuración de las redes de tráfico internacional de drogas y la
inserción de las mujeres.
La feminización de la pobreza en el ojo de la tormenta
Mujeres, delitos de drogas y sistemas penitenciarios en América Latina se
denomina el documento de IDPC publicado en octubre de 2013 y que estuvo
a cargo de Corina Giacomello, del Centro de Investigaciones Jurídicas
de la Universidad Autónoma de Chiapas (México).
Una de las primeras conclusiones que revela la investigación es que
hay un incremento de mujeres encarceladas por delitos vinculados a la
venta y transporte de drogas ilegales, y que esto se vincula, no sólo
con su mayor involucramiento en las redes de narcotráfico, sino que
también se debe al crecimiento de la persecución penal de estas
actividades. La población penitenciaria femenina de América Latina se duplicó entre 2006 y 2011: pasó de 40 mil a más de 74 mil mujeres presas, la mayoría acusadas de delitos menores relacionados con las drogas.
Asimismo, el estudio muestra cómo las mujeres ocupan el lugar de mano de obra barata y fácilmente reemplazable de las redes criminales. “Se
desempeñan principalmente como cultivadoras, recolectoras, vendedoras
al menudeo, correos humanos (lo que se suele conocer como “mulas” o
“burreras”, entre otros nombres) e introductoras de drogas a centros de
reclusión”, señala.
En tanto, en América Latina, las circunstancias socioeconómicas
constituyen la principal motivación por la cual las mujeres se ven
obligadas a cometer una actividad ilegal. Cabe destacar que, tal como
señala el estudio, la región tiene el índice más alto de desigualdad
económica del mundo y un alto porcentaje de la población que vive en
pobreza e indigencia son mujeres. Estamos ante un fenómeno que se
conoce como feminización de la pobreza y
que se manifiesta tanto en áreas urbanas, cómo rurales. Poniendo el
foco en el perfil de las mujeres encarceladas, se revela que “muchas de ellas son madres solteras que entran al negocio de las drogas solamente para poder alimentar a sus hijas e hijos”.
En diálogo con COMUNICAR IGUALDAD, Corina Giacomello reflexiona sobre este punto. “En
América Latina coexisten procesos mixtos con respecto al papel de las
mujeres: por un lado, éstas tienen mayor acceso a la educación y una
mayor presencia en los espacios públicos, pero también son las
principales protagonistas de la pobreza y de la pobreza extrema. A
menudo esto se combina con la permanencia de creencias de género
tradicionales acerca de las funciones de la maternidad y la
responsabilidad tradicional de las mujeres hacia ‘los otros’. El
número de hogares monoparentales de jefatura femenina y de embarazos
adolescentes entre niñas de los niveles socioeconómicos más bajos está
aumentando, lo que implica un mayor número de mujeres en situación de
pobreza y únicas responsables de sus hijos e hijas”.
La especialista destaca que frente a este panorama, actividades del
microtráfico -como la introducción de drogas a centros de reclusión o
la venta al menudeo- ofrecen la “falsa ilusión” de poder combinar una actividad económica con el cumplimiento de los deberes tradicionales. “Estas
mujeres encuentran normalmente empleo en actividades de la economía
informal muy mal remuneradas (actividades de limpieza, sobre todo) y
desempeñan una doble o triple jornada laboral. Las
redes del tráfico identifican muy bien a las mujeres que reclutan y las
involucran aprovechando su vulnerabilidad, por un lado, y la falta de
mecanismos preventivos y de protección por parte del Estado”, enfatiza.
Relaciones de género, la “gran” puerta de entrada
Por otra parte, las relaciones de género constituyen un factor
primordial de por qué las mujeres cometen estos delitos, ya que muchas
de ellas se involucran a partir de sus relaciones familiares o
sentimentales, ya sea como novias, esposas, madres e hijas, y en
cumplimiento de los roles asignados para hombres y mujeres.
Sobre este punto, Giacomello resalta que las relaciones de género
son espacios de poder generalmente asimétricos en detrimento de las
mujeres y definen los ámbitos de acceso y las modalidades de inserción
a ellos, diferenciados para hombres y mujeres. Frente a esto, se vuelve
necesario adoptar la perspectiva de género para analizar espacios como
el narcotráfico, “lo que permite visibilizar cómo hombres y mujeres
se involucran en actividades delictivas relacionadas con drogas de
manera distinta, a partir de diversos factores, entre ellos su
identidad de género y los roles que la sociedad les atribuye”.
Concluye que analizar cómo el proceso de construcción de la feminidad y
de la masculinidad influye en el proceso de involucramiento y en las
formas de participación en el tráfico de estupefacientes “puede ayudar a construir políticas públicas de prevención diferenciadas y adecuadas para distintos actores”.
Para la especialista, este análisis se aplica de la misma manera al aspecto punitivo. Generalmente, el
sistema de justicia y el sistema penitenciario están diseñados a partir
de las necesidades y las características de los varones:
“así otros grupos (indígenas, LGBTI, personas extranjeras y mujeres,
entre otros) son asimilados bajo una falsa igualdad y neutralidad de la
norma. Por ende, introducir la perspectiva de género permite nuevamente
elaborar políticas punitivas y carcelarias que respondan a las
exigencias y características reales de las personas”.
Otra de las principales conclusiones que arrojó la investigación de IDPC es que, una
vez en contacto con el sistema de justicia penal y penitenciario, las
mujeres suelen ser sometidas a formas de violencia específicas. Esto
se evidencia en distintos aspectos como la falta de centros propios
para mujeres; las violaciones y el abuso sexual ejercido por el
personal de los centros; la existencia de redes de trata entre
secciones femeniles y varoniles; la falta de atención a los problemas
de salud mental; los daños infligidos sobre las hijas e hijos de las
mujeres en prisión, en el caso de los que viven con ellas como de los
que están afuera; la menor oferta de oportunidades educativas,
laborales y de capacitación, entre otros.
Frente a esto el estudio hace referencia a una “ceguera de género”
en relación a las leyes que regulan el sistema penitenciario. Al ser
consultada acerca de qué pasos deberían dar los Estados para ir
sacándose esta venda, Giacomello señala: “Tanto a nivel de Naciones
Unidas, como en el sistema interamericano se han producido diversos
instrumentos que hacen referencia a las mujeres en reclusión, el más
reciente y completo es el texto de las Reglas de Bangkok.
Asimismo, existe suficiente evidencia empírica sobre las formas de
discriminación de las mujeres en prisión. Los Estados deberían retomar
esos principios y esa evidencia para sustentar y modificar sus
estrategias punitivas y penitenciarias y asumir plenamente su papel de
garantes de los derechos humanos de las personas privadas de la
libertad, aplicando medidas generales pero también específicas, de
acuerdo a las necesidades de cada grupo en prisión”.
Recomendaciones para desandar camino
El estudio realiza una serie de recomendaciones a los Estados en
relación a la elaboración de datos, la prevención, la modificación del
sistema penitenciario y la implementación de una adecuada política de
drogas.
Giacomello destaca entre estas recomendaciones, por un lado la
necesidad de una reelaboración de las medidas punitivas relacionadas
con drogas que impliquen reducción de sentencias, la incorporación de
otros factores más allá de sustancia-conducta-cantidad para determinar
el rol real desempeñado por una persona en las redes de narcotráfico y
aplicar una sentencia proporcional. Por otro lado, urge incorporar de manera plena las Reglas de Bangkok;
así como garantizar el cumplimiento del interés superior del niño y la
niña en sus políticas relacionadas con la procuración e impartición de
justicia y con la ejecución de la pena.
Suma la necesidad de trabajar a fondo con el funcionariado público
responsable de detener, procesar y sentenciar a personas por delitos de
drogas en materia de perspectiva de género, políticas de drogas y
derechos humanos. Y finaliza introduciendo un aspecto polémico: descriminalizar de manera integral y efectiva la posesión y consumo de todas las drogas. Sobre
este último punto se vienen dando avances en América Latina, y
particularmente en nuestro país existen proyectos de ley que avanzan en
ese sentido.
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