Olga Pellicer
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- La vida política en México da sorpresas. Una de ellas
ha sido el desinterés público ante la próxima aprobación de las leyes
secundarias de la reforma constitucional en materia de energía, uno de
los cambios de mayor trascendencia para la vida del país. Diversos
analistas han llamado la atención sobre el hecho que “el diablo está en
los detalles”. Es decir, el verdadero alcance de lo que se pretende
reformar –como es, entre otras cosas, hacer de Pemex una empresa
productiva compitiendo en igualdad de circunstancias con la inversión
privada nacional y extranjera– sólo se verá cuando se implementen las
modificaciones a la Constitución. Son las leyes secundarias las que
revelan hasta dónde se da un cambio: si las reformas responden a los
grandes fines que se proclaman o si esconden una serie de
ineficiencias que difícilmente conducirán al país por mejores caminos.
Se requería, pues, una lectura cuidadosa y una crítica aguda del
voluminoso documento que envío el Ejecutivo. El tiempo ha pasado y la
necesaria reflexión sobre errores y aciertos de las leyes secundarias
no tuvo lugar.
Los partidos políticos en la oposición han estado
enfrascados en sus luchas internas, y, en el caso del PAN, comprometido
ya con la votación prevista. Los de la izquierda, en principio los
guardianes más aguerridos de la riqueza petrolera, además de tratar de
dirimir sus pugnas inacabables han optado por concentrar sus energías
en promover la consulta popular para anular la reforma, así como por
salir al exterior para denunciar las falsedades del México próspero que
promete Peña Nieto. Tengo dudas sobre la pertinencia y eficiencia de
tales actividades pero, en todo caso, lo que duele de unos y otros es
la poca responsabilidad con que se acercan a la aprobación de lo que no
han estudiado ni analizado de cara a la ciudadanía. Las primeras
discusiones en el Senado presagian una aprobación apresurada de las
leyes por parte del PRI y del PAN con la menor participación posible de
la opinión pública.
Es cierto que poner fin al monopolio de Pemex sobre las
actividades en materia de producción, distribución y comercialización
de hidrocarburos –lo cual sí se logró con la reforma constitucional–
puede verse como una victoria. Pero se comete un grave error al pensar
que, por lo tanto, toda reflexión o debate posterior era irrelevante.
Si la manera de implementar la reforma es errática, si adolece de
omisiones, no prevé los tiempos necesarios para cumplir con lo que se
establece, oculta las dificultades que deben superarse, desconoce el
hecho de que hay una enorme distancia entre formular objetivos por
escrito y transformar la realidad para alcanzarlos, el tan mencionado
cambio de paradigma para el crecimiento de México no tendrá los
resultados favorables que se anuncian.
En el campo del petróleo, se advierte que las iniciativas
de ley parten de un supuesto muy discutible: es posible transformar a
Pemex en un lapso relativamente corto. Dos años es el plazo que se
establece para pasar de un monopolio de Estado a una empresa
productiva, competitiva, bien administrada y cumpliendo con todos los
requisitos de transparencia y rendición de cuentas que eliminarán la
perniciosa corrupción que hoy existe en todos sus niveles; el escándalo
de Oceanografía es sólo un ejemplo.
El supuesto anterior es difícil de aceptar. Eran
necesarios una transición más larga y sistemas de supervisión más
rigurosos para avanzar, con dificultades, a la meta de transformar a
Pemex. Se trata de una entidad muy poderosa, que se encuentra entre las
principales productoras mundiales de petróleo. Sus actividades están
enraizadas en todo el territorio nacional a través de oleoductos,
gasoductos, refinerías, campos de exploración y explotación,
plataformas marinas, gasolineras. En todas ellas hay muchos intereses;
en todas ellas campea la corrupción. Cambiar la cultura para acabar con
esta última es cuesta arriba; lograrlo en dos años, puramente
imaginario.
Ahora bien, un dato interesante que recorre las noticias
en las últimas semanas es el interés de las inversiones extranjeras de
venir a México, pero de la mano de Pemex. Finalmente, con todos sus
defectos, allí encuentran a quien mejor conoce el terreno, tanto
geográfica como política y económicamente. Cuando termine la Ronda
Cero, mediante la cual los órganos reguladores asignarán los espacios
que corresponden a Pemex, esta empresa puede aceptar la alianza que le
propongan inversionistas extranjeros para competir unidos en las
licitaciones que se pongan sobre la mesa. En otras palabras, antes de
acabar el periodo de transición, de por sí insuficiente, el dinosaurio
del que tanto se habla estará de regreso, pero más poderoso.
Otra ambivalencia presente en las leyes secundarias es el
alcance verdadero de la supuesta independencia de Pemex para tomar
decisiones como una empresa eficiente y no como apéndice de las
veleidades del grupo en el poder. Dos detalles llaman la atención: el
primero, la designación del director no la realiza el Consejo de
Administración, como es lo normal en una empresa, sino el jefe del
Ejecutivo; aquél sólo tiene la facultad de revocarlo, atribución que
difícilmente tratará de ejercer. La subordinación política relativiza
la tan mencionada independencia de Pemex. El segundo punto es la
contribución al financiamiento del presupuesto nacional, fijada por la
Secretaría de Hacienda; indispensable, es cierto, pero espada de
Damocles sobre la salud financiera de una empresa competitiva.
Los puntos anteriores son un pequeño botón de muestra de
lo mucho que hubiera sido necesario reflexionar, discutir y modificar
en las leyes secundarias. Está presente, sin embargo, una contradicción
entre cumplir con el trabajo paciente y de largo plazo que requiere un
cambio en la economía y la política nacionales, de la envergadura que
se pretende, y la urgencia de obtener a la brevedad nuevas inversiones
que detengan el malestar creciente de la población por la debilidad del
crecimiento económico, ante las elecciones de 2015. Bajo tales
premisas, lo único que permanece es la incertidumbre sobre el futuro
del país y la engañosa promesa del bienestar que aguarda al México
imaginario.
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