Guatemaltecos celebran la renuncia de Otto Pérez Molina. Foto: AP / Moisés Castillo |
MÉXICO,
D.F. (apro).- Desde que en el sexenio pasado pasó a ser uno de los
países más violentos e impunes del mundo, sumada a su histórica
corrupción, México ya no es visto sólo por lo que hace, sino por lo que
deja de hacer.
Con dejo de frustración, desde hace días son muchos los mexicanos
que dicen sentir envidia por el proceso de investigación que provocó,
el martes 2 de septiembre, la dimisión del presidente de Guatemala, el
general retirado Otto Pérez Molina.
El militar al que en 1991 le tocó la captura de Joaquín “El Chapo”
Guzmán cuando se accidentó en una avioneta en las afueras de la capital
guatemalteca, renunció al cargo acusado de encabezar una red delictiva
en las aduanas del país. La investigación ya tiene en la cárcel a quien
fue la vicepresidenta, Roxana Baldetti.
Es el ejemplo más reciente, pero lo mismo hemos visto en otros
momentos en América Latina con presidentes acusados de corrupción, como
en Brasil, Venezuela y Perú.
El mismo día en que Guatemala mostraba al mundo el funcionamiento de
sus instituciones, los poderes formales del Estado mexicano simulaban,
como cada año, un ejercicio de rendición de cuentas.
En presencia de los titulares del Congreso y de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación, el presidente Enrique Peña Nieto, como jefe del
Ejecutivo, leyó un farragoso e insustancial mensaje como parte de su
Tercer Informe de Gobierno.
Llamada a ser una práctica democrática, el informe de gobierno ha
sido una de las máximas simulaciones del sistema político mexicano.
Durante el régimen priista era una celebración en torno al presidente,
exaltado por la prensa y la clase política.
Esa celebración artificial se acabó con un impugnado Miguel de la
Madrid, a quien en su último informe de gobierno la oposición en el
Congreso le reprochó el fraude electoral que permitió la llegada de
Carlos Salinas.
El rechazo a las gestiones de Salinas y Ernesto Zedillo no pasó de
expresiones de inconformidad, más folclóricas que efectivas, en sus
informes de gobierno.
Los gobiernos del PAN no significaron ningún cambio. Es más, ni
siquiera pudieron ya pararse en el Congreso ante la división que
generaron. Vicente Fox ya no entró en el último año de su gobierno.
Luego, en un acto de vergüenza internacional, Felipe Calderón tuvo que
entrar por la puerta de atrás para jurar como presidente de la
República. Nunca más pudo regresar, excepto para entregar la banda
presidencial.
Inocuo para la vida democrática, el mensaje de Peña Nieto en torno a su tercer año de gobierno
dejó patente un gobierno agotado, que ya no tiene nada que ofrecer y
que la impunidad es el signo más ominoso de su administración, aunque
no es exclusiva de este gobierno.
La impunidad y la simulación son el signo del actual gobierno mexicano. El conflicto de interés (la llamada Casa Blanca y la residencia del secretario de Hacienda, Luis Videgaray),
las escuchas de los enjuagues en la Secretaría de Comunicaciones y
Transportes, los negocios particulares en torno a Pemex, las reiteradas
violaciones constitucionales del Partido Verde, la fuga del “Chapo”
Guzmán, las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas por
parte del Estado, por no hablar de abusos y tropelías de gobiernos
estatales y locales, no han pasado del escándalo y la indignación.
En los años ochenta, el periodista estadunidense Allan Riding escribió en su libro Vecinos distantes
que la corrupción era el aceite y engrudo del sistema político
mexicano. Tres décadas después, con el reparto del poder, que no con el
equilibrio del poder, la corrupción sigue explicando a ese sistema,
pero la clase política mexicana ha hecho de la simulación su razón de
ser.
Los partidos han creado una institucionalidad en la que se cubren
unos a otros, dejando a México como un mero espectador de lo que ocurre
en la que es su segunda frontera estratégica.
Twitter: @jorgecarrascoa
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