El miedo y el pánico son reacciones sanas de defensa ante una amenaza exterior.
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Angustia: Del lat. angustĭa 'angostura', 'dificultad'.
1. f. Aflicción, congoja, ansiedad.
2. f. Temor opresivo sin causa precisa.
3. f. Aprieto, situación apurada.
4. f. Sofoco, sensación de opresión en la región torácica o abdominal.
5. f. Dolor o sufrimiento.
Suceden los ataques de pánico, esos exabruptos de la angustia
acumulada. La mayoría de las personas los mantenemos en silencio.
¿Cómo hablarlo? ¿Cómo explicarle a quien nunca los ha padecido que
una/o puede paralizarse de terror sin “razón” alguna. Que una/o puede
temblar ante la sola idea de salir a la calle y que la crisis se
repita. Suceden los ataques de pánico, y casi podría asegurar que es
una experiencia común a millones de personas en el mundo. Sólo que no
nos atrevemos a nombrarla.
Nos da miedo aceptar que los padecemos o hemos padecido, nos acosa
un temor –casi supersticioso- como si nombrarlos fuera equivalente a
convocarlos. Nos avergüenzan. También. ¿Quizá nos atrevimos alguna vez
a intentar explicarlos?, y nos encontramos con un: “¿No será porque
lees demasiado las noticias del periódico?”. “Es normal, con lo
insegura que está la ciudad”. “Yo por eso traigo una falsa caja de
cigarros que paraliza al atacante con una descarga eléctrica, es un
aparato que venden en distintas formas”. “Pánico ¿de qué? ¡Por favor!
Pero si tú eres muy fuerte”.
Sería tan bueno evitar esos comentarios e intentar escuchar.
Escuchar sin juicios. Escuchar sin ofrecer “consejos”. Escuchar para
acompañar a la otra persona en su intento de entender lo que no
entiende. Su estado de alarma interior. “¿Qué me está sucediendo?”. Es
necesario que quienes padecen crisis de pánico tengan la posibilidad de
compartirlas con palabras y la posibilidad de ser escuchadas. Dato
duro: La mutua empatía nos ayuda a sanarnos.
No podemos- y creo que tampoco es nuestro deseo- descalificar los
síntomas de otra persona (sobre todo cuando nos es significativa) sólo
porque no los conocemos. Porque nos suenan “extraños”, “raros”. Porque
no responden a nuestra tendencia a explicar cuanto sucede en términos
de realidades tangibles. La racionalidad nos es indispensable, pero no
sólo somos seres racionales.
Elijo la palabra “síntomas” y escribo de manera específica del
ataque de pánico, pero todas/os estamos llenitos de síntomas, los
miremos a los ojos o no. A cada quien los suyos. Unos obstaculizan y
corroen la vida cotidiana más que otros, eso es cierto.
LA ANGUSTIA ES DOLOR MORAL
El miedo y el pánico son reacciones sanas de defensa ante una
amenaza exterior. Pero ante el ataque de pánico, una/o sabe que no hay
nada en la realidad que nos esté amenazando. Nada de lo que en ese
momento tengamos que defendernos. Y sin embargo, la escalada se da: Al
pánico inicial se suman la sorpresa y el miedo a perder el control. El
pánico llama al pánico. Los síntomas físicos pueden ser muy distintos:
sudor, temblores, taquicardia, sensación de asfixia y/o crisis de asma.
Opresión en el pecho. Sensación de parálisis en alguna parte del
cuerpo. Vértigo: la vivencia de que nuestro cuerpo puede derrumbarse en
cualquier momento, como si se precipitara hacia un abismo.
La crisis pasa, de la misma manera inexplicable en la que llega. El
pánico se esfuma. El miedo no. Es decir: tras una experiencia de pánico
súbito y sin motivos explicables, nos quedamos atrapados en el miedo:
¿Y si vuelve a suceder? Y sí, quien padece crisis de pánico –estallidos
de la angustia- sabe que su pánico no responde a ninguna realidad
inmediata. No porque -como le sugieren- la ciudad no sea todo lo
insegura que es, sino porque aprehende de una manera brutal, que lo que
le está sucediendo, es otra cosa. La procesión va por dentro.
¿A quién le aplicaría la descarga eléctrica cuando su angustia se
produce adentro de ella misma sin relación directa con la realidad? Nos
quedamos atónitos ante esa súbita descarga de terror que nos atraviesa
y nos paraliza a mitad de la calle, en el transporte, en el trabajo.
Todo iba “bien” y de golpe la realidad se altera: miramos los espacios
conocidos y hasta familiares como si nos fueran ajenos, se instala una
sensación de desprotección y distancia con las personas que nos rodean,
sentimos el acecho de un peligro grave e inminente. ¿Qué es esto? ¿De
dónde viene?
Una idea desesperada nos invade: nadie puede ayudarnos. Estamos
solos y desamparados ante un “enemigo” que amenaza con aniquilarnos.
No exagero ni un milímetro. Quienes han padecido crisis de pánico
recurrentes tendrían ganas de morirse de risa ante esa contenida y casi
pudibunda definición de angustia que ofrece el diccionario que cito
–solemne- allá arriba.
“La angustia es dolor moral”, dijo el psicoanalista Jacques Lacan.
La crisis de pánico es el grito de un dolor moral extremo -¿y remoto?-
al que hemos pretendido ignorar. Al dolor no le gusta ser ignorado.
Emerge. Apabulla. Muerde. Al dolor no podemos colocarlo –dado que es
nuestro- en el lugar del adversario. No es cosa de pelear con él, sino
de acercarse a él. Hablemos de las crisis de pánico: nos suceden –a
tantísimos- o nos han sucedido. No es que a una/o se le esté “zafando
un tornillo”, es que está sufriendo y no sabe por qué. Al pánico hay
que vencerlo, al dolor hay que escucharlo.
QUE LA OLA NO TE ARRANQUE DE LA PLAYA
Podría sugerir “medidas prácticas” que en lo personal me ayudaron:
Aceptar que sucede, que es angustia, que la angustia en esta
circunstancia específica es un llamado a no posponer, a analizarnos. A
tomarnos en mano. Tener muy presente que cada segundo parece eterno,
pero son segundos, minutos, horas en el peor de los casos. Y se esfuma.
¿Regresa? En muchos casos sí, en otros nunca más, según me han contado
quienes han vivido esta experiencia.
En un periodo de mi vida la angustia intensa y panicuda se
convirtió en mi inquilina indeseable. Entraba a la hora que se le daba
la gana pateando la puerta. Pero la fui conociendo a la condenada. Como
que una le toma la medida, le entiende las mañas. A ese pánico que se
manifestaba en ataques recurrentes (y asmáticos) le puse un nombre: “El
Cruel Yafar”, es un personaje de “El ladrón de Bagdad”.
Aprender a respirar. Los talleres de yoga. Entrar en contacto –si
una está en el espacio público- con otras personas: me detenía a
preguntar por una calle y otra y otra, compraba el periódico y
comentaba con el señor del puesto, entraba a una tiendita y pedía
consejo: ¿cuál es la marca más sana de barritas? Caminar y respirar.
Respirar y caminar. “Te conozco pánico, ya antes he convivido contigo y
no me has vencido”. “Así como hay algo desconocido en mí que te
produce, hay mucho conocido y desconocido en mí que va a vencerte”.
¿Suena tonto? Quizá así suene, pero una de las sensaciones
contenidas en las crisis de pánico es la de que te alejas de la
realidad, de los otros, del mundo. Como si te llegara una ola inmensa y
te arrancara de la playa. Entonces me concentraba en la amabilidad de
la señora de las barritas. También sucede que no sea amable la señora,
te vas a la siguiente tiendita y preguntas -con toda la ternura posible
– a la que intenta sofocar el pánico- por las cualidades nutricionales
del pan integral. No aislarse. Buscar contacto con los otros. Los
diálogos con El Cruel Yafar eran sobre todo mi técnica en la casa.
Cada quien inventa sus “mantras”. Sus frases indispensables. Sus
técnicas para volver a si misma/o. Por ejemplo: “Tú no eres más que un
espantajo aterrador Cruel Yafar, un espantajo que no vive si no te
alimento, aunque no tenga yo ni la menor idea de cómo comencé a
alimentarte. Lo que necesito saber está detrás de ti. Está en mí
oculto y grita a través tuyo, pero al mismo tiempo tus mascaradas
infernales me lo siguen ocultando”. Cuesta pensar cuando una está
habitada por la amenaza intangible.
“Al dolor no le gusta que lo ignoren. Ya te entendí. Andamos
conversando él y yo. Tú me asfixias. Me estorbas. En mi hogar interior
no hay lugar para ti”. También llegué al ras de tierra (ustedes
disculpen, estaba desesperada) de recurrir a frases de casi todas/os
conocidas: ¿Me estás oyendo inútil? Lárgate rata de cientos de patas
imaginarias”. En resumen: fue largo y fue horrible. Y sucede. Y un día
el pánico se “larga” corriendo sobre sus cientos de patas.
Hablemos de los ataques de pánico recurrentes. Al “enemigo” interior
hay que nombrarlo. Creo que el ataque de pánico recurrente tiene que
ver con la culpa, muchísimo. Con el dolor y con la culpa. Sentir culpa,
aclaro, no significa que en la realidad una sea o haya sido
“culpable”. Quizá sólo le explicaron que lo era. Es una sugerencia
analizar por los caminos de la culpa. Pero a cada quien sus mapas y a
cada quien su historia.
Me gusta pensar que El Cruel Yafar no va a regresar a intentar invadirme. Lo “acalambré”, le hice Knock-out. Me
tiene susto peludo. En todo caso, a ustedes –los que han vivido
–también- su irrupción en sus vidas- los abrazo. Nos abrazamos.
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