#NiUnaMenos
Las más recientes estimaciones de la Organización Mundial de la Salud
confieren a la violencia contra las mujeres el rango de pandemia. Como
fenómeno, la violencia contra las mujeres es prácticamente tan antigua
como la humanidad. Sin embargo, algo ha cambiado en las últimas décadas,
y lo ha hecho en forma acelerada: esa realidad ha sido reconocido como
problema y ha sido progresivamente redefinido, de problema individual,
privado y perteneciente a lo sumo a la “baja política”, a problema
social, público y merecedor de atención a nivel global.
La
cobertura periodística es indicativa de este cambio, no solo porque ha
crecido exponencialmente en los últimos años, poniendo el tema sobre el
tapete, sino también (y de modo más relevante) porque ha desplazado
gradualmente su marco interpretativo, desalojando a la noticia de la
crónica policial amarillista para presentarla, en notas de opinión y en
espacios de “información general”, como parte de un problema social más
amplio. Así, los medios han ido pasando (con distintas intensidades) de
presentar los casos de violencia contra mujeres en el marco del relato
del “crimen pasional” y de la anomalía conductual de individuos
enfermos, a analizarla como un fenómeno emergente de una cultura sexista
y violenta que somete y atraviesa los cuerpos de las mujeres.
Protagonismo de la sociedad civil
Estos
cambios, signados por la inserción del problema en el marco de la
narrativa de los derechos humanos, han sido el resultado de la labor
sostenida a lo largo de décadas por organizaciones feministas y de
promoción de los derechos de las mujeres en todo el mundo. Tal como lo
hizo notar Jürgen Habermas, los movimientos sociales y organizaciones de
la sociedad civil tienen la capacidad de funcionar como sensores de
situaciones críticas. Anclados en el mundo de la vida, son más sensibles
que los sistemas políticos y administrativos para percibir los nuevos
problemas, identificarlos y proveer marcos interpretativos para ellos.
De ahí que fueran ellos –y no los funcionarios públicos y líderes
políticos- los que llevaron a la agenda pública todos los grandes temas
de las últimas décadas.
Fueron, en efecto, las mujeres
autoorganizadas las que le pusieron un nombre al problema, encontraron
eco en una fracción del periodismo que, para la misma época, comenzaba a
comprometerse en redes de promoción de agendas mediáticas no sexistas,
se erigieron en voces autorizadas para interpretarlo, y cambiaron
definitivamente el modo de pensarlo. Tanto éxito tuvieron en su empresa
que lo que hasta no hace tanto fue un auténtico grito de guerra –“los
derechos de las mujeres son derechos humanos”- integra hoy el acervo del
sentido común de nuestras sociedades. La violencia contra las mujeres
es hoy aprehendida como una violación de los derechos humanos, un delito
a castigar, y un objeto legítimo de la política social.
Hay que
recalcar que el movimiento de mujeres fue el artífice de cambios
notables no solamente en nivel de la opinión sino también en el de las
instituciones y las políticas públicas. Así lo demuestra el interesante
artículo de Mara Htun y Laurel Weldon titulado, justamente, “Los
orígenes cívicos del cambio político progresista: La lucha contra la
violencia contra las mujeres en perspectiva global, 1975-2005” (American
Political Science Review, 2012). Sobre la base del análisis de datos
para setenta países a lo largo de varias décadas, las autoras sostienen
que la labor de movimientos de mujeres fuertes, autónomos y feministas
es la variable que da cuenta -en mucha mayor medida que factores
políticos como la presencia de partidos de izquierda o de mujeres en el
gobierno o factores económicos como el nivel de ingresos del país- del
cambio progresista de las políticas para combatir la violencia contra
las mujeres.
En suma, más allá de la efectividad de las políticas
adoptadas, sobre la cual no existe suficiente información, el problema
de la violencia contra las mujeres ha obtenido respuesta en el terreno
de las políticas públicas ante todo por efecto de la presión del
feminismo organizado, tanto en el espacio nacional como en redes
trasnacionales. Ni siquiera en la comunidad del activismo por la
justicia social o los derechos humanos el tema ha sido erigido en
prioridad en ausencia de dicha presión.
Violencia contra las mujeres
A
nivel global, la agenda de género tal como hoy la conocemos comenzó a
tomar forma entre los años ochenta –cuando comenzó a ser ratificada en
un país tras otro la Convención sobre la eliminación de todas las formas
de discriminación contra la mujer (conocida como CEDAW, por sus siglas
en inglés), adoptada en 1979 por la Asamblea General de las Naciones
Unidas- y los noventa, signados por el rol creciente de los movimientos
feministas y de mujeres en la fijación de la agenda del sistema de
Naciones Unidas –no solamente por su participación en la histórica
Conferencia de Beijing en 1995 sino también, y sobre todo, por su
capacidad para introducir la agenda de género en forma transversal en
todas las demás conferencias globales de la década (sobre población,
medio ambiente, derechos humanos, etc.). El primer gran hito en lo que
se refiere al reconocimiento del problema de la violencia de género tuvo
lugar, de hecho, dos años antes de Beijing, como resultado del esfuerzo
del movimiento femenino por poner en los derechos de las mujeres el
foco de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos (Viena, 1993).
El
debate en América Latina –en curso desde antes de Viena- cristalizó
poco después en la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y
erradicar la violencia contra la mujer, mejor conocida como Convención
de Belem do Pará (1996). Ratificada por los países de la región en los
años subsiguientes, ella dio origen a una cascada de legislaciones sobre
violencia contra la mujer -usualmente designada todavía como violencia
intrafamiliar o doméstica- y fue acompañada por la implementación de
diversos servicios de denuncia y asistencia a las víctimas. En los años
siguientes, sin embargo, éstos tendieron a ser tildados de deficientes y
problemáticos, y ello por razones no solamente de efectividad práctica
sino también de índole conceptual –en la medida en que, por ejemplo,
siguió siendo corriente la tipificación de la violación como delito
contra la honra, solo aplicable entonces a las mujeres reconocidas como
“honradas”. La legislación llamada “de segunda generación” recién se
abriría paso en la década siguiente.
Al mismo tiempo, el problema
de la violencia contra las mujeres permaneció en un lugar relegado de la
agenda global. Así, por ejemplo, no figuró entre los Objetivos de
Desarrollo del Milenio, formulados en el año 2000 con metas de
cumplimiento fijado, justamente, para el 2015 que corre; en cambio, la
lucha por la igualdad de género se centró casi exclusivamente en el
cierre de las brechas educativas y laborales (a pesar de que el logro de
este objetivo está fuertemente condicionado por el marco estructural de
violencia). Esta omisión recién comenzó a ser explicitada en los
últimos años, en particular en el marco del proceso de formulación de la
llamada Agenda Post-2015. Para ese entonces ya se había ido instalando,
en un principio en referencia exclusiva a los asesinatos de Ciudad
Juárez y luego como marco interpretativo de un problema que se repetía
con distintas intensidades en otras latitudes, el concepto de
feminicidio (o el ahora más popular anglicismo femicidio), definido como
el homicidio de una mujer por razones de género y progresivamente
recogido por legislaciones nacionales y resoluciones de organismos
internacionales.
Del dicho al hecho
La
violencia contra las mujeres es hoy un tema de la agenda global, y en
algunos (lamentablemente pocos) países ha llegado incluso a adquirir
relevancia en la agenda político-electoral, con presencia creciente en
los debates electorales, las promesas de campaña y las políticas
públicas. Desafortunadamente, no parece ser el caso en América Latina.
Tal como lo denuncian periódicamente organizaciones de defensa de los
derechos de las mujeres, la violencia de género sigue sin ser un tema
prioritario en la agenda política latinoamericana. Entretanto, los
cadáveres siguen apilándose.
En Argentina, epicentro de las
recientes movilizaciones contra la violencia de género, había sido
sancionada en 2009 la Ley de Protección Integral de Violencia contra las
Mujeres, que el movimiento feminista ha considerado una conquista
producto de sus luchas y que es catalogada como de segunda generación o
de vanguardia tanto por su conceptualización amplia de lo que constituye
violencia –ya sea física, sexual, psicológica, patrimonial o simbólica-
y de los ámbitos –doméstico, institucional, laboral, médico, mediático,
etc.- en los que ella tiene lugar, como por la batería de medidas que
prevé para combatirla. Entre sus escasos defectos se destaca el hecho de
que, un lustro después, esas políticas aún no han sido en su mayoría
reglamentadas, implementadas y/o financiadas. Allí se concentró pues la
acción de las organizaciones de mujeres, que ya desde hacía varios años
suplían al Estado en la labor de cuantificar el problema.
La
visibilidad que la difusión de cada nuevo conteo de víctimas de
feminicidio acabó dándole al problema, preparó el terreno para la
movilización. Ésta se estructuró en torno de un petitorio centrado en la
implementación plena del Plan Nacional establecido por la ley, la
provisión de garantías de acceso a la justicia y de protección efectiva,
la elaboración de un registro único de víctimas y de estadísticas
oficiales de feminicidios, y la implementación de un programa de
capacitación docente y prevención a nivel escolar.
Nuevamente, la
masiva movilización #NiUnaMenos, producida a principios de junio de 2015
en Buenos Aires y en decenas de localidades argentinas (con réplicas en
otros países de la región, incluido Uruguay), tuvo sus orígenes en la
sociedad civil. Lanzada en Twitter por un grupo de periodistas
vinculadas con el movimiento feminista, la convocatoria encontró terreno
fértil en un sociedad sensibilizada por la cascada de casos de
feminicidios de los últimos meses, y se viralizó por Facebook bajo la
forma de selfies con cartel de apoyo (a la vez que, sobre el terreno,
era apuntalada por innumerables organizaciones sociales y políticas). La
convocatoria virtual fue recogida por los medios impresos y
audiovisuales, primero en sus versiones digitales y luego en tapas de
diarios y programas de radio y televisión.
Si bien numerosos
políticos y funcionarios buscaron tardía y oportunistamente acoplarse a
ella, claramente la iniciativa se gestó por vías del todo ajenas a
aquellos. De hecho, con las notables excepciones de cuatro o cinco
mujeres políticas, insertas en diferentes partidos, casi no se habían
escuchado pronunciamientos sustantivos sobre el tema en las primeras
líneas de la política antes de que sobreviniera la catarata de
adhesiones. Astutamente, los organizadores respondieron a estos
ofrecimientos de apoyo con la contrapropuesta #DeLaFotoALaFirma,
desafiando a políticos y candidatos a comprometerse públicamente a
incluir el tema en sus campañas electorales y acciones de gobierno.
Consenso superficial
Lejos
de ser solamente una maniobra oportunista intentada incluso por
aquellos que, situados en posiciones de autoridad, hubieran podido pero
no habían hecho gran cosa para impulsar la implementación de las
políticas reclamadas, esta avalancha de apoyos reflejó un rasgo
fundamental del consenso generado torno de este tema. Tal como es
planteada, en efecto, la disyuntiva coloca a todos los actores en un
solo bando, dejando desierto el lado opuesto del campo político. Pues
¿quién podría (declarar públicamente) estar de acuerdo con los
asesinatos de mujeres? En ese sentido, el de la violencia contra las
mujeres no podría ser más diferente de ese otro tema-estandarte del
feminismo que es la legalización del aborto, que sí divide tajantemente a
la opinión pública y se constituye en un campo de batalla en el cual
miden fuerzas el movimiento feminista y el contra-movimiento
autodenominado “pro-vida”.
En un sentido más profundo, sin
embargo, ambas demandas abrevan de la misma fuente: el reconocimiento de
las mujeres como sujetos en posición de igualdad, seres autónomos no
necesitados de tutela. Así, si bien los alineamientos en torno de uno y
otro tema varían, la violencia contra las mujeres y la prohibición del
aborto se ubican en un mismo plano: el de la negación de la autonomía de
las mujeres para tomar decisiones sobre sus cuerpos y sus vidas. Como
bien lo señala Rita Segato, los actos de violencia de género son
acciones disciplinadoras, moralizantes y aleccionadoras aplicables a
aquellas que se han sustraído del lugar subordinado que les ha sido
asignado, poniendo de ese modo en cuestión todo el sistema de jerarquías
que otorga al hombre una posición dominante. Combatir desde la raíz la
violencia contra las mujeres supone desafiar el privilegio masculino,
objetar los roles de género y cuestionar las jerarquías a ellos
asociadas. El “consenso” del #NiUnaMenos, sin embargo, dista de basarse
en una convicción semejante. Quienes se oponen al aborto legal
privilegian otras consideraciones por encima de la autonomía de las
mujeres, y el resultado es una suerte de disenso honesto, sustentado en
un combate entre principios. El consenso observado en torno del tema de
la violencia contra las mujeres, en contraste, es de carácter
superficial en la medida en que no se sustenta en un consenso sustancial
en torno de los principios subyacentes.
Es allí, precisamente,
donde anidan las dificultades de la izquierda latinoamericana para
luchar contra una violencia que en muchos países exhibe aumentos que
parecen ser reales, es decir, no atribuibles solamente a la
disponibilidad de más y mejores mediciones sino también a una ola de
reacciones protectoras de los roles tradicionales por parte de quienes
se resisten al creciente empoderamiento de las mujeres latinoamericanas,
potenciada por la impunidad de que han gozado los perpetradores hasta
la fecha.
En muchos países de la región, el espacio político de la
izquierda está hoy ocupado por fuerzas que se reclaman de izquierda,
pero que son ante todo populistas y muy luego de izquierda (o, dicho de
otro modo, sustantivamente populistas y adjetivadas “de izquierda”). A
diferencia de la izquierda post-comunista europea, ellas exhiben
marcados rasgos de conservadurismo cultural. Puesto que la lucha a fondo
contra la violencia de género requiere del reconocimiento y la
promoción de la autonomía de las mujeres, el tema tiene tantas más
probabilidades de ser incorporado en la agenda de la izquierda y de
resultar en políticas efectivas allí donde la izquierda que gobierna
tiene una tradición más liberal, como es el caso de Uruguay, o –tal vez
en menor medida- en casos como el de Argentina, donde a decir de
Maristella Svampa prevalece un anómalo “populismo de los sectores
medios”. En todos los casos, sin embargo, las perspectivas de
incorporación de la temática a la agenda política del progresismo
seguirán dependiendo, aún más que de lo que haga la izquierda
partidaria, de la continuidad de la acción eminentemente política –es
decir, orientada a la ampliación los límites de lo posible- emprendida,
en cada país y en el marco de redes regionales y globales, por
movimientos de mujeres feministas y autónomos.
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