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Un juicio sumario y ligero llegaría a la conclusión que el
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, el movimiento armado de
las Autodefensas michoacanas y las movilizaciones sociales generadas a
partir de la desaparición de 43 jóvenes estudiantes de la Escuela Normal
Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, son eventos inconexos y
radicalmente distintos. Nada más falso.
Si bien es cierto que los apasionados debates que estos movimientos generaron en la prensa y opinión pública nos harían pensar que existen pocas coincidencias entre ellos, en el fondo estos eventos poseen una conexión profunda. Los tres son consecuencias perniciosas de la violencia desatada por la guerra contra las drogas en México y los tres reflejan el fracaso de las intervenciones estatales para generar desarrollo y alternativas de vida en muchas regiones del país. Veamos cómo.
Shocks de violencia
En el libro La doctrina del shock (2007), la escritora Naomi Klein, explica cómo se han implementado las políticas económicas “neoliberales” en gran parte del mundo. La autora argumenta que a través de desastres naturales o eventos traumáticos como los atentados terroristas, se ha afectado el estado anímico de la población, generando un ambiente de zozobra y conmoción. Bajo este telón, nos dice que muchos gobiernos han impulsado reformas impopulares: El golpe de Estado en Chile, la Guerra de las Malvinas, el 11 de septiembre o la crisis del huracán Katrina.
Más allá de la plausibilidad de la tesis de la periodista canadiense, su argumento no deja de ser sugerente. Pero no sólo eso, hoy en día contamos con una abundante literatura que, por ejemplo, estudia el vínculo entre eventos de represión y violencia política (traumáticos) y la manera en que se construye la memoria social.
Por otro lado, otro tipo de estudios profundiza en la relación entre catástrofes y los comportamientos colectivos. Es decir, la evidencia disponible muestra, de forma innegable, que ciertos eventos traumáticos impactan en la psicología de los grupos humanos y los obliga a tomar decisiones. A veces, la gente sencillamente se resigna. Otras veces se organiza para enfrentarse al evento.
En este sentido, propongo que usemos el concepto de shock de violencia para comenzar a entender cómo la sociedad ha respondido al brutal horror de la guerra contra las drogas y para comenzar a trazar criterios de comparación entre movimientos y protestas en apariencia distintos.
Morelos, Michoacán, Guerrero
Si el infierno de Dante tuviese más círculos, sin duda se incluiría a Michoacán y Guerrero. Como bien se ha documentado, ambos estados no sólo comparten fronteras territoriales, sino toda una red criminal que se estructura a partir del negocio del cultivo, producción y tráfico de drogas ilícitas y que tiene como pináculo el control de los delitos de fuero común y hasta la captura de los gobiernos municipales.
El problema es que no sólo se trata de una o dos bandas criminales, sino de decenas de éstas. En efecto, la guerra contra las drogas que inició en el sexenio calderonista fragmentó a los grupos criminales, lo que detonó una guerra entre éstas organizaciones por el control de los negocios.
El resultado ha sido los altos niveles de violencia que todos conocemos y que muchos viven, día a día. Además, esta violencia no sólo aumentó cuantitativamente y cambió cualitativamente, sino que también se expandió geográficamente. Hoy en día esos estados, junto con Morelos y el Estado de México constituyen un corredor de marginación, criminalidad y violencia.
El 2011 fue un año difícil para el estado de Morelos. Ese año moría asesinado el hijo del poeta Javier Sicilia, Juan Francisco Sicilia Ortega de 24 años, un evento sin duda traumático que gatilló el nacimiento de uno de los movimientos sociales más imaginativos y exitosos de los últimos años: El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
El evento ocurría en el contexto de una feroz guerra por el control territorial entre los grupos criminales Guerreros Unidos y Los Rojos. Por si fuera poco, las instituciones de seguridad municipal se encontraban profundamente involucradas con estas mafias. Todo esto, por supuesto, con la complicidad de políticos y autoridades locales.
En febrero de 2013, la región michoacana de Tierra Caliente despertó con el levantamiento de un grupo de hombres armados en las poblaciones de Tepalcatepec y La Ruana. Estos grupos se etiquetaron como autodefensas y pronto se expandirían por toda la región, generando una ola incontenible de violencia e incertidumbre acerca de las verdaderas intenciones del grupo armado.
Lo cierto es que Michoacán había sido territorio del “narco” durante años: Primero Los Zetas, más adelante La Familia Michoacana y, finalmente, Los Caballeros Templarios.
Durante una década estas organizaciones construyeron un sistema de expoliación de recursos y de sometimiento de la población de tal magnitud, que ya para 2013 habían estrangulado la economía de las poblaciones y despedazado la vida cotidiana de los pobladores. El alzamiento era inevitable.
Finalmente, el 26 de septiembre de 2014, la barbarie se filtró, nuevamente, en esta región y 43 estudiantes desaparecieron después de un ataque por parte de agentes municipales.
Pronto, la prensa y las pesquisas nos llevaron de la mano hacia el más profundo de los círculos dantescos: Los jóvenes no sólo se encontraban desaparecidos, sino que (al parecer) habían sido asesinados e incinerados. A la par de ese relato, la sociedad se organizaba y movilizaba. Con sus protestas exigía la presentación de los jóvenes, la pulcritud de las investigaciones –nunca lograda- y el fin de la violencia.
Sí, es cierto, quizás estos movimientos guardan hondas diferencias, pero son más sus coincidencias. Los tres emergen tras un shock de violencia. Un evento que, no por singular, deja de tener profundas raíces en nuestra sociedad y cuya causalidad inmediata se encuentra en las políticas de los gobiernos.
Todos estos movimientos se forman en una zona de mucha marginación, de enormes rezagos y violencia social. En una región en que las políticas de seguridad fracasaron, en que las autoridades se rindieron y las policías se vendieron. Pero, sobre todo, estos movimientos muestran que a pesar de la adversidad y la indiferencia, aún prevalece un fuerte espíritu de lucha y solidaridad en nuestra sociedad. A diferencia de la tesis de Naomi Klein, aquí, en México, el shock no siempre derrota, sino que muchas veces nos organiza y levanta.
@EdgarGuerraB
Si bien es cierto que los apasionados debates que estos movimientos generaron en la prensa y opinión pública nos harían pensar que existen pocas coincidencias entre ellos, en el fondo estos eventos poseen una conexión profunda. Los tres son consecuencias perniciosas de la violencia desatada por la guerra contra las drogas en México y los tres reflejan el fracaso de las intervenciones estatales para generar desarrollo y alternativas de vida en muchas regiones del país. Veamos cómo.
Shocks de violencia
En el libro La doctrina del shock (2007), la escritora Naomi Klein, explica cómo se han implementado las políticas económicas “neoliberales” en gran parte del mundo. La autora argumenta que a través de desastres naturales o eventos traumáticos como los atentados terroristas, se ha afectado el estado anímico de la población, generando un ambiente de zozobra y conmoción. Bajo este telón, nos dice que muchos gobiernos han impulsado reformas impopulares: El golpe de Estado en Chile, la Guerra de las Malvinas, el 11 de septiembre o la crisis del huracán Katrina.
Más allá de la plausibilidad de la tesis de la periodista canadiense, su argumento no deja de ser sugerente. Pero no sólo eso, hoy en día contamos con una abundante literatura que, por ejemplo, estudia el vínculo entre eventos de represión y violencia política (traumáticos) y la manera en que se construye la memoria social.
Por otro lado, otro tipo de estudios profundiza en la relación entre catástrofes y los comportamientos colectivos. Es decir, la evidencia disponible muestra, de forma innegable, que ciertos eventos traumáticos impactan en la psicología de los grupos humanos y los obliga a tomar decisiones. A veces, la gente sencillamente se resigna. Otras veces se organiza para enfrentarse al evento.
En este sentido, propongo que usemos el concepto de shock de violencia para comenzar a entender cómo la sociedad ha respondido al brutal horror de la guerra contra las drogas y para comenzar a trazar criterios de comparación entre movimientos y protestas en apariencia distintos.
Morelos, Michoacán, Guerrero
Si el infierno de Dante tuviese más círculos, sin duda se incluiría a Michoacán y Guerrero. Como bien se ha documentado, ambos estados no sólo comparten fronteras territoriales, sino toda una red criminal que se estructura a partir del negocio del cultivo, producción y tráfico de drogas ilícitas y que tiene como pináculo el control de los delitos de fuero común y hasta la captura de los gobiernos municipales.
El problema es que no sólo se trata de una o dos bandas criminales, sino de decenas de éstas. En efecto, la guerra contra las drogas que inició en el sexenio calderonista fragmentó a los grupos criminales, lo que detonó una guerra entre éstas organizaciones por el control de los negocios.
El resultado ha sido los altos niveles de violencia que todos conocemos y que muchos viven, día a día. Además, esta violencia no sólo aumentó cuantitativamente y cambió cualitativamente, sino que también se expandió geográficamente. Hoy en día esos estados, junto con Morelos y el Estado de México constituyen un corredor de marginación, criminalidad y violencia.
El 2011 fue un año difícil para el estado de Morelos. Ese año moría asesinado el hijo del poeta Javier Sicilia, Juan Francisco Sicilia Ortega de 24 años, un evento sin duda traumático que gatilló el nacimiento de uno de los movimientos sociales más imaginativos y exitosos de los últimos años: El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
El evento ocurría en el contexto de una feroz guerra por el control territorial entre los grupos criminales Guerreros Unidos y Los Rojos. Por si fuera poco, las instituciones de seguridad municipal se encontraban profundamente involucradas con estas mafias. Todo esto, por supuesto, con la complicidad de políticos y autoridades locales.
En febrero de 2013, la región michoacana de Tierra Caliente despertó con el levantamiento de un grupo de hombres armados en las poblaciones de Tepalcatepec y La Ruana. Estos grupos se etiquetaron como autodefensas y pronto se expandirían por toda la región, generando una ola incontenible de violencia e incertidumbre acerca de las verdaderas intenciones del grupo armado.
Lo cierto es que Michoacán había sido territorio del “narco” durante años: Primero Los Zetas, más adelante La Familia Michoacana y, finalmente, Los Caballeros Templarios.
Durante una década estas organizaciones construyeron un sistema de expoliación de recursos y de sometimiento de la población de tal magnitud, que ya para 2013 habían estrangulado la economía de las poblaciones y despedazado la vida cotidiana de los pobladores. El alzamiento era inevitable.
Finalmente, el 26 de septiembre de 2014, la barbarie se filtró, nuevamente, en esta región y 43 estudiantes desaparecieron después de un ataque por parte de agentes municipales.
Pronto, la prensa y las pesquisas nos llevaron de la mano hacia el más profundo de los círculos dantescos: Los jóvenes no sólo se encontraban desaparecidos, sino que (al parecer) habían sido asesinados e incinerados. A la par de ese relato, la sociedad se organizaba y movilizaba. Con sus protestas exigía la presentación de los jóvenes, la pulcritud de las investigaciones –nunca lograda- y el fin de la violencia.
Sí, es cierto, quizás estos movimientos guardan hondas diferencias, pero son más sus coincidencias. Los tres emergen tras un shock de violencia. Un evento que, no por singular, deja de tener profundas raíces en nuestra sociedad y cuya causalidad inmediata se encuentra en las políticas de los gobiernos.
Todos estos movimientos se forman en una zona de mucha marginación, de enormes rezagos y violencia social. En una región en que las políticas de seguridad fracasaron, en que las autoridades se rindieron y las policías se vendieron. Pero, sobre todo, estos movimientos muestran que a pesar de la adversidad y la indiferencia, aún prevalece un fuerte espíritu de lucha y solidaridad en nuestra sociedad. A diferencia de la tesis de Naomi Klein, aquí, en México, el shock no siempre derrota, sino que muchas veces nos organiza y levanta.
@EdgarGuerraB
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