Rafael Landerreche
¿Qué dirá el Santo
Padre, que vive en Roma?/ que le están degollando, a sus palomas. Así
cantaba la inmensa Violeta Parra a finales de los años sesenta, cuando
florecía la primavera de la música latinoamericana con otros grandes
como Víctor Jara, Mercedes Sosa, Amparo Ochoa, Atahualpa Yupanqui y
muchos más. Prácticamente al mismo tiempo, el último citado, Atahualpa,
cantaba el otro lado de la moneda: Que Dios vela por los pobres, tal vez
sí, tal vez no/ pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón. Esos
poetas del pueblo, que son los más grandes poetas aun cuando nunca
reciban el premio Nobel, supieron captar lo más profundo del alma
popular, de tal manera que podemos decir con precisión que prácticamente
los 500 años de historia de la relación entre el pueblo latinoamericano
y la Iglesia, entre la Iglesia y el pueblo latinoamericano, ha oscilado
entre esos dos polos: entre un pueblo que percibe la religión como
aliada del opresor y un pueblo que ve en la religión la más profunda
fuente de su consuelo y su fortaleza; entre una Iglesia que come en la
mesa del patrón y una Iglesia que hace suya la voz de los pobres y clama
al cielo cuando están degollando sus palomas.
Don Samuel Ruiz, que fue obispo de la diócesis de San Cristóbal desde
aquellos casi legendarios años hasta el fin del siglo pasado, solía
contar la anécdota de su llegada a la diócesis chiapaneca, cuando lo
llevaban a comer a la casa del patrón, como era la costumbre (el
finquero para decirlo en términos locales), y mientras él comía en la
casa grande, una multitud de indígenas esperaba en las afueras de la
misma sin probar bocado, sin un cafecito siquiera para animar los
agotados miembros y, además, como lo descubrió al entablar conversación
con ellos, habiendo entregado rigurosamente su cooperación para la
fiesta del obispo. Al darse cuenta de tamaña injusticia, don Samuel
decidió nunca más volver a comer en la mesa del patrón… y lo demás es
historia, incluyendo, por supuesto, el odio que le agarraron los
patrones y el amor que todavía le tienen los indígenas. Cinco años
después de la muerte del tatic, la diócesis de San Cristóbal tiene la
suerte de recibir la visita de un Papa que también ha entendido que la
Iglesia traiciona la misión que le encomendó su fundador si se olvida de
preferir a los pobres y que ya desde antes de aterrizar en este suelo
ha denunciado al sistema injusto que, sin ningún escrúpulo, degüella a
sus palomas cuando se trata de conservar su poder y sus ganancias.
Desgraciadamente, lo que debería ser la regla para la Iglesia no
siempre lo ha sido, y lo que vivió esta diócesis con Samuel Ruiz sigue
siendo una excepción (aunque gracias a Dios no la única) dentro de la
Iglesia (católica) mexicana. En cuanto a lo que a escala global estamos
viviendo con el papa Francisco, es como una inesperada brisa suave de
primavera, después de lo que algunos teólogos llamaron el largo invierno
eclesial. Es cierto que Francisco mismo ha dicho que él no está
inventando nada, que lo que él dice está dentro de la tradición de las
enseñanzas sociales de la Iglesia, y en su revolucionaria encíclica
sobre nuestra casa común cita las enseñanzas de sus predecesores, desde
Juan XXIII, incluyendo a los papas de ese supuesto invierno eclesial,
Juan Pablo II y Benedicto XVI, para mostrar esa continuidad.
Pero aunque sí es cierto que existe tal continuidad doctrinal,
también lo es que no todos han logrado de la misma manera mostrarse
como la encarnación viviente y eficaz de tales enseñanzas teóricas. Los
papas anteriores a Francisco, particularmente Juan Pablo II, no pudieron
desembarazarse de la maraña de condicionamientos impuestos por la
burocracia de una institución que, por más que proclame su origen
divino, no deja de ser humana, en especial de los condicionamientos
ideológicos y alianzas fácticas de la guerra fría, a los que
Juan Pablo II era particularmente vulnerable dada su experiencia
evidentemente negativa con el comunismo en Polonia. El tristemente
célebre viaje de Juan Pablo II a Nicaragua, en la época de la
presidencia imperial de Ronald Reagan, es un doloroso ejemplo del poder
de tales condicionamientos.
Mientras el pueblo nicaragüense inmerso de lleno en una experiencia
sandinista trataba de construir una sociedad más justa (que incorporaba
notables elementos cristianos), el gobierno de Estados Unidos
desencadenó contra la pequeña Nicaragua (Ay, Nicaragua, nicaragüita,
cantaba Mejía Godoy, otro de los grandes de la música latinoamericana)
la infame guerra de la contra que, encima, fue financiada con dinero
proveniente del narcotráfico (sobre esta cuestión es altamente
recomendable ver la película estrenada el año pasado, Maten al mensajero).
En esas angustiosas circunstancias los creyentes nicaragüenses
esperaban con ansia la visita del Papa que vive en Roma, autoproclamado
mensajero de la paz, con la esperanza de que una palabra suya contra la
injusta guerra del imperio ayudara a Nicaragua a rencontrar el camino de
la paz con justicia y dignidad. Pero esas esperanzas fueron cruelmente
defraudadas e incluso contradichas. Juan Pablo II no dijo una sola
palabra en contra de esa guerra, y en cambio dejó huella indeleble del
regaño a los líderes sandinistas, en particular al monje y poeta rebelde
Ernesto Cardenal. Éste y otros tres sacerdotes molestaban
particularmente al imperio porque su presencia en el gobierno sandinista
estorbaba su intento de presentar la revolución de Nicaragua como una
amenaza más del comunismo ateo. La honda herida dejada en el pueblo
nicaragüense por esa actuación papal tendería naturalmente a acercar el
péndulo al otro polo que mencionamos al principio, el de Atahualpa
Yupanqui.
Pero hoy los vientos en la Iglesia católica han vuelto a cambiar
gracias a un Papa latinoamericano (paisano del gran Atahualpa, por
cierto) y a ese espíritu que sopla donde quiere. Atahualpa remataba sus
coplas
dudantes(como él mismo se calificaba en contraposición a los
creyentes) con los versos: Hay un asunto en la tierra más importante que Dios/ y es que naide escupa sangre, pa’ que otro viva mejor. De eso se trata, podría sin duda decir Francisco, pero acotaría: no es que sea más importante que Dios, es que ésa es la única y verdadera forma de dar gloria a Dios.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario