2/06/2016

Mi regalo

   CRISTAL DE ROCA
Por: Cecilia Lavalle*

Llamó mi atención de inmediato. Y no es que ella hubiera hecho algo especial; es que era evidente que aceptaba lo que la vida le traía y, al mismo tiempo, estaba dispuesta a exprimirle hasta la última oportunidad.

Para cuando usted lea estas líneas, yo estaré a punto de cumplir 55 años; lo cual, como usted bien sabe, me hace muy feliz.

En mi corte de caja salgo con saldo a favor. Llego a la mitad de mis cincuentas con buena salud, gran entusiasmo, proyectos y sueños. Es decir, muy lejos de querer arriar velas y guardar mi barco, como se dictaba en el pasado a las mujeres que cumplían mi edad.

Pero cuando vi a esa mujer, me dije: “¡Ésa es la actitud!”.

De baja estatura y gruesa complexión, la señora tendría 75 años, acaso más de 80. Caminaba con dificultad. Necesitaba dos bastones, uno en cada mano, para mantener el equilibrio. Sin embargo, en su rostro no se veía dolor, ni enojo, ni frustración.

Avanzaba despacio, a su ritmo. Pedía ayuda o la aceptaba si la necesitaba; pero la rechazaba gentilmente si no le era preciso. Todo en ella parecía decir: “Acepto”.

Tuve oportunidad de observarla a lo largo de tres días en que coincidimos en el hotel donde ambas estábamos de vacaciones.

Pero donde me dio mi regalo fue en la alberca.

Ahí me tiene con medio cuerpo al agua, recargada en una de las paredes de la piscina, disfrutando eso que en Italia llaman “el placer de no hacer nada”. En eso el animador invitó a clases de “aqua aerobics”.

Yo me acomodé dispuesta a no mover sino el corazón de puro gusto, pero ni un solo músculo más. Y en eso la vi meterse despacio a la alberca, con un traje de baño de un espléndido color azul turquesa.

A continuación la vi divertirse en grande. Brincó lo que pudo, y movió los brazos o las piernas o la cabeza tanto como sus limitaciones se lo permitieron.

En una de esas la vi separarse discretamente del grupo. Pero el instructor se acercó, algo le dijo, y entonces ella puso un brazo en el hombro de aquel joven, el otro brazo en el hombro de una compañera que se acercó solícita, y siguió tan campante.

Al final, todo el grupo le regaló un fuerte aplauso, que aceptó con gratitud. Luego, una mujer mayor, acaso su hija, la ayudó a salir de la alberca y le dio sus bastones, con los que trabajosamente caminó a su camastro.

Casi podría asegurar que esa mujer pensaba que si se moría esa noche le había exprimido a la vida hasta la última gota. Y fue en ese instante en que dije en voz alta: “¡Ésa es la actitud!”.

A mis 55 años declaro que lo que me reste de vida trataré de aplicar la invaluable lección que me regaló esa mujer: Aceptación.

Aceptar lo que soy ahora: una mujer de 55 años, que lidia con algunos malestares de su menopausia, que a ratos tiene la energía de una mujer de 20 años y la claridad de una de 60; y a ratos la energía de una mujer de 80 y las dudas de una de 12.

Aceptar el cuerpo que se me instala sin mi permiso. Aceptar las arrugas y los achaques que se me acomodan aquí y allá. Aceptar mi nuevo ritmo, que me exige más pausas. Y aceptar, también, cada oportunidad que me regale la vida para reírme a carcajadas y ser feliz.

Sí, recibí mi primer regalo de cumpleaños de una mujer con la que nunca cruce palabra. Así son los grandes regalos de la vida, ¿verdad?

Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com.

*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, e integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.

Cimacnoticias | México, DF.-

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