En las últimas
modificaciones a la Ley de protección de los derechos de niños y
adolescentes, lo más destacable es la creación del Sistema Nacional de
Protección Integral, que nos obliga a las familias, a la escuela, a los
gobiernos municipales, estatales y a la federación a la comunicación
entre dependencias, a la coordinación de acciones para garantizar los
derechos promulgados, ya desde la primera versión, en tiempos del
presidente Zedillo.
Mientras la enseñanza básica debiera de centrarse
en el desarrollo de todos los lenguajes: el materno, si se trata de
niños indígenas, el español como lengua materna y nacional, las
matemáticas y el computacional como lenguajes universales, el científico
como el lenguaje del conocimiento humano, el artístico como el lenguaje
de la existencia social y el lúdico como el lenguaje del ocio
convivencial; la educación básica debiera de centrarse en un solo
lenguaje y en una sola cultura: los derechos humanos. No sólo como
discurso, no sólo como contenido informativo-jurídico, sino como
cultura.
El mejor sistema nacional de prevención y protección
integral de los derechos de los niños y adolescentes y de cualquier
persona, independientemente de su condición, es la forja de una cultura
de derechos humanos. Asunto eminentemente educativo y no totalmente
escolar, porque se aprende en la convivencia familiar, en el juego, en
la calle, en la ciudad y obviamente también en la escuela, en cuanto
segunda experiencia de socialización.
El problema que tenemos los
adultos, en cuanto educadores potenciales, en la cultura de los
derechos humanos, es que somos primitivos, no hemos desarrollado esta
dimensión cultural. Y no me refiero a las criminales violaciones de
desapariciones forzadas, de ejecuciones camufladas de enfrentamientos,
montajes que impiden el debido proceso, trata de personas o abuso
infantil. Todas ellas expresiones extremas de la cultura del crimen
organizado, dónde el estado participa por omisión, incapacidad, abuso de
poder o intereses particulares de la clase política. Cultura difícil de
erradicar porque los erradicadores están del lado de quienes debieran
de ser erradicados. Son los mismos.
Me
refiero a la cultura que podemos construir en nuestra vida cotidiana de
respeto, tolerancia, discusión apasionada de los disensos para construir
los pequeños consensos de la vida familiar; me refiero, como principio,
a la educación incluyente de toda diversidad, asumiéndonos cada uno
como únicos y diferentes, y no como administrativamente lo estable hoy
la escuela: alumnos “regulares e incluidos”. Ambos adjetivos, en su
calificación, aunque bien intencionada, es discriminatoria. El adjetivo
regular mientras califica a un conjunto descalifica la individualidad de
los integrantes. El calificativo incluido subordina al individuo a un
“modelo” o parámetro prevaleciente y hegemónico.
Por lo general,
prevalece la discriminación bien intencionada, a la discriminación de
mala leche. Este es el mayor reto de la cultura de los derechos humanos:
dejar a un lado nuestras buenas y finas intenciones para darle entrada a
las “dudosas” intenciones del otro. Una educación en la apertura
contribuye a la cultura de los derechos humanos, de la ciencia, del arte
y de la convivencia.
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