Uno
de los mayores obstáculos para el combate de la violencia contra niñas,
adolescentes y mujeres adultas es un vacío conceptual cuya dimensión
supera largamente cualquier esfuerzo por desarrollar una sociedad
igualitaria. La contraofensiva ante las denuncias de violencia de género
se apoyan en argumentos como “los hombres también sufren violencia”,
equivalente a colocar bajo un mismo rasero dos realidades opuestas, una
de las cuales se sustenta en un poder de la masculinidad establecido a
través de los tiempos y perpetuado en las sociedades modernas casi
intacto.
Pero esto hay que ponerlo en términos mucho más sencillos si se desea
permear esa resistencia a la aceptación del fenómeno. Lo primero es
explicar por qué los hombres no sufren violencia de género. La
definición de este tipo de violencia debería ser suficiente para aclarar
el concepto, pero mejor es ir al detalle y obtener un panorama más
amplio, remitiéndonos a la generación misma del trato diferenciado entre
hombres y mujeres. Es decir, el momento mismo desde el cual se marca la
escala de valor: la perspectiva del sexo del nonato.
En todas las
civilizaciones antiguas y modernas las expectativas ante el nacimiento
de un nuevo miembro de la familia tienden a favorecer al género
dominante, es decir, el masculino. Durante el proceso de crianza en el
núcleo familiar, a los niños varones se les inscribe en un estatus
superior de autoridad y privilegios en comparación con sus hermanas, lo
cual refleja como un espejo las relaciones de la pareja. El hombre debe
ser proveedor, protector e independiente. La mujer debe ser obediente
(mandato dado desde la ceremonia nupcial) y dependiente de la autoridad
masculina. Su papel limitado a servir y dedicarse a la crianza de sus
hijos.
Es ahí, en ese preciso instante, en donde se plasma el
modelo de violencia y discriminación que perdurará durante el
crecimiento y desarrollo de la personalidad. Es la convicción de
superioridad impresa en un género, contrastada con la inferioridad del
otro. La mujer dócil, sumisa y obediente será el prototipo de lo
femenino, mientras el hombre fuerte, agresivo y dominante será la
contraparte masculina en un modelo supuestamente ideal.
Esta
manera de marcar roles no solo constituye una limitación evidente en el
desarrollo de las niñas; también encierra a los niños en un chaleco de
fuerza muchas veces contrario a su natural evolución, transformando a
ambos en seres incompletos y frustrados.
La violencia, entonces,
termina por ser una forma casi inevitable de expresión inducida por la
visión limitada establecida por estereotipos sociales y culturales de
cómo deben ser y manifestarse las relaciones entre ambos sexos, así como
la manera “correcta” de definir sus características. Entonces, el
dominio de un género por sobre el otro se manifiesta sin más límites que
los impuestos por la forma de crianza, la educación y el autocontrol.
Las leyes, por lo general, han sido tan permisivas ante la violencia de
género como la sociedad en la cual se desarrollan estas relaciones.
La
única manera de reducir la violencia de género, por lo tanto, reside en
un esfuerzo legal y educativo enfocado en este fenómeno cuya dimensión,
precisamente por ser connatural a la cultura imperante, pasa
inadvertido para la mayoría. La igualdad de derechos es mucho más que
una parte del discurso correcto. Es un cambio de mentalidad y un
compromiso incondicional de respetarla en todos los aspectos de la vida.
Es comprenderla en toda su enorme complejidad.
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