Abraham Nuncio
La Jornada
Donald Trump no tenía
que estar en una campaña política para que su mentalidad operara como
la de cualquier magnate: el que tiene menos dinero que yo es un ladrón.
Simplemente extrapoló su primitiva manera de pensar a su país: los que
tienen menos dinero que Estados Unidos –aunque buena parte la deba– le
han
robadoempleos a su país. ¿No fue un presidente republicano, Ronald Reagan, el responsable de que miles de empresas abandonaran territorio estadunidense para ir a buscar mayores utilidades donde pudieran explotar intensivamente fuerza de trabajo más barata, menos protegida por el Estado y, si esclava, mejor?
En la penúltima década del siglo XIX, el presidente republicano
William McKinley elevó el arancel al mineral de hierro que exportaba
México a Estados Unidos para proteger a los dueños de minas de su país.
Esto hizo que los Guggenheim montaran la primera siderúrgica en
Monterrey para tratar el mineral y evitar el elevado pago de ese
impuesto. Una medida similar a la de McKinley tomaría Trump al modificar
el TLCAN, con lo cual lograría que los mexicanos, como él quiere,
paguemos el muro erigido por nuestro socio y aliado, como llamó Peña
Nieto a Estados Unidos al desearle éxito a Trump.
Un siglo después, México conoció el fenómeno de la industria
maquiladora, que operó con la misma lógica de la siderúrgica
estadunidense, pero con menor contribución a nuestro desarrollo. No sólo
eso, sino con un régimen de explotación laboral que se ha destacado por
su brutalidad. El mismo, sin embargo, que nuestros conciudadanos
encuentran con frecuencia en los lugares donde trabajan en Estados
Unidos.
La maquiladora de lencería Acapulco Crescent se instaló en Guadalupe,
un poblado periférico de la capital de Zacatecas. Reclutó en lo
esencial personal femenino. Eran jóvenes que provenían del campo. Un
grupo de ellas nos contó su historia a quienes manteníamos la Oficina de
Investigación y Difusión del Movimiento Obrero, una asociación civil
fundada en 1980. Su lucidez, su capacidad de oratoria, su valentía, eran
admirables.
El grupo venía a solicitar la solidaridad de los trabajadores de
Monterrey para su movimiento. Las jóvenes luchaban por su reinstalación
en el trabajo –varias habían sido echadas ilegalmente de la empresa y
con la complacencia de las autoridades–, el reconocimiento a su
organización sindical y la titularidad del contrato colectivo.
Habían roto la esclavitud en la que las mantenía la empresa. Ya en
los primeros años de los ochenta, 65 por ciento eran madres solteras.
Hasta entonces les estaba prohibido hablar entre ellas durante la
jornada laboral. Ésta era extenuante: nueve horas y media, con media
hora para comer y restricciones para asearse. Las condiciones de
operación e higiene no eran adecuadas y con ello se producían numerosos
accidentes de trabajo. Algunas de las obreras se quedaban dormidas
frente a la máquina de coser y las agujas les perforaban las manos.
Otras, por el clima asfixiante de la fábrica y por las sorpresas
infaustas de los embarazos no planeados entre sus compañeras, padecían,
sin motivo, la interrupción de su ciclo menstrual. Otras más tenían
pesadillas: carretes de hilo gigantescos se les venían encima, las
máquinas de coser les pinchaban los dedos, las tijeras se les encajaban
en el cuerpo. Una prueba de que los sueños pueden ser de clase.
Emancipadas las jóvenes campesinas del régimen patriarcal, que
las educaba en el silencio y la obediencia, habían caído en un silencio
y en un sometimiento más ominoso: el del capitalismo neoliberal.
Pudieron, sin embargo, adquirir conciencia de sí mismas y de su
condición social mediante la recuperación de la palabra y la
participación en la práctica democrática de la asamblea.
Esas obreras nos dieron un invaluable ejemplo. Ante la adversidad,
nada de lloriqueos. A las consecuencias del garabato político que se
impuso en las recientes elecciones de Estados Unidos –con la ayuda de un
pregolpe de Estado urdido por la FBI–, es preciso enfrentarse con
imaginación y entereza.
Se ha empezado a percibir que el golpe nos empieza a devolver a los
mexicanos conciencia e identidad deslavadas en uno más de los impulsos
de absorción de la sociedad mexicana por el imperio estadunidense.
Tenemos mucho por hacer, sobre todo los sectores más conscientes y
críticos. Si lográramos tender un gran puente entre los mexicanos
residentes en Estados Unidos y los que vivimos en México, es posible que
pudiéramos construir una gran fuerza. No podemos eludir en esta
coyuntura una misión que involucra la supervivencia de nuestro pueblo,
que es el que vive en ambos lados del Bravo, y la contención de
prácticas y antivalores que ya en el pasado han costado miles de
sufrimientos y vidas. Consiste en establecer relaciones intensas con
organizaciones estadunidenses coincidentes con esta misión.
Esa necesidad se la escuché decir, en una intervención vibrante y
sencilla, al historiador y maestro emérito de la Universidad de
California David R. Maciel en el momento de recibir el Premio José C.
Valadés al Rescate de Memorias y Testimonios, instituido por el
Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México,
que dirige la historiadora Patricia Galeana.
En Estados Unidos puede fortalecerse un movimiento que rompa el poder
del monopartidismo de los negocios (las dos alas responsables de
impulsar al buitre siniestro cuya finalidad es la misma: despojar,
depredar, avasallar). Con ese movimiento sería preciso converger. En
México cojeamos del mismo pie.
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