Eduardo Ibarra Aguirre
Los mexicanos viven (vivimos) con la Constitución en la boca, para todo la invocan. Pero la que se autodenomina clase política
desgració el vocablo con el uso y abuso ilimitados, y dentro de algunos
días comenzará la retahíla de frases grandilocuentes para festejar el
centenario. Para eso se pinta sola la “clase”, aunque es la primera,
junto a los poderes facticos, en violentarla. La existencia de éstos
muestra que la ley de leyes no rige en el país.
El
artículo 129 de la Carta Magna precisa que en tiempos de paz ninguna
autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta
conexión con la disciplina castrense. Pero desde hace 20 años con
Ernesto Zedillo, empleado de trasnacionales a las que favoreció como
presidente, cobró carta de naturalidad temporal la utilización formal del Ejército en tareas de seguridad pública.
Cuatro
lustros después, Enrique Peña solicita a los diputados que aprueben la
iniciativa de su partido y de los secretarios de la Defensa y Marina,
quienes también legislan, para “dotar a las fuerzas armadas de un marco
jurídico para investigar y actuar contra amenazas que pongan en peligro
la estabilidad, la seguridad interior o la paz pública, como el
narcotráfico o la corrupción”.
Acción
Nacional en la Cámara de Diputados cerró filas con el llamamiento
presidencial y exigió “aprobar con urgencia la iniciativa”. Reveló que
Ricardo Anaya –el de los discursos contra la corrupción pero él gana 40
mil pesos al mes y gasta 400 mil– ofreció al divisionario “dar un marco
jurídico a las fuerzas armadas para mantener a los militares en las
calles”.
Sin embargo,
Salvador Cienfuegos dijo a los integrantes de la Comisión de Defensa que
“se insiste en mantener a los militares en tareas de seguridad pública
cuando su preparación no es para ser policías”. El general secretario
tiene claro que la temporalidad ya rebasó todo límite y que la
incompetencia de los civiles para hacerse cargo de la seguridad pública,
los obligó a realizar tareas policiacas y, agrego yo, con altísimos
costos para los derechos humanos porque soldados y marinos están
formados para aniquilar enemigos.
Como
apunta el constitucionalista Elizur Artega, que se viole cotidianamente
la Carta Magna “no legitima lo que se hace ilegalmente”. Para ello
tiene que modificarse la Constitución. O bien, precisa César Gutiérrez
Priego, defensor de los militares emboscados en Culiacán, Sinaloa, como
lo prevé en su artículo 29 suspender las garantías y derechos
individuales en estado de excepción, lo que permitiría a los militares
actuar como pretenden lo hagan.
Lo
anterior significaría que el grupo gobernante actual y sus antecesores
reconozcan el estrepitoso fracaso de los programas y políticas punitivas
contra las drogas, dictadas desde Washington, mientras la quinta
economía del mundo, California, legaliza el consumo lúdico de la
mariguana.
La Organización
de las Naciones Unidas expresa, a través de Santiago Corcuera,
preocupación porque algunas disposiciones de la iniciativa son
violatorias del derecho a la privacidad y no garantizan el debido
proceso; “Que cada quien se dedique a lo que es especialista y los
militares no lo son para la seguridad pública”; mientras el improvisado
Renato Sales jura que el país no se está militarizando, porque “el mando
sigue siendo civil en los operativos contra la delincuencia
organizada”. Hilarante si no estuviéramos a las puertas de la legalización de la milicia en tareas policiacas, trasgrediendo letra y espíritu de la ley de leyes y del derecho humanitario.
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