IPS
Cada vez que un
migrante cruza por la entrada al albergue La 72 en esta localidad del
sureste de México, en el estado de Tabasco, él lo ve pasar. Y cada vez
que alguien sale, le abre el paso.
Como muchos más, este joven
salvadoreño llegó huyendo de la violencia de América Central. Lleva aquí
más de un año y medio, en espera de una visa humanitaria para dejar el
puesto de guardia y volver a empezar su vida. Mientras, intenta superar
el trauma que lo hizo abandonar su país con la tarea sencilla de abrir y
cerrar la puerta del albergue.
La 72, Hogar Refugio para Personas
Migrantes, es el principal centro de atención en la frontera sur de
Tabasco a los miles de centroamericanos que cada año entran a México en
camino al norte. Su nombre es una forma de recordar el asesinato de 72
personas en un rancho en San Fernando, en el noroccidental estado de
Tamaulipas, en agosto de 2010.
En el transcurso de los años, el
perfil de la casa se ha modificado. Aún es una zona de descanso y
recuperación de la violencia para quienes llegan del sur. También se ha
convertido en un espacio de asesoría a las personas que, como el
vigilante de la puerta, iniciaron el trámite para que se les reconozca
como refugiados en México.
La mayor parte hondureños y
salvadoreños que ya no quieren llegar a Estados Unidos, y que tan solo
buscan un lugar para vivir en paz.
Tenosique, donde se encuentra
el albergue, es un punto clave por el que cruza una ruta migratoria que
ha ganado relevancia desde que el Plan Frontera Sur endureció los
controles migratorios en México. Cruza por la selva del Petén en
Guatemala, y entra a Tabasco a través del río Usumacinta o por un
inhóspito paraje.
Así como aumentó el flujo migratorio por esa ruta, también las solicitudes de refugio de quienes la cruzan.
Los
voluntarios de La 72 son testigos. El año pasado ayudaron a tramitar
120 solicitudes de refugio, y en lo que va del 2016 van 370. De igual
manera, la organización Asylum Access, que colabora con el refugio,
reconoció la necesidad de que se otorgaran visas humanitarias a más de
600 personas. El año anterior reconocieron 300 casos.
Es 12 de
noviembre. El vigilante de La 72 abre la puerta a 30 integrantes de la
Misión de Observación Internacional de Derechos Humanos (MOIDH), una
iniciativa formada por 11 organizaciones para hacer visibles los abusos
contra migrantes y comunidades indígenas que defienden sus tierras de
megaproyectos que explotan sus recursos.
El grupo de activistas
sigue dos de las rutas que el Plan Frontera Sur obligó a tomar a miles
de migrantes. Son caminos en la selva, parajes inhóspitos o zonas
controladas por la delincuencia en la frontera entre México y Guatemala.
Antes
de llegar aquí, la misión cruzó la tierra de nadie, donde no hay
albergues ni ayuda humanitaria para los migrantes. La ruta, dicen, más
peligrosa de todas.
En La 72 los activistas escuchan a una centena
de hombres, niños, jóvenes y adolescentes de Guatemala, Honduras, El
Salvador. Uno a uno, cuentan las razones de su exilio, los abusos en el
camino. Algunos hablan de secuestros masivos, algo que según las
autoridades mexicanos no existe.
Apenas un día antes de la visita,
la Procuraduría General de la República (PGR) anunció la liberación de
29 hombres jóvenes y 8 menores de edad secuestrados en Villahermosa,
luego de que una de las voluntarias del albergue recibió la llamada de
una mujer de Guatemala para alertar que su sobrino estaba secuestrado
por sicarios del cartel Los Zetas en una casa de seguridad en la capital
de Tabasco.
El personal del albergue ha documentado 77 casos en lo que va del año, la mayoría en la ciudad de Cárdenas, cercana a Tenosique.
También
aumentó el abuso de agentes del Instituto Nacional de Migración,
quienes usan balsas de goma y toletes eléctricos en sus operaciones… A
pesar de estar prohibido.
A 60 kilómetros del albergue La 72 se
encuentra Corozal, una comunidad de unas cuantas calles a unos pasos de
la frontera con Guatemala. Por ahí pasan muchos de quienes luego llegan a
Tenosique.
Ahí también está una choza pequeña, con paredes de
madera sin lijar y techo de lámina que apenas deja pasar la luz. Es una
iglesia. El lugar donde hace ocho años el catequista Andrés Toribio
atiende a migrantes que recién cruzaron la frontera.
En lo que va de 2016 el joven y otros dos vecinos del pueblo han atendido a 900 personas, todas en busca de refugio en México.
A
veces también los mueve por la zona para evitar los secuestros que
ocurren a 200 metros de su casa. Es algo que le causa problemas con
agentes del INM quienes lo acusan de traficar personas. De coyote, pues.
“Tuve
tiempo así, como con un miedo, la gente de migración me lo dijo así
gritando. Yo ya no quería seguir, porque arriesgo mi vida y la de mi
familia”, cuenta Andrés Toribio, aunque quizá ése sea el menor de sus
problemas.
Porque ya son varias veces que las bandas locales de tratantes de personas lo han querido reclutar.
“Hace
poco vinieron dos muchachos a mi casa, hace como un mes. Sabemos que
trabajas en esto, pero queremos que trabajes para nosotros. Te vamos a
traer un día al patrón para que recibas a las personas acá”, dice,
casual.
Corozal y sus alrededores se han convertido en una nutrida
ruta de migrantes en ambos lados de la frontera. El flujo aumentó a tal
grado que incluso la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur)
promueve la instalación de un albergue en el pueblo.
Toribio ya
ayudó a construir otro en Santa Elena, departamento de Petén en
Guatemala. Se trata de un espacio pequeño, con apenas 50 camas porque la
gente que recibe padece otros problemas, la extorsión de policías
locales. Tan común que se considera parte de la cuota por el viaje. Eso,
sin embargo, es menos de lo que viven a unos kilómetros, cuando pisan
suelo mexicano.
La otra cara del desplazamiento humano
Si
no fuera por la carretera y las plantaciones de caña de azúcar, palma
africana y árboles de corcho, todas las tierras de entrada a México por
el rumbo que va a Palenque estarían cubiertas de árboles y selva. El
verdor parece querer tragarse todo: las casas, las veredas e incluso a
las personas. La tierra es blanda, como una esponja que abreva del
Usumacinta y lanza una sofocante humedad con el calor
Cuando la
Misión de Observación salió el 10 de noviembre de Ciudad de Guatemala,
tenía claro recorrer dos de las rutas que han usado cientos de miles de
migrantes centroamericanos. Pero en el camino encontró conflictos que
también provocan desplazamiento humano: el despojo de tierras por
grandes compañías mineras y agrícolas.
Empresarios y hacendados,
según los testimonios recogidos por la misión, suelen contratar
pistoleros que atacan a las comunidades indígenas para obligarlas a
huir. La estrategia de terror es solapada –cuando no apoyada
directamente- por autoridades que, en lugar de sancionar la agresión,
obligan a las víctimas a firmar una “reconciliación”.
Es una especie
de convenio donde los pistoleros se comprometen a no repetir la
violencia. Casi nunca cumplen, dicen organizaciones civiles.
Eso
le ocurrió a Mario, un indígena quiché que denunció la agresión a su
esposa y sus hijos. Hombres armados les dispararon cuando limpiaban su
huerta de frijol. La mujer recibió dos tiros pero al responsable local
del Ministerio Público no le importó. Su respuesta fue “conciliar” con
los agresores.
“Es una forma de lavarse las manos”, explica Jorge
Luis Morales, abogado de la Unión Verapacense de Organizaciones
Campesinas (UVOC), una organización que protege el derecho a la tierra
en varias zonas de los departamentos de la Alta y Baja Verapaz, así como
del Izabal, en la frontera con México.
Esta forma de presión ha
causado desalojos y desplazamientos de cientos de familias indígenas a
zonas urbanas, e incluso la búsqueda de oportunidades fuera del país,
denuncian algunos campesinos que conforman la UVOC. “Se van a vender
chicles o tacos o a ver qué, para sobrevivir”, cuentan.
Tan solo
en la región del Río Polochic en los primeros días de noviembre, 38
familias fueron desplazadas, según la UVOC, y en lo que va del año otras
400 sufrieron el problema.
La ribera del Polochic es una zona
rica para el cultivo, que a mediados de la década de 2000 comenzó a ver
la llegada de agroindustrias extranjeras. Poco a poco las tierras se
fueron llenando de campos de palma africana, usada para la producción de
biodiesel y la extracción de diversos aceites.
Las familias de la
zona exigen parar los desplazamientos y la criminalización de su lucha,
pero ante la falta de justicia sólo les queda la ironía: “Sí. Vamos a
conciliar, para que si nos matan, nos maten más suave”, bromean.
La
agresión directa es sólo una estrategia. La otra es dividir a las
comunidades. El 11 de noviembre los participantes de la Misión vivieron
de cerca sus efectos. El grupo llegó al pueblo de Sayaxché para
encontrarse con 40 vecinos que contaron a los activistas de su denuncia
contra la empresa Reforestadora de Palmas de Petén (Repsa), a la que
acusan de contaminar el río La Pasión.
En la reunión los vecinos
de Sayaxché detallaban el problema cuando la lluvia les obligó a
refugiarse en un salón cercano. Entonces se dieron cuenta que, mezclados
entre ellos, había varios representantes de “La Palma”, como llaman a
la empresa. La junta se suspendió.
De Tenosique, la misión
internacional siguió su recorrido hasta Palenque y Salto del Agua, una
comunidad a la que los migrantes llegan a cuenta gotas porque la
violencia los dispersa. Este 16 de noviembre, en San Cristóbal de las
Casas, se encontró con la Caravana de madres centroamericanas que buscan
a sus hijos desaparecidos en México.
Este artículo fue originalmente publicado por En el Camino, un proyecto dePeriodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.
Revisado por Estrella Gutiérrez.
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