Miguel Concha
Al asumir el pasado 2 de enero
la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el
ministro Arturo Saldívar Lelo de la Rea reivindicó, entre otras cosas,
la independencia del Poder Judicial frente a los demás poderes y órganos
del Estado, aunque significativamente añadió que
independencia no es aislamiento, independencia no es intolerancia, independencia no es romper el diálogo.
En el mismo sentido, aunque con distintas palabras, se expresó el
pasado 7 de enero el magistrado Rafael Guerra Álvarez al tomar posesión
como nuevo presidente del Tribunal Superior de Justicia de Ciudad de
México.
“No sólo somos en ocasiones un notorio contrapeso –dijo-, sino más
bien el reforzamiento social que implica que estamos para ayudar a
aplicar la justicia pronta, imparcial y expedita, no para retardarla o
destruirla. Para lo cual somos independientes y autónomos”.
La autonomía, sin embargo, no debe tampoco confundirse con la
autorreferencia, ni basta para garantizarla la voluntad política de sus
actores o los necesarios cambios administrativos para generar una mayor
confianza en la ciudadanía. Son indispensables cambios institucionales
que aseguren reformas estructurales urgentes en la forma de administrar
justicia. Un paso adelante se dio en este sentido con la nueva
Constitución de Ciudad de México, al abrirse la Judicatura, acotar la
presidencia del Tribunal Superior a un solo año y al contar con un
Consejo Judicial Ciudadano designado de manera indirecta por el Congreso
local, que será el encargado de nominar las ternas de las que el
Legislativo elegirá a los magistrados.
Todo ello, desde luego, dependiendo de que el Congreso de la ciudad
elabore oportuna y congruentemente las leyes constitucionales que harán
posible su vigencia, previniendo que alguien vaya a tener la mala
ocurrencia de querer retroceder en conquistas ciudadanas tan
importantes, avaladas por la SCJN, para apoyar la continuidad inercial
en el ámbito federal.
Y por lo que se refiere a los órganos autónomos, aunque en ocasiones
sus integrantes hayan sucumbido también a la tentación del uso de su
poder, no en beneficio de la sociedad sino de su persona o grupo
político, hay que admitir que sin duda han aportado a la democratización
de la vida pública del país.
Ello no obstante, pensamos que para incrementar su vínculo con la
sociedad, debe darse un paso adelante. La naturaleza especializada de su
actividad hace que se piense en que los que ocupen sus espacios
ciudadanos sean seleccionados en función de su prestigio, aunque ello no
los exima de tener lazos fuertes y amplios con la sociedad y sus
liderazgos.
Constituye en efecto una tarea pendiente complementar su estructura
con instrumentos para un contacto permanente y efectivo con amplios
sectores de la ciudadanía. Añadamos que la transformación del régimen
político y sus instituciones no es sólo un asunto de democracia, sino
también de desarrollo.
No puede haber consensos sobre la producción y distribución de los
bienes generados por el país, si no se dan espacios para poder decidir
democráticamente cómo incentivar la producción para crecer y distribuir a
la vez. La falacia neoliberal de que primero hay que crecer y luego
distribuir fue el pretexto para posponer indefinidamente la
redistribución, conteniendo por la vía política los salarios y negando
los recursos para salud y para educación.
Las experiencias de los países llamados desarrollados demuestran que
sólo se puede tener crecimiento sostenido y estabilidad política si se
hacen las dos cosas a la vez. Y por supuesto que el criterio de
democratización y desarrollo tiene que ser la garantía irrestricta e
integral de todos los derechos humanos.
En síntesis, un régimen político tiene que ser capaz de ampliar la
democracia, el desarrollo y, en consecuencia, los derechos humanos para
la transformación de la nación. Y para ello se requiere gobernar con la
mirada puesta mucho más allá del sexenio.
Es indispensable un régimen de transición que tenga como meta un
futuro mejor para los mexicanos, sobre todo para los niños y los
jóvenes. Para todos aquellos cuya esperanza parece a veces ser la única
capaz de lograr los cambios que anhelamos y cuya frustración podría
conducir a que en la desesperanza se vuelva la mirada a los mismos de
siempre, o a los nuevos que propongan lo mismo de siempre.
La cara del siglo XXI tiene ya tres rasgos indiscutibles: la
democracia, con amplia participación de la sociedad en los asuntos
públicos; un desarrollo que permita a las personas desenvolver sus
potencialidades en los ámbitos económico, social, político y cultural, y
los derechos humanos, única posibilidad de afirmar la dignidad de la
persona.
Hay sociedad que tiene propuesta y fuerzas para impulsarlos, si esto
se complementa con un gobierno capaz de comprender su tarea de colaborar
para construir el futuro. Podríamos entonces pensar que la patria para
todos, que siempre hemos anhelado, comienza a convertirse en realidad.
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