Ya desde la campaña, el presidente Andrés ManuelLópez Obrador lo
advertía a diario: “se acabarán los huachicoleros de arriba y los
huachicoleros de abajo”.
A medidos de diciembre, López Obrador, perfilaba el asunto al
advertir que la violencia, recrudecida particularmente en Guanajuato, se
relacionaba con esa actividad ilícita. No era el narco, ni las
actividades delictivas que implican organización y logística, como en
pasadas administraciones.
El asunto es de especial complejidad si nos ceñimos al discurso
público: una operación que motiva (por escases y por compras de pánico,
cuya medición no es transparente aun) un desabasto de combustible y, el
llamado constante a la población a apoyar la medida (que según encuestas
como la de Reforma del pasado viernes 11 goza de aprobación).
De entrada, la forma en que se operó obligó el involucramiento
ciudadano que, mayoritariamente, nada tiene que ver con el robo o el
consumo de combustible robado, excepto cuando lo adquiere sin saber su
origen en una gasolinera, algo que podrían identificar –como lo han
hecho, cruzando ventas de Pemex con ventas en gasolineras– sin crear el
desabasto.
Luego, planteada como una necesidad para erradicar el huachicoleo,
dos aspectos motivan la incógnita: el primero, sobre la efectividad de
largo plazo de la medida pues a menos que el gobierno se proponga
mantener una vigilancia permanente en los ductos pareciera enfrentar un
circulo vicioso; el segundo, es que lo único que podría inhibir el robo
de combustible, como ocurre con toda actividad delictiva, es la eficacia
del sistema de procuración e impartición de justicia, es decir,
erradicar la impunidad en un sistema alterno –así lo ha descrito López
Obrador—que involucra a funcionarios de Pemex.
Y una vez más, el discurso plantea complejidades no resueltas y declaraciones aparentemente contradictorias.
Hasta hoy, el gobierno de la República ha anunciado la consignación a
un juez de cinco expedientes, que involucran a tres exfuncionarios de
Pemex; además, se tienen indicios de la participación de un
exfuncionario más de la petrolera, así como de un exalcalde y un
exdiputado local, cuyas cuentas cuentas han sido congeladas por la
Unidad de Inteligencia Financiera de la secretaría de Hacienda.
Si bien es cierto que la secrecía de los procesos penales impide por
lo pronto conocer los nombres de los implicados, también lo es que por
los perfiles expuestos no parece tratarse de personalidades destacadas
de la vida pública, no implica por lo pronto a quienes, podríamos llamar
“peces gordos” que nadan en huachicol.
No tendría que ser necesariamente así, excepto porque el presidente
López Obrador ha sido insistente en que sus antecesores son responsables
de toda la corrupción y los demás, sólo chivos expiatorios. En este
asunto no se pronuncia por la impartición de justicia, pues propone
someter a consulta eventuales procesos, insistiendo en que él prefiere
un “punto final”.
Por supuesto, es factible, como ocurre en toda investigación de gran
calado –y en caso de que esta lo sea, como se dice y parece ser–, que a
partir de indiciados de escasa importancia se llegue a los cerebros y
grandes beneficiarios de esa actividad delictiva y, por lo tanto, sigue
siendo temprano para determinar el éxito o fracaso de la medida.
De lo que no cabe duda es que López Obrador es audaz en el manejo
político de sus decisiones y que, como él mismo ya anunció, este es el
primero de otros grandes asuntos que abordará en el futuro con poca
transparencia y control personalísimo de la información, conductas por
las que, dado el respaldo popular que tiene, resulta difícil el
escrutinio.
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