Ilán Semo
Durante años, sociólogos,
historiadores y politólogos se han preguntado por la mecánica profunda
que, desde hace más de una década, hizo posible la multiplicación
abrasiva y exponencial de lo que hoy bien podrían llamarse las
industrias del crimen organizado. El término de industria no sólo alude a
su extensión, masividad y febrilidad, sino a su estructura misma:
conglomerados basados en una compleja división del trabajo, que
requieren de miles y miles de reclutas, sicarios, especialistas y
laborantes y son capaces de adaptarse a las circunstancias del robo de
combustible en un ducto remoto que atraviesa la Sierra de Puebla o a la
exportaciónmasiva y cotidiana de gas líquido desde Tamaulipas para surtir a empresas de la Shell o la Texaco.
La teoría común es que su origen se remonta a los años 80 cuando los cárteles
mexicanos ingresaron al mercado global del narcotráfico. A partir del
sexenio de Fox sus dominios se habían extendido a la venta de
protección, el derecho de piso, la extorsión y el secuestro. Hasta
llegar a anclarse en territorios fijos en una simbiosis con ciertos
aparatos del Estado y los cuerpos policiacos y militares. Pero si se
observa con el mínimo detalle la actual campaña contra el huachicoleo,
los pronósticos que se hacían sobre los alcances de la colusión entre
la esfera política y el crimen organizado se quedan en las minucias. Sea
cual sea la cifra inferior que se deriva del robo y venta ilegal de
combustibles –¿30 mil mdp?, ¿40 mil mdp?, ¿50 mil mdp?– , se trata de
estructuras criminales de proporciones gigantescas, con ingresos fijos,
mercados extensivos, redes de influencias de dimensiones nacionales e
incluso trasnacionales. Y todo esto tan sólo por el concepto de robo de
combustibles.
Si se repasan algunas de las crónicas que periodistas y reporteros
elaboraron en los pasados años, la geoeconomía de las industrias del
crimen ha devenido pasmosa. Situadas ya en múltiples ramas de la
producción y el consumo, sus dominios actuales alcanzan la industria
energética (Pemex y CFE), la farmacéutica (robo y reventa de
medicamentos destinados a la salud pública), el sistema financiero
(lavado de dinero, sistemas compulsivos de préstamos, fraudes en nóminas
casi siempre de trabajadores del Estado), la minería (expropiación de
territorios, microestados de excepción), la expoliación de migrantes en
camino hacia Estados Unidos, la construcción y la vivienda y tantas
otras. La lista es ya larga y crece día a día. Ni hablar de los ingresos
crecientes que provienen del propio narcotráfico, que hoy incluyen a
sus versiones químicas y la exportación de heroína.
Una hipótesis inicial podría ser la siguiente: se trata de una
auténtica zona negra de la economía nacional en la que se abducen
capitales del Estado para transferirlos a la reproducción de un capital
fantasma, en manos sobre todo de las empresas globales. Coca-Cola es un
buen ejemplo de ello (es decir, Femsa).
La cruzada contra el robo de combustibles que AMLO mantiene
nerviosamente en sigilo, arroja ya preguntas cuyas respuestas nadie
parece tener en la mano. ¿Cómo combatir todo esto? No se trata tan sólo
del capo de un cártel. Aquí están involucrados administradores
de Pemex, partes del sindicato, miembros del ejército, gobernadores,
gasolineras, empresas enteras, etcétera. Si a Pemex se le han extraído
durante años 20 por ciento de sus ingresos, no es casual que su deuda se
encuentre en la estratósfera. Todo con el fin de mantener la
estabilidad y la gobernabilidad –como se vio durante la semana del
desabasto.
Una parte de la opinión pública clama, con razón, por arrestos,
juicios y prisión a los responsables. La pregunta es por dónde comenzar.
¿El funcionario de Pemex? ¿El delegado sindical? ¿El administrador de
la empresa que adquiere el huachicol? ¿El banco que admite los depósitos del cártel negro? ¿Los capos huachicoleros?
¿El militar que se hizo de la vista gorda? ¿Los dueños de las
gasolineras? No alcanzarían ni los juzgados ni las cárceles. Para
erradicar una estructura social hay que modificar las bases mismas de
esa estructura y sustituirla por una nueva. Esta estructura se llama
hoy: los narcomercados. Ese es el legado central de los
regímenes que se iniciaron con Salinas y culminaron con el de Peña
Nieto. ¿Es posible transformar a un narcomercado en una sociedad de mercado en la que sus agentes y sus reglas se rijan por la mínima legalidad y transparencia?
No es la primera vez que un proceso de modernización desemboca en un
abismo parecido. Sucedió en el siglo XVIII en Inglaterra y en el siglo
XIX en Estados Unidos. Max Weber lo llamó un
capitalismo de bucaneros. Ambas sociedades lograron sortear la desgracia.
La estrategia de AMLO persigue desfondar socialmente al crimen
organizado –sin duda una innovación- y reforzar la capacidad coercitiva
de la presidencia –la Guardia Nacional–. El dilema es que sin una nueva
institucionalidad social, esto desemboca inevitablemente en el
reforzamiento de la presidencia en sí. La más antigua y perentoria de
las opciones de la política mexicana.
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