Más allá de sus formas –para muchos cuestionables, e inclusive,
desproporcionadas—desde el 1 de diciembre pasado el país se ha
encontrado frente a una galería de excesos, comodidades y despilfarros
imposibles de justificar.
En muchos sentidos, la opulencia con que se atendían los gobernantes
se había tornado normalidad, pues en un país que ha vivido bajo un
presidencialismo de contrapesos menores –hasta hoy— nadie entre la clase
gobernante parecía dispuesto a señalar lo que a final de cuentas les
beneficiaba a todos.
El espectáculo inició con la apertura de la residencia oficial de Los
Pinos al público, con sus estancias palaciegas, su diferentes casas y
salones, que aun con su desmantelamiento –por cierto, hasta hoy no
explicado–, son testimonio de la vida de lujo para los gobernantes de un
país donde la pobreza crece año con año.
Siguió con la exhibición del avión presidencial y sus amenidades,
lujo llevado a marmóreas superficies, donde no había juegos de sala sino
juegos de tronos acojinados y alcoba presidencial.
En su expresión más reciente, la revelación el pasado martes 29 del
parque vehicular que tenía a su cargo el Estado Mayor Presidencial, se
ha convertido en motivo de asombro, con sus vehículos de lujo, Audi y
BMW, de blindaje especial y millonario costo; con sus decenas de
camionetas que solían verse en caravanas de achichincles a los que se
les facilitaba el paso o bien, de su extraño inventario de tractores,
tractocamiones y motocicletas.
Aun falta por conocer la flota aérea del gobierno federal que se rematará en marzo.
Aun así, la exhibición adolece de nombres de los usuarios; de los
beneficiarios concretos de esos excesos. Por ejemplo ¿en cuál casa vivía
Peña Nieto? Quiénes usaban los vehículos de lujo? Conoceremos las
bitácoras de vuelo para determinar cuándo estuvieron al servicio
personal y familiar la alta burocracia?
Es asunto necesario porque, entre otras razones, lo pendular de la
política hace renacer hasta los peores, que ahí está el matrimonio
Calderón-Zavala presto a construir un nuevo partido; porque quienes no
han llegado a la Presidencia se reconfiguran en otros cargos de elección
popular y, sobretodo, por un sentido mínimo de derecho a saber en qué y
por quién se usaron los bienes de la nación.
Lo tangible importa. Justo ayer se dio a conocer por el propio López
Obrador que el director del Infonavit ganaba 700 mil pesos mensuales,
una cantidad que rebasa toda noción salarial.
Si nos atenemos al desarrollo de estos meses fue en eso, los
salarios, en donde inició el recuento de exhibición de excesos, pero
nunca como hasta ayer se había mostrado el rostro feo de la indolencia
con ese volumen de dinero ni en un área tan sensible para la población.
Escribo sensible porque Infonavit es la única alternativa para la
clase trabajadora de adquirir una vivienda, aun en las condiciones
persistentes de precarización de los derechos sociales.
“Los puntos” de Infonavit son objeto de broma constante; su tasa de
interés y condiciones de crédito están diseñadas para no perjudicar la
competitividad de los intereses leoninos que imponen los bancos
privados, beneficiarios a su vez de los programas para combinar
recursos… y aun así, cuando mucho alcanza para una vivienda mínima, en
un sector apartado y con materiales de baja calidad.
Falta mucho por saber y es necesario saberlo con nombres. La sola
revelación del salario en Infonavit ofende y, en este caso, es posible
ponerle cara: la del priista hidalguense David Penchyna, un nombre que
no se debe olvidar dado que con su ostentación impune ofende la
desgracia de millones de mexicanos. Como él, faltan más, muchos más.
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