Venezuela es un país de más de 30 millones de habitantes. No es nada
pequeño. Su riqueza natural ha sido sostén de la economía, el petróleo,
cuyo volumen de producción sigue en caída a pesar de contar con las
mayores reservas en el mundo. El producto interno continúa disminuyendo
mientras la inflación anual ya se mide en porcentajes de millones.
Venezuela es un país que en pocos años ha vencido el analfabetismo,
brindado medicina, vivienda y escuela a quienes antes carecían de lo
indispensable. Ha superado en gran medida la extrema pobreza, pero, en
tal proeza, se ha empobrecido como país. Esta contradicción no puede ser
superada con la sola perseverancia del partido gobernante, sino que
reclama un cambio en la política económica.
El centro de la disputa ha sido desde un principio la renta
petrolera. Durante décadas, una burguesía triunfante se apoderó de los
beneficios del petróleo, compraba todo con esas divisas en Estados
Unidos mientras acaparaba el gran comercio, los medios de comunicación,
los transportes y otros servicios. Los capitalistas venezolanos han sido
los más parasitarios de América desde el destronamiento de los cubanos,
hace más de 50 años.
El bipartidismo, posterior a la caída de la dictadura de Pérez
Jiménez, impuso una democracia deforme y corrupta en cuyo centro siempre
estuvo el reparto de la renta petrolera a costa de la generación de
enormes centros de pobreza alrededor de las ciudades. Desde ahí bajaron
un día los pobres a apoyar a Hugo Chávez, un militar golpista que había
estado varios años en prisión, luego de los cuales no menguó su
popularidad. Eso ocurrió hace 20 años.
En 2002, Venezuela sufrió un golpe de Estado en el que se
autoproclamó presidente el líder de la organización patronal
(Fedecámaras), con el apoyo de la oposición política. La asonada fue
derrotada dos días después con el rescate del presidente Hugo Chávez,
encarcelado en una isla. Luego se produjo una huelga petrolera ruinosa
para el país y, después, un referéndum revocatorio en el cual Chávez fue
confirmado. Entre cada uno de esos acontecimientos se producían
frecuentemente protestas, campañas, forcejeos, bloqueos, escándalos,
fuga de capitales, manipulaciones económicas: la lucha política más
encarnizada en el Continente.
Las contradicciones se profundizaron a la muerte del caudillo del
socialismo bolivariano. En 2013, Nicolás Maduro llegó a la presidencia
con el 50.61% de los votos contra el 49.12% de su contrincante, Henrique
Capriles, pero, en 2015, la Mesa de Unidad Democrática, que agrupaba a
toda la oposición, obtuvo el 56.3% de la votación para elegir a los
diputados. Bajo el sistema electoral venezolano se conformó una mayoría
de 112 escaños de un total de 167. Tres lugares permanecieron en
condición suspensiva por anulación, los cuales les impedían a los
opositores controlar los dos tercios, porcentaje necesario para tomar
las resoluciones más trascendentes.
Desde el día de la derrota electoral del chavismo, la unión de los
opositores anunció que removería al presidente de la República por la
vía de declararlo ausente. Eran los mismos que, 13 años antes, habían
participado en el revertido golpe contra Chávez y todos los otros
poderes constitucionales. Son los mismos que ahora han vuelto sobre sus
propios pasos al declarar vacante la Presidencia del país.
No hay en América Latina una oposición política, organizada en
partidos legales, que haya sido más abiertamente golpista que la
venezolana.
Entre tanto, la provocación desde ambos bandos ha conducido a la
frecuente represión de la fuerza pública y a la prisión política como
respuestas que no mejoran en nada la posición del gobierno.
Una de las bases de sustentación de la fuerza opositora sigue siendo
la disputa en pos de la riqueza petrolera, aun cuando la renta de esta
ha disminuido. Pero, además, grandes segmentos de la clase media
desprecian lo mismo a los trabajadores urbanos que a todos los demás
pobres. Los universitarios egresados de las escuelas de medicina se
negaban a trabajar fuera de sus ciudades, luego de lo cual el gobierno
tuvo que abrir planteles en otras partes con estudiantes de otros lados:
hay en Venezuela una furia social poco conocida por su intensidad en el
resto del Continente.
El gobierno del socialismo bolivariano se concentró en sus propios
proyectos redistributivos mediante el uso de la mayor parte de la renta
petrolera, con lo cual desatendió la infraestructura e ignoró casi todo
el campo de las inversiones directamente productivas. Al tiempo, se
introdujeron las máximas regulaciones sobre casi toda clase de empresas y
el mercado exterior. Es entendible que, en tales condiciones, lo que se
ha llamado la guerra económica de los ricos tuviera enormes éxitos, en
especial cuando el precio mundial del crudo se redujo.
Los capitalistas venezolanos no hubieran alcanzado sus objetivos de
boicot económico sin la desastrosa política del gobierno de Maduro. Ya
desde antes, bajo los esquemas de utilización de la renta petrolera y de
gestión de la economía trazados por Hugo Chávez, la desestabilización y
la recesión se apreciaban como algo seguro. Con Nicolás Maduro, ya
nadie lo podía poner en duda.
No parece existir, sin embargo, en el seno del Partido Socialista una
alternativa política para modificar el camino. Los embates opositores
y, ahora, las descaradas conspiraciones extranjeras, llevan al chavismo a
aglomerarse detrás de la muralla.
El orden constitucional ha sido roto por una golpista oposición
mayoritaria en la Asamblea Nacional y por un gobierno que desconoce al
Poder Legislativo. Ni los diputados tienen cobertura constitucional para
desconocer al titular del Poder Ejecutivo ni el gobierno puede dotar a
la llamada Asamblea Constituyente, por él mismo convocada, con poderes
que no sean sólo los de redactar una nueva carta magna, de la cual no se
ha escrito un solo renglón.
Ningún poder se encuentra operando por entero dentro de la legalidad,
excepto las fuerzas armadas que no son un poder constitucional. Este es
el dato más estremecedor de la actual crisis política venezolana.
Las negociaciones entre la oposición y el gobierno de Maduro han sido
infructuosas y, ahora, se observan como inviables. Los opositores
quieren que se les entregue todo el poder por completo, sin condiciones
ni demoras. Pero eso sólo lo podrían hacer los militares, siempre que
éstos se encontraran unidos en tal propósito, luego de lo cual podrían
empezar las confrontaciones armadas.
Es evidente que la represión, hoy mucho más que antes, conspira
contra el represor, el gobierno. Entre más violencia se produzca, entre
más peligro de confrontaciones armadas se aprecie dentro y fuera del
país, mayor fuerza decisiva tendrán los militares, lo cual es justamente
lo que busca Donald Trump.
Un acuerdo podría consistir en la sustitución de Nicolás Maduro por
un nuevo vicepresidente ejecutivo, nombrado por el Partido Socialista y
aceptado, al menos, por algunas otras fuerzas políticas, pero, para
ello, se requerirían negociaciones sensatas y leales, las cuales han
sido rechazadas de antemano por el ahora candidato a usurpador y por su
patrocinador, el inquilino de la Casa Blanca.
No existe nada en el discurso y los actos de la coalición extranjera
encabezada por Estados Unidos que no sea la exigencia de un golpe
militar que derroque a Nicolás Maduro e imponga a un tal Juan Guaidó.
¿Un gobierno impuesto por Estados Unidos con el uso de las bayonetas
venezolanas, que serían traidoras por definición, tendría algún futuro
en la Venezuela de nuestros días? ¿Luego del derrocamiento del gobierno
de Maduro y, necesariamente, del Tribunal Supremo de Justicia, podría
realizarse en los siguientes 30 días (Art. 233 constitucional) una nueva
elección bajo condiciones de normalidad y con un encargado del poder
impuesto desde la Casa Blanca?
¿Quiénes, en México, quieren llevar al gobierno de nuestro país a
ubicarse en un plano contrario a la Constitución para convertir, por vez
primera, al Estado mexicano en potencia extranjera interventora, aunque
no tuviera que enviar tropas? Que levanten la mano bien en alto para
poderlos ver.
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