Felipe Cazals*
Desde que el primer cineasta
mexicano, Salvador Toscano, escogió el ángulo exacto para dejar un
testimonio veraz del paso triunfante de la revolución armada, y hasta
que Rubén Gámez nos hiciera entender de una buena vez, en La fórmula secreta,
testimonio filmado desde el mismo ángulo, para mostrarnos cómo esa
misma revolución armada se había engañado a sí misma volviendo sobre sus
pasos de puntitas, lo sobresaliente del cine nacional transcurrió entre
la comercialización de esa revolución abortada y convertida en un mito
intocable, así como en todo un repertorio posible de copias calcadas del
teatro de farsas de bulevar.
Tendrían que imponerse los talentos de Julio Bracho, Isamel Rodríguez
y Luis Buñuel, para que el cine mexicano dejara de ser un
entretenimiento de poca monta. Luego, y sin escalas, el cine mexicano,
entró por la puerta del olvido... y de las canciones. Su prestigio
pertenecía a su prehistoria, ignorada por la mayoría.
Es hoy, cuando Roma, de Alfonso Cuarón, resurge como la obra
de un cineasta capaz y consciente de su clase social, retomando con
fibra la estafeta extendida por Jorge Fons, Paul Leduc y Arturo
Ripstein, los realizadores de los años 70 del siglo pasado, ahora
arrinconados por haber sido representantes de un cine veraz e inflexible
en su propuesta.
La oferta que representa Roma, de Cuarón, no se mide sólo en
su virtud de ser una película de calidad internacional, sino, además,
nos ofrece la confirmación de un cineasta recio y buen conocedor de a
quien representa hoy, en un país devastado por la corrupción y colgado
de la brocha, que tiene la esperanza puesta en sus creadores, en que no
den la espalda a un futuro distinto.
* Cineasta
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