Un día antes de la marcha feminista –contra la violencia policiaca y toda forma de violencia misógina–
del lunes doce de agosto, Magali, una niña de seis años que pasaba sus
vacaciones con su abuelita en Cuernavaca, fue violada, tasajeada y
asesinada con cuchillo adentro de su casa. ¿El feminicida? Un vecino que decidió entrar a la casa
a robar un tanque de gas. Sí, un tanque. La niña lo reconoció, y, él,
ya estando allí: ¿por qué no violarla y matarla? Después, cargó el
tanque de gas en su espalda y se echó a andar.
12 de agosto. 16 de agosto. Muchachas valientes, fuertes de sus tantas fragilidades. Aterradas. Disruptivas. Sororas. Con el puño en alto. Con la frente en alto. Rostros cubiertos o no. Exigen justicia. Lo mínimo, lo indispensable: respeto a la integridad de sus personas, de sus cuerpos. Tan necesitadas de acompañamiento y tan dispuestas a acompañarse. Entre ellas. “A mí no me cuida la policía, me cuida mi amiga”. Las que crecieron con las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Las que crecieron cuando la palabra “feminicidio” ya era indispensable: la realidad superaba los términos previstos por la ley.
“Homicidio”
ya no bastaba, ante aquellas/estas nuevas formas de destrucción de las
vidas y de los cuerpos femeninos. ¿Por qué? Porque eran/son niñas,
porque son adolescentes, porque son mujeres. Porque se puede. Esa violencia
estructural. Desviemos la mirada. “Esas feministas que odian a los
hombres”. Oh, la torre de cristal del auto-engaño. No protege. No. La
tragedia crece y avanza. No protege la torre de cristal. Estas
generaciones de mujeres que escucharon –desde
pequeñitas– las alarmas de los cuerpos arrojados a los lotes baldíos:
Lomas de Poleo. Escuchan, rozan, miran: las aguas lodosas del río de los
Remedios. Los abusos sexuales. Los frotamientos indeseables.
Una “nueva ola”, inmensa, indignada y valiente de mujeres jóvenes y muy jóvenes
ha tomado/toma de manera multitudinaria las calles. Abren sus ojos
desmesurados y nos obligan a abrir los nuestros. Los distintos feminismos continúan organizándose y manifestándose –como desde hace más de 40 años en México– pero las dimensiones de la violencia misógina son terriblemente distintas. ¿Qué parte es la que no se entiende? Cuando una escucha que preguntan: “¿Qué les pasa a esas violentas, locas, protagónicas? ¿qué quieren?” Sus pancartas: “De regreso a casa quiero ser libre y no valiente”, “Si no regreso, destruye todo”.
Por alguna razón las cifras del feminicidio se pierden en las brumas de una negación persistente. Las cifras de la violencia y sus escrituras. Las jóvenes feministas se vieron obligadas a estallar los vidrios. No es lo único que sucede desde los feminismos:
diamantina rosa y denuncias, reivindicaciones, propuestas. Ira. Furia.
Miedo. Indignación. Espacio para los foros y los debates. Colectivas.
Ceremonias. Festejos. Grupos de apoyo y de estudio. Grupos de
autodefensa. Espacios de reunión. Mercaditas para intercambio de bienes y
servicios… como decía un cartel que circulaba en estos días: “Las
feministas luchan de muchas maneras, los vidrios rotos es la que
estuviste dispuesto a escuchar”.
A fines del siglo XIX y
principios del XX, las sufragistas eran “violentas”, porque reivindicar
el derecho al voto no era la demanda de un derecho, sino el intento de
desordenar el mundo, humillar y dominar a los hombres. Estallar –
metafóricamente– los vidrios del orden social. En los setentas, las
feministas “eran violentas”, porque denunciaban el abuso sexual, la
violación, la violencia doméstica, la doble jornada y los agobiantes trabajos de cuidados en los que se dejaba (y se deja) solas a las mujeres. Eran “violentas” porque hablaban del “derecho a decidir sobre mi cuerpo”.
Desde
hace algunos años, mucho antes de los vidrios rotos, las feministas
eran “violentas”, porque exigían que los hombres no participaran en las
contingentas (evidentemente) separatistas de las marchas. Que se fueran
detrás, en los contingentes mixtos. Eran “violentas”, porque consignas
como “verga violadora a la licuadora” y “machete al machote”, eran
consideradas por muchos, como un agravio para las dignidades masculinas
en general. Me refiero a las marchas de los últimos años. Y, han sido
muchas. Eran “vandálicas”, porque le colocaban corpiños moraditos a los
héroes que nos dieron Matria. En resumen, durante décadas la letanía ha
sido la misma: “Las feministas odian a los hombres”, “Las feministas son
violentas”. Con sus denuncias, caray, las feministas que defienden sus
cuerpos –y el de sus compañeras– de ser vandalizados, son unas vándalas.
Ahora sí –decenas de jóvenes lo actuaron, centenas las acompañaron– pasaron de la palabra incendiaria a unas llamas en la marcha del 16 de agosto:
“Exigir justicia no es provocación”. Ahora sí, pareciera que sectores
más amplios de la sociedad están dispuestos a detenerse y a escuchar. A
sumarse a las exigencias de justicia, a las maneras de pensar en cómo
protegerlas y en cómo protegernos.
En estos días: una niña de
doce años fue secuestrada un fin de semana, pocos días más tarde su
cadáver apareció –desnudo y con huellas de violación– oculto entre unos
matorrales. Sucedió en Chiapas. ¿Cómo en estos contextos de barbarie
tantas personas –aún– continúan preguntando lo mismo? “¿Por qué son tan
violentas? ¿qué quieren? ¿por qué están tan enojadas”. Una se pregunta
–con sorpresa, con enojo, con dolor– ante quienes preguntan, ¿qué parte
es la que no entienden? ¿Es necesario que la tragedia nos atraviese la
piel para entender que allí está? Las jóvenes caminan. Patean. Cantan. Se abrazan: “Disculpen las molestias que les causamos. Nos están matando”.
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