En el sistema político
mexicano de las últimas dos décadas ha imperado una regla básica de
convivencia entre vencedores y vencidos: siempre que los intereses
dominantes pierden en algún espacio de poder, estos están obligados a
afirmarse, públicamente, como oposición, pero no como una oposición
cualquiera, sino, antes bien, como una de carácter estrictamente
responsable, de espíritu crítico y autocrítico —a veces, inclusive, de
naturaleza o bien ciudadana o bien independiente. Por regla general,
dicho posicionamiento implica dos cosas. Primero, conceder al vencedor
su victoria en cuestión, aunque sin renunciar a nada que no sea lo
estrictamente necesario o que ponga en peligro, en todo caso, la
existencia misma de sus propios intereses. Segundo, marcar el punto de
quiebre a partir del cual estos intereses comenzarán a defender banderas
sociales, políticas, económicas, culturales, históricas, etc., de signo
ideológico opuesto al que solían sostener mientras eran dominantes.
En su mutua conjugación, estos dos movimientos —políticos e ideológicos
a la vez— no operan, por supuesto, de manera automática ni mucho menos
inmediata. Reconstruir la memoria histórica de la ciudadanía para
reinscribirla dentro de los nuevos intereses defendidos por los
perdedores de la contienda política no es algo que se logre en
automático —con todo y que, en esta sociedad, la memoria colectiva no
suele ir más allá de un par de elecciones locales y quizá una federal.
De hecho, la hazaña suele ser aún más conflictiva en la medida en que el
cambio de signo ideológico y las posturas políticas defendidas —siempre
para hacer contrapeso a los intereses gobernantes en turno—, guardan
una mayor distancia con los anteriormente defendidos o implican, en
última instancia, una diametral confrontación a ese pasado.
Oposición, por ello, desde hace mucho tiempo se ha convertido, para el conservadurismo y las derechas, en un sinónimo de resistencia
a los abusos, al autoritarismo, las arbitrariedades y cualquiera de sus
similares y derivados; pese a que en el pasado ese mismo
conservadurismo y esa misma derecha fuesen las vanguardias que
practicaban y defendían cualquier cantidad y cualidad en los excesos del
poder contra la ciudadanía y los sectores sociales que se les oponían. Y
en esto, no sobra señalarlo, bastante ha abonado el hecho de que, desde
hace por lo menos cinco décadas, el lenguaje y el argot político se ha
venido vaciando de sus contenidos, de tal suerte que términos como
ciudadanía, oposición, crítica, justicia, paz, equidad, estabilidad,
orden, progreso, etc., terminan significándose todo y no significando
nada.
Vistas estas coordenadas de lectura en la perspectiva de
los recientes cambios políticos ocurridos en México, resultado de la
victoria electoral de la plataforma de gobierno de Andrés Manuel López
Obrador, hace exactamente un año, en julio de 2018, permiten explicar
por qué, por ejemplo, en el momento de la toma de posesión de López
Obrador en la Cámara de Diputados, en diciembre pasado, el Partido
Acción Nacional (en muchos sentidos la institución representante de los
intereses que llevaron a este país a un baño de sangre y a una guerra
que aún no termina) ondeó la bandera del reclamo de justicia para los
familiares de los cuarenta y tres estudiantes de la Normal Raúl Isidro
Burgos, en Ayotzinapa. O por qué, en otra clave, el Partido
Revolucionario Institucional (por definición el instituto político que
más cadáveres, masacres, desapariciones y violaciones a los derechos
humanos acumula en su historia) ha estado insistiendo en el
fortalecimiento de algunos contrapesos ciudadanos en defensa de derechos
como los de expresión, asociación, y demás.
Y es que, desde la
toma de posesión de López Obrador y de toda la maquinaria política del
Movimiento de Regeneración Nacional en el entramado gubernamental del
Estado, lo que las derechas (políticas y ciudadanas) han estado operando
es la construcción de un imaginario en el que a sus intereses se los
identifique, por parte del resto de la población, como los auténticos e
históricos defensores y portadores de las libertades políticas,
económicas, sociales y culturales de la sociedad en cuestión. Así pues,
no es una casualidad la cantidad de propaganda que el priísmo ha
invertido en hacerle ver a México que la historia del PRI es la del
propio Estado mexicano, pues es gracias a ese partido que los mexicanos y las mexicanas cuentan con el grueso de instituciones que componen a éste.
Y tampoco lo es, por supuesto, la reivindicación permanente que hace el
PAN de la democracia en México, argumentando que fue gracias a que ese
partido se consolidó como la única verdadera oposición al partido de
Estado —o por lo menos una que cuyos integrantes y cuyas bases no
salieron de los múltiples éxodos priístas durante el siglo XX— desde los
años de la post-Guerra Civil, en 1939.
En algún tiempo un
tanto remoto, quizás alguna de esas posiciones defendidas hizo sentido
para gruesas capas de la población, sobre todo para los estratos que van
desde las clases medias hasta las más privilegiadas por el
funcionamiento del sistema político. Sin embargo, lo que es un hecho es
que desde que ambos institutos hicieron converger sus intereses de clase
hacia un espacio en común —y en especial desde esa suerte de amasiato
en el que se comprometieron para hacer frente al arrastre de los
movimientos progresistas en el resto del Sur del continente, durante la
primera década del siglo XXI— esas diferencias son cada vez menores y
más matizadas, pues en lo fundamental, aunque benefician a personas y
círculos políticos y empresariales distintos, estos, en última
instancia, comparten y están comprometidos con su propia conciencia de
clase común. Es decir, las personas cambian, no así los estratos.
Ello, en parte, explica que en la última contienda electoral priísmo y
panismo (más perredismo y el resto de las remoras políticas con
representación institucional en el Estado) terminasen siendo
identificados bajo el mismo espectro ideológico del conservadurismo y la
derecha más neoliberal, autoritaria y sanguinaria de la que este país
tenga memoria. Y de ahí, también, que la única apuesta de oposición que
se vislumbrara como horizonte político alternativo fuese la del
morenismo, pese a que, en los hechos, éste terminase matizando cada vez
más sus posiciones para concertar en una mayor cantidad de puntos con
los intereses políticos y empresariales que aún hoy, sin ser gobierno,
gobiernan y administran a México —o por lo menos no lo llevan a una
situación como la inducida en Venezuela.
Al final, esa izquierda
que fue electa en las urnas, hace un año, ha pasado los últimos seis
meses intentando convencer a quienes gobierna de que es una verdadera
apuesta de izquierda (la primera en la historia reciente de México, la
cuarta en línea desde que éste es independiente). Y si bien es cierto
que ha logrado destapar un sinfín de irregularidades cometidas por las
administraciones pasadas, así como realizar modificaciones sustanciales,
para bien, en campos como los de la ciencia y la cultura (bajo la
conducción de María Elena Álvares-Buylla), la realidad es que, más allá
del discurso, por lo menos en este breve tiempo, esa izquierda ha sido
infinitamente más eficaz que la propia derecha en implementar algunos de
los puntos cardinales del neoliberalismo —sobre todo, en lo que
respecta a los fundamentos y las consecuencias de la austeridad republicana— y
del neoextractivismo, del rentismo energético y de la devastación
geográfica, so pena de perder inversiones multimillonarias en proyectos
de infraestructura —mismos que, de concretarse, habría que vigilar para
saber la manera en que operarán dentro del entramado infraestructural
tendido por Estados Unidos en la región centro y Sur del continente para
servir a su posicionamiento geopolítico.
Por lo pronto, y no
obstante lo anterior, aunque es un hecho que el equipo de gobierno de
López Obrador (en todos los órdenes: ejecutivo, legislativo y judicial; y
niveles: federal, estatal y municipal) está cometiendo una infinidad de
errores en el proceso de barrer con las burocracias de los regímenes
anteriores, para colocar a sus propios beneficiarios en los vacíos
dejados por aquellas, lo cierto es que el gobierno actual ha mantenido
una posición firme y sistemática de descubrimiento de abusos del poder
en el pasado reciente del país; razón por la cual, aunque el descontento
social es significativo (sobre todo de algunos círculos de las clases
medias-altas y privilegiadas que están siendo afectadas por los cambios
operados), el apoyo de base a su proyecto sigue siendo avasallador.
Y es que, por más torpes que sean las decisiones que se van
construyendo sobre la marcha (la Guardia Nacional en un primer plano),
la realidad es que, al final del día, éstas terminan siendo condonadas
por la ciudadanía justo en la misma proporción en la que el gobierno
demuestra que todo aquello que no hacía mucho sólo eran meras
suposiciones y especulaciones a veces conspiranóicas, hoy se demuestran
en su veracidad: los fideicomisos y el abrumador nepotismo presentes en
el poder judicial, el desvío de recursos para campañas electorales, el
dispendio en entidades como el CONACyT para favorecer a las empresas
privadas con recursos del erario, los privilegios salariales y en
especie de los que goza la clase política, la duplicidad de programas
sociales y políticas públicas para favorecer el enriquecimiento
personal, etcétera, son algunas de las coordenadas que dan muestra de
ello.
Por eso, también, todos aquellos intereses políticos que
salieron a la palestra, entre el primero de julio y el primero de
diciembre de 2018, para afirmarse como la oposición crítica, autocrítica
y responsable frente al gobierno de López Obrador, hoy, no únicamente
no figura como un actor preponderante de contrapeso a las decisiones
tomadas por la actual administración, sino que, además de haber quedado
reducidas a meras reacciones ante el actuar del gobierno vigente, han
cedido el paso a que sean las cupulas empresariales quienes lleven la
batuta en el golpeteo mediático, la resistencia a políticas públicas y
la conducción de la política de seguridad, financiera y económica a
implementar.
Sin duda, López Obrador tiene un estilo muy
personal de gobernar, tendiente a concentrar en su figura una gran
cantidad de decisiones (lo que no es para menos, tomando en cuenta que
su proyecto sexenal parte de la regeneración ética y moral de la
sociedad, y en donde la propia funciona a manera de muro de contención
frente a lo que considera corrupción). El problema, sin embargo, no se
encuentra allí, sino en la incapacidad de articular propuestas
políticas, económicas, culturales, etc., desde diferentes sectores ya no
sólo para hacer contrapeso al avasallamiento que hoy día practica
MORENA, sino (y principalmente) para llevar a buen cause todo lo que es
rescatable de esta Cuarta Transformación de la vida pública nacional.
Y es que, sin esas articulaciones que son necesarias, el riesgo que se
corre es el del anquilosamiento de los intereses morenistas que hoy son
morenistas sólo porque el contexto y las relaciones de fuerzas entre
intereses políticos no les beneficiaban: todos esos éxodos que desde
otros partidos fueron acogidos por el velo de MORENA, pero que en un
tiempo no muy distante (apenas a un sexenio de distancia) se encontraban
defendiendo a sangre y fuego agendas que a todas luces resultaban
contrarias a la 4T. Después de todo, las relaciones entre el gobierno y
los intereses que no son gobierno pero que administran el país se han
mantenido, hasta ahora, en una frágil tensión en la que nada está
resuelto —aunque ha permitido a López Obrador ampliar, en algunos casos,
su margen de maniobra. Y justo porque nada está resuelto (la tensión se
puede quebrar y la correlación de fuerzas cambiar), es que no se debe
apostar el todo por el todo a la agenda de MORENA, y mucho menos a la
manera en que el partido implementa, ejecuta esa agenda.
El
éxito que ha tenido López Obrador para desenmascarar algunos intereses
ocultos ha llevado a la ciudadanía (incluidas sus bases sociales más
críticas) a tomar el momento presente como una victoria (más allá de lo
electoral), y ese, en estricto sentido, es el peor de los escenarios
para este país, pues implica la abdicación del movimiento social que
llevó al gobierno vigente a la posición en la que está, en la conducción
de su agenda.
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, https://cemapinternacional.com
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