Es claro que al de Macuspana le place su oficio y que lo
ejerce con gusto. No sólo ahora que es presidente, sino también en la
adversidad del desafuero, del acoso, de los reiterados fraudes
electorales… Tribulaciones y a veces literales descalabros que siempre
tomó de buen talante.
Quizá por eso en el accionar de López Obrador no encuentro
odio ni amargura. Le gusta repetirlo y se lo creo: lo suyo no es la
venganza.
El presidente es un hombre feliz y eso es bueno para la nación.
Es un hombre feliz e impetuoso. En este primer año los
cambios han sido en ráfaga: un día sí y otro también nos enteramos de
una nueva decisión de trascendencia económica, social, política,
simbólica, o todo a la vez. López Obrador trae prisa.
Y no es para menos. El primer paso de la Cuarta
Transformación tiene que darse en menos de seis años; en un sexenio hay
que enderezar el curso de nuestra historia, porque aquí no hay
reelección y con pluralismo político cualquier cosa puede suceder.
Viraje drástico que demanda mudanzas radicales en todos
los ámbitos: cambiar de vía la descarrilada economía que nos dejaron los
neoliberales, remendar el tejido social que desgarró la guerra, sacar
del congal a la política, encender la luz de la esperanza en nuestro
ensombrecido imaginario social… La voluntad de cambio que anima a la
Cuarta Transformación enfrenta usos y costumbres forjados a lo largo de
un siglo, reglas de juego interiorizadas también por los ciudadanos,
rutinas de sumisión, rituales del poder… Va a estar duro. Enmendando a
Lampedusa, diría que el desafío de López Obrador –y el nuestro– es
cambiarlo todo para que nada vuelva a ser igual.
Vemos un gobierno con prisa porque objetivamente seis años
son pocos para la gran mudanza. Pero siento que también hay en la
administración una prisa subjetiva. Y es que Andrés Manuel ya tuvo un
aviso de que los tiempos de las personas –como los de los gobiernos–
están acotados y si uno quiere terminar lo que se propuso hay que
apurarse. “La vida es demasiado corta para desperdiciarla en cosas que
no valen la pena”, es la frase con que termina el libro No decirle adiós
a la esperanza, que escribiera en 2012.
Tenemos un presidente feliz e impetuoso, pero también con
mandato; un mandato inaudito, descomunal. Nadie en un siglo había
gobernado el país con un encargo de este calibre. Con variantes de
matiz, los presidentes posrevolucionarios –los “monarcas sexenales”– se
montaban en la inercia del sistema y daban continuidad a los usos y
costumbres de la “gran familia revolucionaria”; se dejaban ir, pues.
Hasta el 1 de diciembre pasado todos lo habían hecho así.
Todos menos Lázaro Cárdenas, quien tuvo que reinventar la administración
pública heredada pues había que desembarazarse del “jefe máximo” que
mandaba a trasmano, desmarcarse del proyecto de país pergeñado por los
de Sonora y deshacerse del modo de gobernar impuesto por Obregón y
Calles durante los años veinte y parte de los treinta. Y así como la
administración de Cárdenas fue una revolución en la Revolución, así
López Obrador tiene que ponerlo todo –o casi todo– de cabeza si en
verdad quiere inaugurar la Cuarta Trasformación.
El general Cárdenas tenía un proyecto del que tuvo que
convencer a la ciudadanía durante su administración, López Obrador tiene
un mandato. Me explico: pese a su intensa campaña, el de Jiquilpan
llegó al gobierno como el hombre de la continuidad y con el estigma de
haber sido señalado por Calles; en cambio el de Macuspana llega al cargo
con la instrucción masiva y explícita de romper la continuidad del
sistema. Cárdenas ganó con un millón de votos en un país de 18 millones
de habitantes, López Obrador obtiene 30 millones de votos en un país de
120 millones de habitantes. Por el primero sufragó menos de 5% de la
población, por el segundo sufragó el 25%. El uno tuvo que legitimarse
durante su ejercicio (y vaya que lo hizo). El otro llega con la
atronadora legitimidad que le da el voto de 53% de los que sufragaron,
más los like que con el paso de los meses ha venido acumulado.
El presidente es un hombre feliz, impetuoso, con mandato y
también muy protagónico; como lo patentizan el rito de las “mañaneras” y
las giras de fin de semana que lo tienen todo el tiempo en los medios.
Un protagonismo que a mi ver no es vocacional, sino que se origina en el
contenido y la forma del mandato popular con el que se le ha investido.
Porque bien vista la instrucción del 1 de julio del año
pasado no fue al nuevo gobierno en general, sino al ¨Poder Ejecutivo. Y
no a todo el Ejecutivo, sino específicamente al presidente. Es López
Obrador quien recibió una orden intransferible y es de él de quien se
espera que se encargue –personalmente– de poner en orden los asuntos de
la nación. No es que me guste, pero es que así son las cosas por acá:
así fue en Venezuela con Chávez, en Brasil con Lula, en Bolivia con Evo…
Los modos del obradorismo gobernante tienen que ver con el
estilo del presidente, pero más con la naturaleza muy personalizada del
mandato popular que recibió. De sus compromisos de campaña López
Obrador tiene que responder no sólo de forma institucional: informes
anuales, reportes, comunicados… sino de bulto y compareciendo todos los
días ante la nación.
Eso son las conferencias de prensa matutinas: reportes que
el mandatado ofrece cotidianamente a sus mandantes, como quien se
presenta ante la asamblea para informar de los avances tenidos en la
tarea que se le encomendó. Los periodistas no son más que un medio. Ya
cuando fue jefe de Gobierno del Distrito Federal López Obrador recurrió a
las conferencias de prensa madrugadoras, pero entonces era un recurso
para dar la nota del día y comerle el mandado al presidente. Ahora es
otra cosa.
Bonhomía, ímpetu, mandato y protagonismo que se funden en
una implacable voluntad política. Por sobre todas las cosas, nuestro
presidente es un hombre voluntarioso; un convencido de que el curso de
la historia no está escrito, sino que es de nuestra exclusiva
responsabilidad.
Por eso López Obrador parece terco: porque avanza
inmutable por el camino que previamente se ha trazado; haciendo
consultas, pero sin escuchar cantos de sirena ni desviarse por factores
coyunturales. Y para un político opositor, avanzar es ir desmontando la
hegemonía ideológica del sistema, al tiempo que se construye sentido
común contrahegemónico; es transitar de una situación de debilidad a
otra de fuerza creando así las condiciones necesarias para alcanzar el
objetivo propuesto. Construcción en la que hay que perseverar, pues a
veces el asalto al cielo se queda corto y hay que intentarlo de nuevo
con más trabajo en la base y alianzas más extensas: 2006, 2012, 2018…
No esperar que se presente la oportunidad sino crearla;
concientizar, organizar y movilizar, éstas son las palancas. Porque
López Obrador, a la vez que le apuesta a la agencia transformadora del
Estado, deposita su fe en la gente. En las personas y sus socialidades
primarias, más que en los movimientos y las organizaciones; actores en
los que no confía del todo porque a veces llevan la marca de la bestia:
los estigmas del sistema corporativo clientelar en que se forjaron.
Diagnóstico certero del que luego saca conclusiones excesivas: todas las
organizaciones campesinas son Antorcha, todas las asociaciones civiles
son panistas, todos los partidos van a terminar en lo mismo.
Y este político bienhumorado, impetuoso, megamandatado,
protagónico y apasionadamente voluntarioso es un hombre bueno. Un hombre
que, tomando la ética como guía, se ha propuesto abrirle paso a una
nueva moral social. En buena hora.
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