Editorial La Jornada
Fue un periodista
liberal –el campechano Francisco Sosa– quien en 1887 le propuso al
entonces presidente Porfirio Díaz que para adornar el Paseo de la
Reforma nada mejor que la efigie de ciudadanos ilustres que hubieran
participado activamente en ese movimiento (el de la Reforma). La idea
original de los ilustrados asesores del mandatario era colocar allí un
parnaso entero de dioses griegos, para demostrar que la avenida no sólo
era un ejemplo de vialidad afrancesada, sino también un reducto de la
cultura clásica. Aceptada la propuesta de Sosa, los primeros pedestales
que habían sido levantados en los andadores del paseo empezaron a
poblarse de ocupantes procedentes de distintos estados de la República
(cada uno tenía derecho a poner allí la estatua de dos reformadores),
aunque no fue sino hasta 1895 cuando el conjunto, que entonces sólo
contaba con 14 broncíneos personajes, fue inaugurado oficialmente.
A esa primera camada de próceres le seguirían otras, hasta completar
un total de 77 esculturas (hace pocos años, en 2006, fueron instaladas
dos más) creadas por artistas tan reconocidos como Primitivo Miranda,
Epitacio Calvo y Jesús Contreras.
En el bronce estarán siempre presentes, dictaminaba un titular de principios del siglo pasado refiriéndose a los gestores de la Reforma. Se equivocaba: en la actualidad, quien se tome el trabajo de mirar detenidamente la estatuaria del paseo advertirá que hay una veintena de pedestales sin ninguna figura encima. En algunos casos ni placa tienen. Y es que, como el común de los capitalinos, los insignes reformadores fueron víctimas de la delincuencia, el vandalismo o las dos cosas juntas.
Con todo y sus 200 kilos de peso, las representaciones en bronce de
Melchor Ocampo, Eustaquio Buelna y Erasmo Castellanos, entre otras,
fueron robadas sin que al parecer ninguna autoridad lo advirtiera.
Algunas se libraron del robo por milagro: la estatua del general Ignacio
Mejía, ministro de Guerra en el gobierno juarista, fue rescatada hace
dos años por unos policías cuando un individuo se la llevaba a su casa
en un diablito. Y meses más tarde la del escritor y diplomático
Manuel Payno fue derribada por otro que se aprestaba a cargarla en un
vehículo. Los ladrones –ambos detenidos– no tenían ninguna afición
histórica: sólo pretendían vender las esculturas como fierro viejo,
argumentando que el kilo de bronce se paga a 45 pesos.
Aunque por el carácter de lo sustraído la secuela de robos pueda
parecer pintoresca, lo cierto es que constituye una deplorable muestra
de la desprotección que guarda el mobiliario urbano de la Ciudad de
México, y de los niveles de degradación que evidencia el cuerpo de
nuestra sociedad. Abrumados por carencias y crisis recurrentes,
envueltos en un clima de latente violencia y poco inclinados a respetar
la vida colectiva, los sucesivos cacos del Paseo de la Reforma conspiran contra la preservación de un ámbito que es de todos los mexicanos.
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