9/04/2019

Contradicciones

La Jornada
Luis Linares Zapata

El primer Informe de gobierno presenta una oportunidad para calibrar la real intensidad de la disputa en proceso. Tanto las oposiciones como de los apoyos vertidos al ámbito público pueden ser dimensionados en su penetración ciudadana. Si ya se tenían bien identificadas las condenas hacia la manera de conducir los asuntos públicos desde la Presidencia, ahora se incide, con nítida precisión, en los anteriores y hasta celebrados augurios de desastre en puerta. Armados de una crítica feroz por lo escuchado el domingo pasado, se afirma, con voces coordinadas y sonoras, el rotundo fracaso de lo que se moteja como sueño irreal. Por el lado de los acuerdos con lo que ha sucedido, durante estos primeros nueve meses del nuevo gobierno, las opiniones tampoco muestran recato alguno en su tajante consonancia. Para estos grupos y personas, la conducción no sólo es positiva, sino que se entroniza una atractiva narrativa de futuro. Para poder sostenerla, en lo cotidiano, se le ha colocado el andamiaje que exige la transformación prometida. Y con esta doble versión por delante se habrá de proseguir por tiempo indefinido.


Ni modo, esa bifurcación de visiones e intereses es parte sustantiva, aunque sea también contradictoria, de la actualidad. Un presente complejo que, por un lado constriñe y, por el otro, impulsa la que bien puede ser definida como construcción de un nuevo régimen de gobierno y convivencia. ¿De qué trata este propósito de cambio que tanto ruido mete en la vida organizada y personal del país? En su mero fondo representa el intento de matizar la angustia, y el pleito derivado, para aceptar al crecimiento económico como prerrequisito indispensable para asegurar la prosperidad. Un resultado que, previo análisis a fondo, no se ha presentado en país alguno. Sobre todo si se le introduce dentro de la perspectiva del bienestar interclases. Para adentrarse en un proceso que pueda ser de aceptable reparto de la riqueza y el ingreso generado, hay necesidad de adjuntarle, de manera inseparable en tiempo, la condición de ser equitativo. Es decir, conjuntar los factores para entender, para calibrar el concepto de desarrollo. Es este concepto e idea básica, la que puede conducir al equilibrio social y la justicia. Supeditar, dentro de un modelo ya muy cuestionado, la primacía del crecimiento (y sus medidas empíricas) como antecedente necesario, indispensable, totalitario, para un desarrollo posterior es necear con lo que ha ocasionado, lo que bien se conoce y sufre, como modelo concentrador. Aunque, para mayor precisión habría que añadir que no se pretendió, por el Presidente eliminar en la actuación gubernamental el uso de los parámetros, códigos y numeralia concomitante del crecimiento económico. Lo solicitado es poner el acento en la cuestión cualitativa del desarrollo por sobre la del simple y muy usado aumento del PIB.

Las enormes trasferencias que el gobierno está efectuando, con base en los ahorros conseguidos por la austeridad, no pueden ningunearse y menos soslayarse. Son un hecho en ejecución y se asumen como instrumentos que sostendrán buena parte del modelo compartido ya en marcha. Hacen falta otras palancas para completar la obra, pero ya se apuntan. La apuesta por una política energética como pilar del cuerpo industrial de la nación. Es y será, tal prioridad, una tajante decisión industrializadora que, en el pasado, ha sido ninguneada y que ahora se presenta como asunto crucial. La persecución de erradicar la corrupción que ha impregnado hasta el tuétano la vida colectiva, contaminando el destino, eficacia y la calidad de la cosa pública. Es por esta amarga realidad que bien puede afirmarse la derrota moral de la reacción a la que hace mención el Presidente. Ciertamente, ese grupo reactivo, hasta hace poco hegemónico, condujo, a sus anchas, buena parte del quehacer público y lo llevó hasta su decadente estado.

Otra vertiente, también sustantiva, del andamiaje mencionado lo constituye la soberana y recta actitud de rescatar y preservar los contrapesos del sistema democrático y el sistema mismo. Ahora se toma distancia y se respeta, cabalmente, a los demás órdenes y niveles de gobierno. Es un alegato faccioso decir que se han destruido los organismos autónomos e independientes. Y, menos aún que se atropella la libertad de expresión para buscar la concentración del poder. Buscar la depuración de los excesos que los condicionan es algo muy distinto que darles sepultura. Ninguno de los prevalecientes organismos autónomos, creados en el régimen anterior, ha sido puesto en el patíbulo. Lo cierto es que del rumor se pasó a la afirmación, repetida una y otra vez, de su destrucción. La narrativa de la transformación a edificar no se dibuja ni se propone sin sustento. Ni tampoco es un paraíso lejano e imposible. Es, por el contrario, concitar el deseo, la esperanza que, por ahora, llevan millones de mexicanos en sus vacías talegas.

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