Ilán Semo

datos.
El tacto es la sustancia de Eros, que en griego “también“ significa
el impulso creativo y el orden primordial de las cosas. Hay un tacto
visual, cuando entramos en con/tacto con la mirada. Hay gente que nos
intimida de tan sola verla. Y hay también un tacto auditivo, cuando
ciertas palabras o rolas nos retrotraen a una presencia.
El mundo a la mano es –¿o era hasta hoy?– inconcebible sin esta
intimación constante. Pensemos tan sólo en el lugar del trabajo, en el
bar, la casa, el Metro, el simple andar por la calle. Hoy conocemos la
desolación que significan calles deshabitadas durante semanas y semanas.
Calles sin/tacto. Ni hablar de los espectáculos. O de las prácticas que
dan vida a la polis: el parlamento, la asamblea, el mitin, la manifestación… Cuerpos que se encuentran, sin cuyo encuentro la polis
actual deja de existir. Hay policías que temen hoy detener a los
maleantes, no por su respuesta violenta, sino por miedo a infectarse.
En el tacto reside el material de la presencia. No me refiero a la
antigua idea de la presencia cristiana, sino a ese concepo íntimo y
explosivo elaborado por Hans Ulrich Gumbrecht. Presencia entendida como
afectación inmediata, como todo aquello que si desaparece produce una
ausencia. Ya desde la década de los 90, con el surgimiento de la
computadora personal, da inicio una época que podríamos definir como la
crisis de la presencia. Una auténtica descorporalización de las
relaciones del ser humano con los otros y su entorno. Es decir, un
remplazo de nuestra más elemental experiencia social. Una sociedad de
individuos aislados como átomos y conectados entre sí por aquello que
los separa: la red.
La crisis del Covid-19 o, más precisamente, la política de la
distancia social y el confinamiento absoluto, han llevado a su cúspide
esta nueva forma de vida. Pero la han llevado de la mano de la formación
de un nuevo tipo de poder. Markus Gabriel lo definió de manera muy
precisa recientemente: el poder higienista. Un poder basado en el
convencimiento por parte de la ciudadanía de que el otro representa,
básicamente, un foco infeccioso. Un convencimiento urdido a través de la
difusión del miedo más fundamental de todos: el miedo a morir a la
vuelta de la esquina. A este proceso, Habermas lo definió con mucha
perspicacia como la
coronalización del mundo de vida.
En el caso del coronavirus, un miedo con un inevitable sesgo de delirio. Una madre le pide a su hija que
le eche un ojito a los frijoles. La hija toma un cuchillo, se saca un ojo y se lo echa a los frijoles. La segunda está delirando. Es decir, entendió por
echale un ojitoalgo muy distinto a
cuida los frijoles; léase, una metáfora. Delirar significa perder la capacidad de metaforizar. A le dice a B:
ponte un abrigo porque te vas a morir de frío.
Morir de fríosólo significa vas a tener mucho frío. Pero el miedo actual, inducido por los medios de comunicación y la sociedad política, es un miedo sin metáfora. La gente lo cree tal cual, literal. Además, sin fundamento alguno. En la mayoría de las guerras del siglo XX, los estados emplearon la táctica de envolver al enemigo bajo el aura de un foco infeccioso. Rápidamente descubrían que ese miedo llevaba a las tropas al máximo rendimiento. En el caso del coronavirus, no estamos en una guerra, pero sí frente a la emergencia de un Estado que ha sabido hacerlo suyo como nuevo mecanismo de control. Hay un par de situaciones, en Suecia y Nueva Zelanda, donde se renunció al confinamiento y los resultados acabaron siendo mucho mejores para la población. Por cierto, en esta época de epidemólogos súbitos, uno de los pocos estudios convincentes es el de Issac Ben, un especialista israelí, que demostró con base en un estudio de las estadísticas en 30 países, que el virus cede casi por completo después de 70 días (de la primera defunción) y desaparece después de 90 días. En México estas fechas corresponderían al 30 de mayo y al 20 de junio, respectivamente.
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