En los inicios de
la fase 3 de la pandemia, es aún difícil imaginar los cambios que vendrán tras este
incierto lapso de encierro, más allá de prever que las crisis sanitaria y
económica tendrán un hondo impacto a
corto y mediano plazo. En este compás de espera, sin embargo, es inevitable preguntar(se)
acerca de las causas de esta crisis, cuestionar las prioridades que en ella
cristalizan y se revelan, e imaginar cómo impulsar cambios para evitar necias
repeticiones del desastre o estrategias de resistencia contra la imposición de
medidas autoritarias que se han dado en muchos países bajo el pretexto de la
emergencia sanitaria, pese a las recomendaciones de Naciones Unidas y la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Desde el inicio de
la pandemia, pensadores connotados (Butler, Agamben, Harvey, Zizek, entre
otros) han publicado reflexiones generales acerca de los efectos de la pandemia
y la opción por el confinamiento como medida de control sanitario. Varios de
ellos señalaron el peligro de que los Estados usaran la emergencia como
pretexto para imponer formas de control de sesgo totalitario, a través, por
ejemplo, de la tecnología para dar seguimiento a personas enfermas y sus
contactos. Estas advertencias no resultan exageradas si se toma en cuenta que,
desde el 9/11 2001 por lo menos, la tendencia al control social ha ido en
aumento, como lo demuestran la proliferación de cámaras en el espacio público,
la interferencia de las comunicaciones virtuales “para evitar el terrorismo”, o
los intentos de usar el reconocimiento facial, también en aras de la
“seguridad”.
De ahí que, en
vista de la restauración gradual de la vida social en el espacio público (lo
que llaman des-confinamiento), se esté discutiendo en Francia o España cómo
limitar el grado de vigilancia estatal de la vida de las personas a través del
celular, qué usos de datos y por cuánto tiempo los permitirá la ley.
El cuestionamiento
de este tipo de controles sobre la vida personal en aras del interés colectivo
es imprescindible si no queremos ceder nuestras libertades, en cada país y en
el mundo, a burocracias anónimas, estatales o corporativas, que, como han
demostrado países como Estados Unidos o empresas como Facebook, no rinden cuentas
de los usos de los datos personales. Dar por hecho que nuestra “seguridad” o
nuestra “salud”, definida como “el bien común” supremo amerita un sacrificio
definitivo, o ilimitado, de derechos básicos como el respeto a la intimidad o
la libertad, podría llevar a aceptar como “normal” o “deseable” el estado de
excepción.
En el contexto de
la pandemia, como expresó Raúl Zaffaroni (Página 12, abril 19), los Estados
deben mantener un equilibrio entre la protección del derecho a la salud y los
demás derechos y no pueden, por ejemplo, imponer medidas discriminatorias que
limiten la movilidad de personas adultas mayores durante la cuarentena y
después, como ya se ha pretendido hacer en Argentina y otros países.
Como también
explica el jurista argentino, debe haber “proporcionalidad entre el ‘bien’ que
se obtiene (salud) y el que se sacrifica”. Así, el confinamiento temporal puede
justificarse para evitar más sufrimiento y muertes por COVID-19 en un plazo
determinado. En el mismo sentido, la protección de la salud y de los Derechos Humanos
de las personas ahí confinadas, justifica la urgencia de evitar el hacinamiento
en cárceles y centros de detención de migrantes y, por ende, liberar a quienes
no representen un peligro para la sociedad. En cambio, ninguna emergencia
justifica violar los Derechos Humanos de personas en reclusión o migrantes, como
recién sucedió en El Salvador, donde se amontonó en un solo espacio a todos los
integrantes de pandillas encarcelados; ni abandonar a su suerte a miles de
migrantes como ha hecho el INAMI en la frontera sur. Cerrar los ojos ante estos abusos puede favorecer
excesos aún más graves.
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