MÉXICO, D.F., 17 de mayo.- Hace casi exactamente 18 años, un 25 de abril de 1993, visité Washington por primera vez por motivos no profesionales. Trabajaba entonces en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York y estaba a punto de ser asignado a mi nuevo puesto en Puerto Príncipe, Haití. La expedición a la capital estadunidense no era, sin embargo, de tipo turístico; tenía un objetivo claro e inequívoco: asistir a la “Marcha por la Igualdad de Derechos de las Personas LGBT”.
Era la primavera en la que todas las expectativas de cada grupo u organización comprometidos con la lucha contra la discriminación podían y debían ponerse sobre el tapete. Ciertamente, la vastedad de la(s) ambiciosa(s) agenda(s) configuraba un escenario de utopías para algunos colindante con la cacofonía, para otros con el anatema, pero para los enormes contingentes de ciudadanos de toda condición social, raza, denominación religiosa, nacionalidad y, ciertamente, preferencias sexuales (sí, también los heterosexuales), se trataba de una simple cuestión de justicia. Fue una jornada festiva, cívica, familiar e igualitaria, alejada del tono mordaz y a veces virulento y provocador que tiende a predominar en las más publicitadas marchas del “Orgullo Gay”. La marcha dejó sentada una plataforma común para los activistas LGBT y la sociedad civil en general, y, para mí, caminar en medio del millón de personas reunidas alrededor del gran eje de parques y monumentos del Mall fue una de las más grandes experiencias de solidaridad y respeto que he vivido.
Evoco ese suceso por su contraste con los retos del presente que vive México, sobre todo por el duro golpe al recibir la semana pasada la noticia de la muerte de Quetzalcóatl Leija Herrera, quien caminaba solitario al costado del Antiguo Palacio de Justicia de Chilpancingo, Guerrero, cuando manos homicidas le rompieron la cabeza a golpes hasta desfigurarlo. Quetzalcóatl fue presidente del Centro de Estudios y Proyectos para el Desarrollo Humano Integral (Ceprodehi), una organización valiente y activa en el campo de la defensa de los derechos de las comunidades LGBT. Se trata de un crimen que nuevamente enluta las filas de las y los defensores de derechos humanos en México ad portas de una fecha simbólica como es el próximo 17 de mayo, erigido con el paso del tiempo como el Día Internacional contra la Homofobia.
Hubiera deseado que la oportunidad de compartir esta reflexión no se enmarcase bajo el signo de muerte, pero justamente por ello no quiero hacer concesión alguna para comenzar expresando el más tajante rechazo y condena a este crimen y su inequívoco carácter homofóbico. Soy aún de la generación de juristas que recibieron cursos en la Facultad dentro de la órbita teórica del insigne Luis Jiménez de Asúa, considerado progresista por sus posiciones claras en contra de la criminalización del homosexualismo (que aún hoy se considera delito en más de 70 países), pero al mismo tiempo aspiraba “confiadamente” a que llegase el día en que los homosexuales fuesen “mirados como enfermos y no como delincuentes”.
Y es que la intolerancia homofóbica lamentablemente goza de demasiada buena salud y se expresa de forma militante con la más amplia gama de baterías conceptuales y adjetivos imaginables: desde la enfermedad hasta llegar a la depravación, amén del obligatorio paso por el pecado y las invocaciones apocalípticas del fin de la familia, sin olvidar el redituable recurso del ataque político al adversario.
México se ha dotado de una Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación desde 2003, la cual en su artículo 4 estipula sin ambages y explícitamente 14 potenciales situaciones o contextos de distinción, exclusión o restricción (también por supuesto la que se base en preferencias sexuales) y queda abierta a toda otra causal no listada “que tenga por efecto impedir o anular el reconocimiento o el ejercicio de los derechos y la igualdad real de oportunidades de las personas”. La Ley creó la Conapred que recientemente dio a conocer la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2010 (Enadis), la cual revela que 52% de las personas lesbianas, homosexuales o bisexuales consideran que el principal problema que enfrentan es la discriminación.
Sin duda el país ha registrado cambios legales sustantivos que favorecen el respeto a la diversidad sexual, pero la terca realidad nos señala la imperiosa necesidad de seguir bregando por la plena implementación de estos derechos. México tiene una oportunidad superlativa de seguir avanzando con ocasión de la reforma constitucional en materia de derechos humanos aprobada por el Congreso de la Unión en marzo pasado y turnada a las legislaturas de los estados.
Traigo a colación las palabras del secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, al denunciar la violencia basada en la orientación sexual e identidad de género: “(…) no son meros ataques a individuos. Son ataques a todos nosotros. Devastan familias. Confrontan a un grupo contra otro, dividiendo a la sociedad. Y cuando los perpetradores de este tipo de violencia escapan sin castigo, se burlan de todos los valores universales”.
La causa de la diversidad es una simple cuestión de justicia.
* Representante en México de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
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