La protesta de los deudos nace de su indignación y, sobre todo, de su impotencia frente a un adversario que es irreconocible porque los posibles responsables se mezclan y confunden. No saben si su familiar desapareció o perdió la vida por un desafortunado accidente, por la intervención del Ejército, por la incompetencia de la Policía Federal o por la complicidad de la policía municipal con el crimen organizado. Tampoco saben si la tragedia que están viviendo es obra de sicarios y narcotraficantes capaces de una cruel creatividad que nos horroriza a todos. Y debe ser una insoportable tortura para los deudos imaginar los últimos minutos de vida de los hijos o hijas, de los padres, de los esposos o amantes, y no saber cómo fueron esos momentos de terror o de sorpresa. Aunque lo que sí saben es que no estuvieron con ellos para protegerlos, para reconfortarlos o nada más para acompañarlos. De ahí la urgente necesidad de consuelo que los embarga a todos, y que sella con tan conmovedora emotividad al movimiento de Sicilia.
Este dolorosísimo no saber es la reiteración del desamparo y de la impotencia, pero es también una poderosa motivación para movilizarse y protestar. Rosario Ibarra de Piedra lleva tres décadas exigiendo saber, queriendo arrancar de las autoridades la información que confirme la muerte de su hijo y dé cuenta de las condiciones en que murió. La incapacidad de las autoridades para responder de manera satisfactoria a todas las preguntas que se hacen la señora Ibarra y los deudos de ahora es una prueba más de la debilidad del Estado. Para nosotros es también la advertencia de que estamos solos en este sangriento combate entre policías y narcotraficantes, narcos y narcos, policías y policías, policías y militares, porque la inmensa mayoría somos apenas, y si acaso, simples mirones. Lo cual no significa que estemos a salvo.
La importancia de que se lleven a cabo las investigaciones conducentes a la aclaración de los miles de crímenes que se han cometido en los últimos seis años estriba en que es obligación del Estado aplicar la ley y castigar a quienes hieren, secuestran o matan; pero, además, investigaciones honestas y serias nos darían la prueba de que a las autoridades realmente les importan los ciudadanos, y si les importan habrán de protegerlos. Creo que las investigaciones tienen también el grandísimo valor de devolver a las víctimas su individualidad, un rostro, un nombre, una biografía, el carácter que le era propio a cada una de ellas, y que los deudos buscan rescatar. A las víctimas los criminales también les arrebataron su personalidad cuando rociaron con una ametralladora y de manera indiscriminada a un grupo como si se tratara de un hato de animales. Las investigaciones liberan a los muertos y desaparecidos de la fosa común en que se han convertido expresiones genéricas como las víctimas
o los desaparecidos
. Y pido una disculpa por utilizarlas, y por no tener una fórmula más respetuosa para referirme a ellos.
Paradójicamente, ahora que el Estado se ha hecho más presente en la vida social, después de décadas de políticas de reducción del intervencionismo, es cuando más desamparados nos sentimos. La inseguridad que se ha apoderado de grandes zonas del país explica esta sensación, pero sólo parcialmente, porque la débil o errada respuesta del Estado al reto del crimen organizado también alimenta nuestras inquietudes y temores. No se trata de reivindicar el paternalismo estatal –aunque en un país pobre como el nuestro, ante la adversidad buena parte de la población naturalmente voltea los ojos hacia el Estado en busca de apoyo–, sino de exigirle al gobierno la protección que necesitamos para vivir sin miedo.
Ante ellos me sentí con ánimo para seguir luchando contra todas las injusticias que encuentre durante lo que dure mi vida.
Siempre he pensado que desde el río Bravo hasta la Patagonia, todos somos hermanos, porque tenemos orígenes semejantes, porque hablamos el mismo idioma, porque sufrimos la misma injusticia: la desaparición de nuestros seres queridos.
Narraron por horas lo que han sufrido. Es indignante que nuestro país, con la cercanía de naciones, con su gente, con ellos que deberían ser vistos como hermanos, el gobierno se ensañe y les exija visas y si no las tienen los maltrate y humille.
Cada testimonio me hacía sentir el dolor que por 36 años he padecido, desde que en 1975 mi hijo, Jesús Piedra Ibarra, fue secuestrado por militares y encerrado en el Campo Militar Número Uno como muchos otros, porque el gobierno de Luis Echeverría sembró, como hoy, terror e injusticia. Usaron cuarteles en campos militares y las bases navales para encerrar a cientos de jóvenes que luchaban contra el mal gobierno y, en vez de llevarlos a juicio, cometieron ese crimen de lesa humanidad: DESAPARICIÓN FORZADA, el cual inició aquí antes que en Argentina, Chile y demás países del sur.
No creo que dialogar con el gobierno vaya a quitar el dolor a los hermanos centroamericanos. Hoy, como antaño, también hay mucho sufrimiento en el pueblo mexicano. El Ejército fuera de cuarteles, contra el mandato de la Constitución, siembra el miedo en los miles de habitantes pobres de este país, porque han muerto muchísimos y no a manos del “crimen organizado”, sino de los soldados.
Hay quienes opinan que una forma de terminar con la pobreza de 24 millones de niños y adolescentes es acabar con sus vidas, y piensan que algo de eso está pasando en nuestro suelo…
Amnistía Internacional, a la que respeto y le estoy agradecida por todo lo que ha hecho por muchos compañeros terriblemente torturados en aquella época negra, ha dicho —y no se equivoca— que “México está al borde de una represión sistematizada”. Dice lo que los familiares de desaparecidos de los 70 hemos repetido durante 30 años.
Agrega que la presunta responsabilidad del Ejército en desapariciones forzadas es la causa. Para nosotros no es presunta, es un hecho comprobado. Tenemos los nombres de oficiales que daban las órdenes de secuestro de quienes luego fueron llamados desaparecidos: durante el gobierno de López Portillo contamos 150 desapariciones. Además, las cárceles “legales” estaban llenas de presos políticos. Nuestro afán por liberarlos rindió frutos. Entregamos a Reyes Heroles, entonces secretario de Gobernación, un anteproyecto de Ley de Amnistía y logramos que fueran liberados mil 500 presos, que 2 mil órdenes de aprehensión no se llevaran a cabo y que regresaran 57 exiliados, pero nuestra tristeza seguía terca, porque nada se decía de los desaparecidos, ni de los del sexenio anterior ni del de López Portillo.
Seis meses más tarde llegaron a mi puerta uno y otro y otra de los 150 que reclamábamos entonces, pero fueron sólo 148. Los liberados conocieron las entrañas del monstruo y nos dijeron lo que había pasado. Los dos que faltaron estaban en el Campo Militar Número Uno. Un joven poblano, hermano de una compañera, y Eduardo Hernández Vargas, hijo de nuestra querida Alicia Vargas, quien murió con la tristeza de no volver a ver a su hijo.
Por los testimonios de los liberados sabemos de la sevicia del gobierno y de la obediencia ciega de los militares, y sabemos que vieron, porque estaban allí, a muchos de los desaparecidos del echeverrismo que López Portillo no se atrevió a liberar.
Hemos acusado a Echeverría en múltiples ocasiones, pero ninguna autoridad ha cumplido con su deber y él vive en plena libertad, quizá debido a su enorme hipocresía y mendacidad. Él rompió relaciones con Pinochet y asiló a activistas chilenos, argentinos y a cuantos llegaban… mientras que perseguía al pueblo de México. Coparticipó con Díaz Ordaz en el triste 2 de octubre de 1968 y en su rúbrica sangrienta del 10 de junio de 1971.
Y ahora repito que tiene razón Amnistía Internacional, porque el pueblo está ahíto de sufrir injusticia y dolor.
Dirigente del Comité Eureka
Por eso sorprende la rápida reacción de la autoridad, representada por el subsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación, René Zenteno, ante las palabras pronunciadas por el sacerdote al culminar un oficio religioso celebrado al pie de La Bestia, nombre con el cual se conoce al tren que traslada a los migrantes centroamericanos durante su paso por el infierno mexicano. Allí Solalinde, a la cabeza de la caravana Paso a Paso por la Paz, que reclama la verdad sobre los desaparecidos, pidió perdón a los zetas (“perdón a todos los delincuentes… porque nosotros les hemos fallado; antes que violadores, son víctimas de una sociedad enferma que no supo darles valores) y asumió la responsabilidad de las iglesias cristianas porque no supimos formarlos en los valores de Jesucristo
.
Inesperadamente, la Secretaría de Gobernación, por boca del citado funcionario, manifestó su preocupación por afirmaciones que, dijo, dan la impresión de exaltar a violadores y asesinos, y hacen pasar a los criminales como víctimas
, interpretación a todas luces abusiva pues no se cuestionaba la ya de suyo debilitada laicidad del Estado, aunque sí se exhibían las miserias del Instituto Nacional de Migración, pieza esencial en la operación de la maquinaria que aplasta los derechos humanos de los viajeros en tránsito hacia la pesadilla fronteriza.
El arrebato condenatorio oficialista da cuenta, en cambio, de la falta de sensibilidad con que apenas se toleran las crecientes expresiones de protesta; remite a la hipocresía de quien desconfía de ellas, a la torpeza de quien se cree obligado a salvar el tópico que ve en la delincuencia autogenerada y en lucha consigo misma a la única causante de la tormenta de sangre y violencia que asuela el país.
Pero Solalinde, al aclarar lo dicho en Veracruz no dio marcha atrás y reiteró: “Yo les pedí perdón (a los zetas) porque nunca en mi vida había conocido a un grupo tan cruel y tan sanguinario; yo pedí perdón no por lo que hacen sino por lo que nosotros hemos hecho con ellos, porque estas personas no nacieron zetas, fueron niños algún día y son fruto de nuestra sociedad enferma y son también la mejor prueba de que las instituciones están haciendo acciones fallidas”.
Y a continuación: “Aproveché la oportunidad también para pedir perdón por lo que el Ejército no hizo con ellos, porque los 14 fundadores de Los Zetas son personal y oficiales de elite y por ello el gobierno tiene que replantearse cómo está formando a la gente, porque adentro hay corrupción y personas infiltradas a favor del narcotráfico”.
Por último: También pedí perdón por la Iglesia católica, porque seguramente casi todos ellos (los delincuentes) son católicos y cristianos que asisten alguna vez a misa y tienen alguna imagen religiosa y no hemos sido capaces de formar una conciencia con valores evangélicos, por eso les pedí perdón
.
Es evidente que dichas palabras adquieren su pleno significado, justamente, en el contexto simbólico y moral religioso, pero molestan porque las alusiones a la sociedad enferma
serían ininteligibles fuera de la crítica al entramado social, político y moral que objetivamente determina y envuelve a la delincuencia organizada en la cacería de migrantes centroamericanos, que es su negocio. No hay en lo dicho exaltación alguna de los zetas. Menos apología del delito, y sí muchas afirmaciones duras, legítimas, destinadas a sacudir las conciencias y propiciar los cambios necesarios. Pero es una pieza moral dedicada en primer término a los creyentes (ese universo donde conviven los ciudadanos honrados, las víctimas y los delincuentes), pues el tema del perdón, con todas sus implicaciones, sólo es comprensible para los otros no creyentes, cuando la mirada religiosa trasciende a la agenda civil y salta a la vida pública.
En ese sentido, resulta aleccionadora la lectura de un breve texto de Claudio Magris titulado Grandeza y miseria del perdón
, publicado hace ya casi una década en el Corriere della Sera. Allí, Magris adelanta el argumento que me parece indispensable a fin de darle a estas cuestiones el lugar que les corresponde en una perspectiva democrática. Dice Magris: el perdón no puede, no debe tener nada que ver con la justicia y su proceder
. Y a continuación subraya: el perdón compete a la vida moral, a la capacidad interior de superar estados y movimientos de ánimo, dolores desgarradores y llenos de rabia, rencores; es un proceso espiritual difícil que, para ser real, tiene que ser llevado por ambas partes
. Proceso que nada tiene que ver con la ley, que lo que únicamente tiene que hacer es averiguar los hechos, encontrar sus posibles agravantes o atenuantes, calificarlos jurídicamente y aplicar las correspondientes sanciones
. De eso se trata, en definitiva, pues hacer justicia significa doblegar la impunidad.
Y aquí si es preciso reconocer el esfuerzo de hombres como Solalinde, religiosos o muy comprometidos con la religiosidad, que han logrado darle voz, refugio, esperanzas a los que vienen a México como va nuestra gente a Estados Unidos, impulsados por las más imperiosas necesidades vitales. Ha sido la suya una labor casi invisible pero muy eficaz, pues ha exhibido ante el mundo cuál es la verdadera situación de los migrantes a la hora de los derechos humanos, violados por los delincuentes pero también, sin excusa (ni perdón), por los mismos que debían salvaguardar la integridad física y moral de las víctimas. Que no se equivoquen los sargentos de gatopardismo oficial.
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