8/03/2011

La vergüenza del sur

Ricardo Rocha


“Yo fui violada por el mero jefe de ellos”, dijo la joven hondureña en pleno Senado. Y no se refería al jefe de Los Zetas, sino al de los agentes del tristemente célebre INM.

Y éste es sólo uno de los miles de ejemplos de la ignominia generada por el organismo más vergonzante del gobierno: el Instituto Nacional de Migración; no únicamente ineficiente, sino metido hasta las orejas en el miasma de la corrupción. Y peor aun, inmiscuido en el más ruin y sanguinario de los comercios criminales de estos tiempos: la trata de personas. El tráfico de seres humanos.

Lo que comenzó como “mordidas” inofensivas de 100 pesos por cruce y cuotas similares por permitir prostitución con los gobiernos priístas ha derivado en un gigantesco y aberrante negocio con los panistas. Lo más indignante es que suman miles —sin exageración alguna— las denuncias documentadas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y ONGs. Mientras los dos últimos gobiernos federales no han hecho absolutamente nada para remediar una situación que, para deshonra de este país, nos ha convertido en los más crueles y despiadados explotadores de migrantes del planeta. No hay en el mundo otra frontera tan infame como la de nuestro país con Centroamérica.

Y si cree que exagero, sólo le recuerdo la masacre de San Fernando, Tamaulipas, que nos reconfirmó entre la comunidad internacional como un pueblo de bárbaros. Al que no conviene preservar los más elementales derechos humanos de los migrantes que atraviesan nuestro territorio rumbo al sueño americano, porque se beneficia del negocio como socio del crimen organizado. Así ocurrió en ese capítulo, en el que 58 hombres y 14 mujeres fueron primero pastoreados y luego entregados como carne de matadero cuando algo falló en el mecanismo de extorsión. Aunque lo más grave del caso es que a la directora del INM, Cecilia Romero —obligada a renunciar por la presión pública—, se le blindó con el cargo de secretaria general del PAN.

De acuerdo con datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, son 18 mil los migrantes centroamericanos secuestrados cada año en México y miles más extorsionados. Un negocio gigantesco de un centenar de millones de dólares, que nadie podría creer que se queda en los mandos inferiores y medios. Por lo que es absolutamente válida la pregunta de qué tan alto salpica la corrupción del INM —dependiente, por cierto, de Gobernación— y a quiénes beneficia.

Por todo ello, y más, resulta encomiable el esfuerzo de 500 migrantes encabezados por el heroico padre Alejandro Solalinde para, desde el 24 de julio en Guatemala, emprender la Caravana Paso por Paso Hacia la Paz hasta la Ciudad de México, donde han demandado tres acciones al gobierno mexicano: que cancele las visas, que de plano desaparezca el horrendo Instituto Nacional de Migración y… en términos un poco más coloquiales “que deje de ser agachón y que deje de ser ojete con sus hermanos del sur del continente y haga lo que tiene que hacer”.

Se ve difícil, porque hasta ahora no hay la menor intención de corregir este cotidiano crimen de lesa humanidad. Hay mucho dinero de por medio; aun los encuentros presidenciales de buenos propósitos no pasan de ser un requisito para la foto. Y que en el fondo subyace la doble moral de regular en apariencia una migración que descongestiona en gran medida la miseria imperante en la zona. Lo terrible es que al cruzar la frontera sea absorbida por una descomunal trituradora humana de la que salen sangre y billetes. Y que, de paso, nos inhabilita moralmente para exigir un trato humanitario a nuestros propios migrantes mexicanos cuando logran cruzar al otro lado. ¿Con qué cara podríamos alegar nada si lo que allá ocurre es Disneylandia frente al infierno dantesco que les hacemos padecer aquí?

Es cierto, como apunta el ombudsman Raúl Plascencia, hay avances notables como la Ley de Migración y la reforma en materia de derechos humanos, pero mientras no se desaparezca o se reinvente una escoria como el INM, seguiremos manchados y marcados por la vergüenza.

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Periodista


Porfirio Muñoz Ledo

De culpas y perdones

El autoritarismo pertinaz, como el colapso de la autoridad del Estado, genera variadas formas de irrupción de la sociedad civil en la escena pública. Desde la explosión ciudadana de 1988 hasta el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza Javier Sicilia hay una línea de continuidad. Encarnan el derecho de resistencia a la opresión, al principio y en la decadencia de nuestra transición política.

Aquélla fue una empresa conjunta de diversos sujetos sociales inconformes, con el objetivo explícito de democratizar al país mediante la transformación del régimen político y de su orientación económica. Ésta es fruto de la indignación moral y busca levantar un muro de contención a los abusos y omisiones de la clase dirigente. Es una vibrante señal de alarma que no acaba de concretarse en un proyecto de cambio.

Desde hace tiempo hablo de una izquierda partidaria, otra social y una más contestataria. La primera ha dado muestras inequívocas de mezquindad y corrupción, la segunda está en proceso de coagularse y la tercera representa un punto de equilibrio con los poderes formales que debiera contribuir en toda circunstancia a enderezar el rumbo de la nación.

Protestar en nombre de víctimas específicas otorga una legitimidad reforzada por la tragedia. El número inmenso de afectados subraya, además, el carácter general de las demandas. Los titulares de los Poderes se vieron constreñidos a un diálogo público que infortunadamente se ha limitado al reconocimiento de culpas y a la solicitud de perdones, cuyas consecuencias prácticas se antojan remotas. Los representantes del Congreso intentaron salvar cara con respuestas vagas, alambicadas y poco sinceras. Más de lo mismo.

Los legisladores fueron acusados de “secuestrar las esperanzas de bienestar de la nación” junto con “los criminales y los poderes fácticos”; lenguaje que no se empleó en la entrevista con el Ejecutivo, merecedor en grado semejante de esos denuestos. Si los reclamantes revisaran el diario de los debates, descubrirían que los diputados de la genuina oposición enderezamos cotidianamente ese mismo género de críticas contra el gobierno y la mayoría parlamentaria amorfa e inconsecuente que lo entronizó.

Es hora de establecer nítidamente las responsabilidades y proceder a la rendición de cuentas, a fin de no extraviarnos en la literatura celeste de los pecados y las expiaciones. Empatar de forma rigurosa la agenda emergente de la sociedad con las propuestas que hemos formulado hace más de veinte años quienes luchamos desde otras trincheras por una plena democracia en México. Evitar la catástrofe y retomar el rumbo de la transformación democrática.

En materia de seguridad pública es urgente atajar las iniciativas militaroides que promueven los compungidos congresistas. Reabrir el debate en torno a soluciones alternativas eficaces y plenamente respetuosas de los derechos humanos, como las ha exigido el movimiento. Existen planteamientos contundentes de la academia y un proyecto legal de la izquierda —Encinas, Incháustegui, Ibarra— que debiéramos discutir de inmediato.

Bienvenidas las propuestas sobre una Ley de Atención a Víctimas y la Auditoría Social de las policías. Convirtámoslas en proyectos y pongamos en marcha la iniciativa popular en materia legislativa. Vayamos a fondo en la reconstrucción del Ministerio Público, diseñando un organismo independiente del gobierno, los partidos y los criminales. Emprendamos la reforma de los medios con sentido democrático que permita redistribuir las concesiones.

En la Reforma Política separemos el grano de la paja y distingamos lo aparente de lo verdadero. Sí a la participación ciudadana en las decisiones públicas, pero en términos que la hagan efectiva. También la reelección de legisladores, siempre que revisemos el sistema representativo y la acompañemos de la revocación del mandato. No dejemos en el olvido la descentralización del poder y su equilibrio mediante una distinta forma de gobierno.

Un cambio auténtico exige suma y concertación entre quienes bregan en la misma dirección. La creación de un nuevo bloque hegemónico. Manos a la obra.
Diputado del PT
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