La pobreza carga sobre sus espaldas el peso de la miseria que esa riqueza conlleva, además de material, sicológica: el abandono o muerte de uno o ambos padres en los primeros años de vida, lo que determina una manera de ser, especial característica no de los mexicanos, sino de los marginados del mundo.
Esta manera de ser fue y sigue siendo propiciadora de libros acerca de la sicología del mexicano que, en realidad, son descripciones de la sintomatología de las neurosis traumáticas por abandonos tempranos.
En los niños abandonados se produce, en lo sensorial, una desproporción por exceso en la captación de los estímulos que provienen de afuera, en intentos de compensar la carencia sobre los que provienen del interior.
La percepción y la memoria se ven modificadas en función de esta desproporción, alterándose en diversos grados la realidad y el juicio crítico, acompañado todo ello de una gran desvalidez y una depresión generalizada de la motivación.
Posteriormente adultos, a estos niños abandonados nadie los entiende por divididos y omnipotentes, pero poco valorados, narcisistas nada considerados, estrangulados durante siglos en que desarrollaron una forma de ser idealizadora –como se nota a cada instante en esta ciudad de México (detestable, perniciosa y abominable, pero sensacional), porque en ella habemos tantos ilusos. Sólo quedan unos cuantos que no lo son, tan cuantos que sobran dedos para contarlos y, por lo mismo, son indignos de convivir con la raza esperadora de la lotería, que con sus idealizaciones sirve de parapeto a esa gran omnipotencia (de esos inversionistas que en términos comparativos equivalen a 0.18 por ciento de la población total del país) por la pequeña diferencia
de que, a pesar de ser igual de omnipotentes y narcisistas que los marginales, tienen una estructura.
Lo que origina una división en dos lenguajes: el público, católico, español; y el privado, indígena (similar al del niño que no puede todavía articular las palabras para simbolizar), que lleva al que lo habla a estructurar un sublenguaje, también privado, cuyas manifestaciones, precisamente, son los dialectos: las frases entrecortadas, las pérdidas sin fin, las modulaciones de la voz, los ademanes y los gestos, que no funcionan y no son operativos en el mundo del dinero, que habla un lenguaje internacional, público, de eficiencia y organización.
Así la vida trata y lleva a los marginales, y a muchos más, como las olas que se rompen y siguen a merced del azar caprichoso, prácticamente indiferenciables (salvo por el color de la piel) de los abandonados, de los inválidos sicológicamente de otras partes del mundo, cuyas consecuencias son, por ejemplo, el machismo, que no es sino la actuación permanente sin reflexión; la inconsistencia, la falta de planeación y la de demora para la descarga de la acción; la incapacidad para agruparse y mantener rutinas, que lleva a que otros jueguen con su vocación y deseos, burlándose de ellos y de sus más firmes soluciones, ya que la violencia colonial, hoy y siempre, no se propone mantener una actitud respetuosa
ante los sometidos, sino que por una razón u otra trata también de deshumanizarlos, de liquidar sus tradiciones, su organización familiar, su lengua; de destruir su cultura y embrutecerlos de cansancio, abandonándolos; y si resisten aún, las armas acabarán de aniquilarlos.
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