Hace unos días falleció uno de los artistas plásticos más significativos de la segunda mitad del siglo XX. Alguna vez confesó que la pintura ejercía sobre él “un idéntico efecto que la carne”.
Dejó impresa en las retinas del siglo XX una obra perturbadora e intensa que lo llevó a convertirse en uno de los pintores más célebres en vida, uno de los pocos capaces de hacer saltar las cotizaciones de las subastas más exclusivas cada vez que uno de sus lienzos hacía su aparición espectacular en el mercado del arte. Provocador y libertino, bohemio, misántropo y melancólico, fue famoso por su mal genio juvenil y por su aire encantador y enigmático cuando la edad comenzó a hacer estragos en su cuerpo. Pero Lucian Freud no llegó a la cumbre por ser el nieto de Sigmund, ni por sus excesos y excentricidades, sino por haber interpretado como nadie el fragor de los cuerpos desnudos a contrapelo de las tendencias más abstractas que marcaron su época. El pasado 20 de julio, a los 88 años, murió en el Soho de Londres, el barrio que fue su búnker durante la mayor parte de su vida. Quedan sus retratos de personajes tan disímiles como la reina Isabel II de Inglaterra o la modelo Kate Moss, sus muchas mujeres y sus más de 20 hijos, fruto de una vida de leyenda que no distingue bien la frontera entre el mito y la realidad.
MI FAMILIA, LOS FREUD
Lucian nació en Berlín el ocho de diciembre de 1922, cuando su abuelo Sigmund se encontraba en la cúspide de su carrera. Hijo de Ernst, el menor de los Freud, tenía apenas 11 años en 1933 cuando su familia, de origen judío, se vio obligada a dejar Alemania ante la llegada de Hitler al poder. Se trasladaron a Londres, país que acogió a Lucian hasta el punto de hacerlo ciudadano en 1939.
Poco afecto a la disciplina de las escuelas, después de una corta temporada en la East Anglian School of Painting terminó por enlistarse en 1941, en pleno conflicto mundial, en la Marina. Llegó a realizar un solo viaje al Mar del Norte antes de arrojar la toalla: no le hizo huir el enemigo sino sus propios compañeros, lo que anticipaba una personalidad difícil. Al concluir la guerra, en 1947 pasó seis meses en París y conoció a quien habría de ser uno de sus inseparables amigos: el pintor Francis Bacon, cuya deriva estética compartiría.
Seducido por el surrealismo, conoció en la posguerra a Pablo Picasso, con quien llegó a realizar breves trabajos conjuntos. De esos primeros tiempos se recuerdan retratos donde se superponen personas y plantas de un modo casi imposible, lo que desafía toda interpretación académica. El más célebre de los cuadros de esa época es, sin duda, Bananas, de 1953, donde muestra los frutos de un jardín bautizado “Goldeneye”, propiedad del ex agente secreto inglés Ian Fleming, quien, mientras alojaba a Freud, escribía su primera novela, Casino Royale, inicio de la saga de James Bond. Freud y Fleming se detestaban, pero convivieron bajo el mismo techo gracias a la amistad y cercanía que Lucian tenía con Ann, la esposa del ex espía.
Se resistió a leer a su abuelo hasta la muerte. Lucian recordaba a Sigmund como “un señor comprensivo y muy divertido”, y no quería verse influido por sus escritos, mofándose de los críticos que emparentaban su obra con la del autor de La interpretación de los sueños. Sólo reconoció haber leído una vez Manía y humor, con la esperanza de reencontrarse con los viejos chistes que contaba el abuelo.
EN CARNE Y TELA
“Quiero que mi pintura funcione como carne. Para mí, la pintura es la persona, que ejerce sobre mí mismo un idéntico efecto que la carne”, explicó años después cuando le preguntaron sobre su abandono del surrealismo por el realismo expresionista. Casado en 1948 con Kathleen Garman Epstein, a quien pintó como habría de pintar a todas sus mujeres, tuvo con ella dos hijas a las que también pintó, para escándalo de los puritanos ingleses, desnudas, cuando ya eran algo más que señoritas, “con voluptuoso amor-odio de padre” —en palabras del escritor argentino Rodrigo Fresán. Pero Kathleen fue la primera de una larga lista, ya que la pasión de Freud por las mujeres era tan fuerte como la que sentía por la pintura y, tal vez, por las carreras de caballos, una afición que, según la leyenda, llegó a costarle hasta un millón de libras esterlinas en una sola tarde.
Tal vez porque se sentía un solitario en un mundo al que se esforzaba por penetrar con su mirada —la primera palabra que pronunció en su vida, según contó, había sido “solo”—, nunca pudo mantener relaciones demasiado estables. Sus divorcios y aventuras con mujeres cuya edad disminuía a medida que aumentaba la suya propia le dejaron casi 30 hijos, muchos no reconocidos y algunos a los que apenas llegó a conocer.
Su mal carácter era antológico, aunque sus amigos dicen que con la edad se le fue dulcificando hasta transformarlo en un anciano apacible; quedan para la leyenda sus malos momentos con la prensa, a la que concedió muy pocas entrevistas, o su agria disputa con la familia cuando quiso pintar a su posesiva madre, Lucie Brasch, un día después de su muerte.
Las modelos que pasaron por su estudio también lo recuerdan agrio. Su manía por captar la perfección de la piel lo llevaba a someterlas a extenuantes sesiones de horas diarias; en un caso, mientras pintaba una de sus obras cumbres, La familia Pearce, tardó tanto que al final tuvo que corregir las posiciones de sus modelos para hacer sitio a un niño que había nacido durante el proceso.
Su técnica desafiaba todo análisis. Adicto a los pinceles de pelo de marta o de cerda, que le permitían regodearse en los detalles más nimios y elaborar a la vez sugerentes trazos gruesos, sus telas hacían gala al final de un grosor considerable, lo que contribuía aún más a darles carnalidad. “Si un pintor tomó realmente de su modelo todo lo que tenía que tomar, ninguna persona puede ser retratada dos veces”, escribió cuando ya estaba en la cúspide de su fama. Defensor a ultranza de la realidad cruda, definía su trabajo como “puramente autobiográfico. Es sobre mí y mi entorno. Sobre mi esperanza, mi memoria, mi sensualidad y mi compromiso. Trabajo con gente que me interesa y que me importa, en habitaciones que conozco (...). Nunca pondría en un cuadro algo que no estuvo frente a mí. Eso sería una mentira sin sentido, un mero truco de destreza, puro artificio”.
LA CONSAGRACIÓN
Es difícil encontrar en la historia de la pintura contemporánea un ascenso tan perfecto a las cumbres como el suyo. Su reconocimiento internacional comenzó en la Bienal de Venecia de 1954, cuando el Reino Unido presentó a tres jóvenes artistas destinados a sacudir el paisaje de la pintura de la segunda mitad del siglo XX: dos de ellos venían precedidos de cierta fama —Francis Bacon y Ben Nicholson—; el restante era Lucian Freud.
En los años ochenta le llegó la consagración definitiva. Una retrospectiva suya cuidadosamente preparada recorrió Washington, París, Londres y Berlín, ayudando a transformarlo en el pintor vivo mejor pagado del mundo: el récord lo alcanzó en 2008, cuando Supervisora de ganancias durmiendo fue adquirida en una subasta de la casa Christie´s de Nueva York por el empresario ruso Román Abramovich por 33.6 millones de dólares. Junto con la fama llegaron los retratos a personajes célebres, algunos de los cuales levantaron ampollas en la opinión pública inglesa; el mayor escándalo lo protagonizó el minúsculo retrato de la reina Isabel II, tan pequeño que tuvo que agrandarlo dos centímetros para que cupiera la corona, necesitando muchos años de trabajo y largas sesiones de pose. A la Reina le gustó tanto que lo compró para que formara parte de su colección privada, y los críticos vieron en el atormentado rostro de la soberana los rastros que habían dejado la muerte de Lady Di y los múltiples disgustos que le habían propinado con el correr de los años sus herederos.
Lucian también retrató a la modelo Kate Moss embarazada, una obra por la que se llegó a pagar casi 10 millones de dólares, y El brigadier, retrato del general Andrew Parker Bowles, el padre de Camila, la segunda mujer del príncipe Carlos, está considerado una de sus obras maestras.
Cuando en 1988 dejó que la periodista de la BBC, Jake Auerdack, se metiera en su intimidad para realizar uno de los retratos más emotivos del artista, Freud miró a los espectadores a través de la cámara documental y exclamó: “Trato de pensar lo menos posible en las personas que miran mis cuadros. Me basta y sobra con que mis cuadros las miren a ellas”.
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