Porfirio Muñoz Ledo
Durante su primera visita a México, al regreso de Teotihuacan, conversé con François Mitterrand sobre los vínculos entre la literatura y la política. Le había hecho un moderado elogio del libro de su adversario Valéry Giscard d’Estaing, La democracia francesa, a lo que retrocó que el autor no era un hombre de letras sino un tecnócrata, para rubricar: lo que ocurre es que en Francia todos somos escritores.
Se refería no sólo a la extendida formación cultural de las élites de su país sino al gusto por la lectura y al hábito de la composición alentadas desde la infancia. Aquellas enseñanzas que habilitaron en el siglo XVIII a los graduados de la escuela primaria para absorber el mensaje de la Ilustración, a los egresados del Liceo disfrutar la inmensa literatura del siglo XIX y a los universitarios incorporarse al debate del siglo anterior; más de un tercio de la población en cada centuria.
A partir de la antigüedad griega todas las grandes civilizaciones han establecido un lazo estrecho entre la sabiduría y la conducción política de los pueblos. Los dirigentes son portadores del “universo de informaciones, valores y creencias que dan sentido a la vivencia colectiva”. En las monarquías es esmerada la “educación del príncipe” y en las democracias parlamentarias se traslada al fogueo implacable del debate político, a la tradición del testimonio escrito y a la exigencia de colocar la acción en el plano de la historia.
Los dislates incurridos estos días por dos de los aspirantes a la Presidencia de México representan una suerte de antihomenaje a la Secretaría de Educación Pública en el 90 aniversario de su creación; encarnan el entierro de la aspiración fundacional que pretendía liberarnos por el saber. Son la negación del vasconcelismo.
Se atribuye a Diógenes Laercio haber dicho “la cultura es un saber del que uno no tiene que acordarse: fluye de modo espontáneo” y a Voltaire haber sentenciado: “todo el mundo civilizado es gobernado por los libros”. Hay lagunas culturales que muestran océanos de ignorancia, pero sobre todo de simulación. La insoportable levedad de la dirigencia política.
Tanto Peña Nieto como Ernesto Cordero son fruto de una educación flaca y funcionalista: para acceder al empleo que no para incorporarse al saber. Son también subproducto del ciclo neoliberal para el que todas las soluciones han sido construidas de antemano. El pensamiento lineal no es propiamente pensamiento, sino papel pautado. El software lo fabrican en otro lado, sólo se requieren recursos para apropiarse de un hardware invencible. La mercadotecnia sobre el uso de la razón.
Representan la supremacía de lo aparencial sobre lo sustantivo. La cancelación de la búsqueda intelectual y la victoria del fingimiento. La sinceridad no requiere “acordeones” para responder. El libro más influyente pudo haber sido de Julio Verne, por la edad a la que se leyó, o la Enciclopedia Británica, por los misterios que nos descubrió. Sólo que en verdad no se haya leído ninguno sería imposible recordarlo.
Decía Federico Fellini que “la televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural”. Pero esa maravillosa tecnología podría ser empleada como la proyección de los libros y la inducción a la lectura. Ello requiere una profunda revolución política que rescate la comunicación para la educación. Ésa debiera ser magna tarea del próximo gobierno, para la que cuando menos dos de los candidatos ya han probado su palmaria incapacidad.
El país tiene que ser repensado a luz de su propia identidad y de los cambios del mundo. Demanda una clase dirigente patriota, conocedora de nuestro pasado y atenta a las ideas contemporáneas. Exige aptitud moral y probidad intelectual. Afirmaba un clásico: “donde se quiere a los libros también se quiere a los hombres” y podríamos añadir: también se transforma a los pueblos. Ahí reside la cabal dimensión de la lectura tanto como el riesgo inmenso de la ignorancia.
Diputado federal por el PT
No hay comentarios.:
Publicar un comentario