Editorial La Jornada
La población enfrenta un nuevo ataque al poder adquisitivo del salario. Aunque aumentos como el de ayer sean presentados en el discurso oficial como medidas de fortalecimiento a la economía de los trabajadores, lo cierto es que, a lo largo de la primera década de este siglo, los salarios han acusado un retroceso superior a 50 por ciento, y actualmente representan la cuarta parte de lo que significaban en 1976. Ante ello, resultan inverosímiles las amenazas lanzadas ayer por el titular de Economía, Bruno Ferrari, a empresarios tortilleros, en el sentido de que no permitirá que el fin de año se convierta en un periodo de abusos contra los consumidores
, pues la principal ofensiva proviene, justamente, de las propias autoridades.
Desde hace años, diversos funcionarios gubernamentales han tratado de minimizar esta circunstancia, afirmando que el salario mínimo es sólo un referente económico y que prácticamente ningún trabajador percibe un ingreso tan bajo. Tal alegato, sin embargo, es desmentido por diversas voces del ámbito académico y político: según el estudio Cálculo del salario en México, de acuerdo con la Constitución mexicana, del Observatorio del Salario de la Universidad Iberoamericana, 13 por ciento de la población ocupada en el país –es decir, unos 4.8 millones de personas– gana un salario mínimo por día. Pero, aun dando por buenas las cifras oficiales, si el aumento de 4.2 por ciento decidido ayer se coteja con el precepto constitucional (los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos
), resulta palmario que la Comisión Nacional de Salarios Mínimos viene incurriendo, desde hace varios años, en una situación contraria al espíritu y a la letra de la Carta Magna.
En la desoladora circunstancia nacional presente, la continua ofensiva contra las percepciones de los trabajadores no es buena para nadie: no lo es, ciertamente, para los propios asalariados, pero tampoco lo es a la larga para los patrones ni para las autoridades: sin alzas salariales significativas resultará llanamente imposible fortalecer el mercado interno e impulsar, de esa manera, las perspectivas de reactivación de la economía; sin el abandono a la estrategia de contención salarial y de sacrificio de los trabajadores no parece haber otro camino que el debilitamiento del sector formal y el ensanchamiento del informal –incluyendo, claro, las actividades ilícitas–, la profundización de los descontentos sociales y, en suma, la agudización de la ingobernabilidad que ya se padece en diversas regiones del país.
Parece difícil imaginar una manera más eficaz de socavar la de suyo precaria estabilidad del país que este ejercicio de simulación que se reproduce año con año. Hasta ahora, las cúpulas sindicales del charrismo tradicional han servido, a la vez, como diques de contención y como legitimadoras de la ofensiva contra los trabajadores. Pero incluso esas arcaicas estructuras corporativas tienden, en la hora presente, a debilitarse, y el gobierno comete un grave error si piensa que esa dinámica podrá continuar por mucho tiempo.
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