La violencia contra las mujeres
Editorial La República
El sábado fue hallado
sin vida el cuerpo de una adolescente en la provincia de Buenos Aires.
La prensa le dio amplia difusión. Es estadísticamente previsible que
mientras estas líneas son leídas, alguna mujer pierda la vida a manos de
su entorno más cercano y más probable aún es que no tenga repercusión
alguna. Más de dos siglos atrás, en 1793, una mujer fue guillotinada en
París luego de un proceso tan sumario que duró apenas unas horas. Fue
acusada de adherir a la causa republicana y apoyar a los girondinos. Era
la escritora Olimpia de Gouges, que además realizó proclamas sobre la
supresión del matrimonio y la instauración del divorcio y demandó el
resguardo de la infancia mediante un sistema de protección
materno-infantil. Pero mucho más probable es que su cadalso se haya
debido al atrevimiento de haber redactado en 1791 la “Declaración de los
Derechos de la Mujer y de la Ciudadana”, parafraseando el texto
fundamental de la revolución francesa de 1789, antecedente inaugural de
la actual concepción de los derechos humanos, la “Declaración de los
Derechos del Hombre y el Ciudadano”.
Por entonces la masculinización
del lenguaje no necesitaba excusarse por razones de costumbre o
economía sintáctica, sino que pretendía ser el fiel y riguroso reflejo
del imperio patriarcal. Algo –aunque menos que lo deseado- ha cambiado
al respecto desde entonces, pero difícilmente se pueda ceñir la
modernización aún inconclusa por ausencia de tantos derechos para
tantas, a una simple transformación lingüística. Es más ardua y
diversificada la tarea para salvar vidas, humillaciones y menoscabos de
una mitad de la población y con ella ganar la libertad del conjunto. Aún
hoy, a dos siglos de distancia, la demanda efectiva de la proclamada
igualdad, en algunos casos, también cuesta hasta la vida.
La
consigna “ni una menos” surgió en Bs. As. por iniciativa de un puñado de
mujeres periodistas, una agregación con habitualmente escasa capacidad
de convocatoria. Pero varias intersecciones entre esas 3 palabras y un
extendido hartazgo e indignación social frente a la violencia sexual,
simbólica, económica, institucional, obstétrica, física, y etcéteras
varios, debieron tener lugar para que miles de personas convergieran en
la concentración más populosa que recuerdo en la ciudad en la última
década, que a la vez convocó a otras tantas en varias ciudades del país,
Chile y Uruguay. Fue un hito histórico en la movilización popular
regional.
No se debió a la difusión de estadísticas que
denunciaran la magnitud del fenómeno. Muy por el contrario, Argentina
hace 5 años que no realiza encuestas de victimización de ningún tipo a
escala nacional. Y las parciales no se publican, como es el caso de la
ciudad de Bs. As. que encuesta sistemáticamente desde el 2008, inclusive
discriminando por circunscripción, pero incumpliendo las leyes 2593 y
2886 que obligan a editar y publicarlas. Si a la demolición que el
oficialismo argentino hizo del sistema de estadísticas le sumamos la
privatización y ocultamiento que viene haciendo de las mismas la
oposición derechista, toda posibilidad de conocimiento de la realidad
social y económica y de planificación de políticas públicas se basa en
la improvisación y el tanteo. Inversamente, Uruguay realiza un trabajo
de medición encomiable, aunque perfectible en su nivel de detalle y
discriminación. El “Observatorio nacional sobre violencia y
criminalidad” viene publicando informes anuales que pueden obtenerse en
la página del Ministerio del Interior. Sin embargo, en todos los casos,
de aquí, allá y más lejos aún, se percibe la proximidad del riesgo.
Un ejercicio sociológico salvaje de mero observador participante me
lleva a inferir que el encuentro convocó una mayoría abrumadora de
mujeres, diría que en el orden de 9 a 1. Que no sólo atrajo a la clase
media y los segmentos más educados (como por ejemplo convocatorias por
otros derechos o por la inseguridad) sino a vastas fracciones sociales
humildes y desprotegidas. Muchas libertades conculcadas lograron
reflejarse en la convocatoria y muchos sentidos de su ausencia se
sintieron interpelados y expresaron sus demandas específicas. El drama
se percibe atravesando la estratificación social.
En lo personal
hay muchas causas que abrazo por indignación moral o ejercicio
racional, como el feminismo o el socialismo. Pero el relato de la
violencia de género lo recibí desde mi infancia. Mi madre la sufrió de
forma extrema. Al punto que abandonó la “seguridad” del hogar conyugal
para marcharse con sus hijos a sobrevivir en condiciones paupérrimas, es
decir en la “inseguridad”. Y a la condena social que su liberación le
mereció a la conciencia mayoritariamente victoriana de los años ´40, se
le añadió el secuestro de los niños sacándolos del país, con los que
recién pudo reencontrarse después de años, ni bien el mayor de ellos
pudo emanciparse y retornar a su encuentro. Yo no había nacido para
constatarlo, pero su relato fue incontrastablemente consistente. Que
hijos se transformen en rehenes de conflictos parentales o alguien sufra
humillaciones públicas por parte de su pareja, no es ajeno a mi
experiencia familiar. Las familias son tanto cuna de afectos profundos y
solidaridad, cuanto caldo de cultivo para las más diversas formas de
violencia simbólica y hasta física. Una institución arcaica, plagada de
encubrimientos y resguardos intimistas más próximos a la asfixia y el
sometimiento que a la liberación, la autonomía y el empoderamiento
subjetivo.
Creo que el recientemente acuñado significante
“femicidio” debería resguardarse de su generalización. No sería útil
para clasificar todo asesinato de mujeres, sino el asesinato de mujeres
por el hecho de ser mujeres. Lamentablemente las mujeres también morirán
producto de la violencia por robos o rapiñas, por ajustes de cuentas,
por maltrato en las cárceles, etc. El -aún acotado- incremento de la
autonomía de cierta proporción de las mujeres, ha situado a algunas en
actividades delictivas como las organizaciones de trata, el
narcotráfico, las estafas o las bandas armadas. Las habrá también
victimarias. Si bien la violencia ocupa un lugar protagónico en la vida
social, la unificación registral y conceptual de todas sus formas y
variantes tiende a velar las causas de cada una. Sin embargo, la mayoría
de los asesinatos se dan en un vínculo de intimidad y conocimiento
entre víctima y victimario, puertas (afectivas) adentro. Distinto a las
consecuencias de la llamada inseguridad, puertas afuera y entre
extraños. En el primer caso, la causa última es patriarcal. En el otro,
capitalista, o si se prefiere, de desigualdad social. No son esferas
estancas. Se imbrican mutuamente, pero se dificulta pensar los fenómenos
sociales sin concederles, metodológicamente, autonomía relativa para su
tratamiento.
Cuando se aborda la problemática del patriarcado
se invocan razones culturales que, generalizadas de este modo,
constituyen una argamasa indiferenciada que vela la reproducción
cultural del poder. Aún en la escasez de espacio creo indispensable
establecer cierto orden de prelación apresurado en los sostenes
culturales de la dominación patriarcal. En primer lugar la contribución
de las grandes religiones: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo.
Me refiero aquí a sus parámetros organizativos y a los valores con los
que sus jerarquías y exégetas (y hasta sus ejércitos) intentan
disciplinar y controlar a sus fieles, no a las creencias individuales en
fenómenos sobrenaturales o a las conciencias. Todas ellas son
misóginas, discriminatorias, violentas y cosifican y sitúan a las
mujeres en una posición subalterna. Como nota de color hasta el Papa
recomienda el castigo físico a los niños pero con supuesto límite
progresista, circunscribiéndolo a la cola. En segundo lugar, a la
institución matrimonial que aherroja a los cónyuges en un lazo
emulatorio de la propiedad. Y en tercer lugar, a la histerización que
naturaliza y sacraliza la maternidad, aquello que Simone De Beauvoir
sintetizó como “la biología es destino”, subsumiendo la identidad
femenina a la materna. Tanto que “madre” y “mujer” son utilizados
frecuentemente como sinónimos y una señora mayor es una “abuela” en el
lenguaje coloquial.
Hace un par de años celebrábamos
movilizados en Uruguay la restitución de los úteros a sus legítimas
portadoras. Aún sin estadísticas precisas no es difícil inferir que la
dependencia económica del agresor, la ausencia de autonomía y la
cosificación, así como la erosión paulatina de la voluntad, constituyen
factores decisivos, al límite de la siguiente paradoja: no debe haber
mujeres más vulnerables que aquellas enamoradas de los poderosos.
Cierto espíritu actual de corrección política estimula la tolerancia en
general. Lo comparto, pero su límite es la violencia, contra la que
debe interponerse intolerancia y plena intransigencia. Comenzamos esta
semana por “ni una menos”. Pero vamos en busca del respeto universal por
derechos, libertades e igualdad. Como Olimpia hace dos siglos.
Para que incluya a muchas más.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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