Peña Nieto y Luis Videgaray. Foto: Octavio Gómez |
El cambio de mando en la SRE empezó con la declaración desafortunada
del nuevo canciller, quien acepta que “llega a aprender” del cuerpo
diplomático, en un contexto crítico que él mismo reconoció, está plagado
de amenazas reales, y en donde se requiere la unidad nacional.
Hablando con seriedad, esas serían razones precisamente para no
nombrar a Luis Videgaray como cabeza de la diplomacia mexicana: no
conoce del tema, el contexto es muy complicado y genera un rechazo
social muy alto en diversos sectores sociales. Todo mundo entiende que
la verdadera carta del ahora secretario Videgaray para ocupar el puesto
de jefe de la diplomacia es su relación personal con el grupo cercano
del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump.
Los objetivos que se pretenden con su nombramiento son claros:
contención de daños por el “efecto Trump” hacia México y la búsqueda de
una negociación racional de las nuevas condiciones del Tratado de Libre
Comercio (TLC).
El nombramiento de Videgaray puede leerse como un acto de pragmatismo
puro que declara la incapacidad de la política exterior mexicana de
afirmar y renovar su doctrina fundamental, concediendo una carta fuerte a
la visión caprichosa de un próximo presidente estadunidense locuaz.
Para esta ruta tan delicada, el presidente Enrique Peña Nieto ha
decidido poner a un capitán inexperto que lo único que ofrece es una
“diplomacia vudú”, en la que a través de unos pases mágicos pretende
poder cambiar la ruta de daño que Donald Trump ha infligido a México,
tanto en el plano simbólico de la imagen nación y su reputación, como en
el material, con la construcción del muro, el previsible regreso
forzado de miles o millones de mexicanos, y el cambio de reglas para el
comercio entre los dos países.
Como el cuerpo diplomático le recordará a Videgaray en breve, en
estos campos tan especializados de la política exterior, el vudú no
funciona. Se requiere el conocimiento especializado de cómo operan los
resortes del poder duro, el poder suave y el poder inteligente, bajo la
lógica de la construcción del interés nacional, trazando objetivos
realistas que atiendan una agenda de Estado.
Por tanto, presenciamos un acto posmoderno de nuestra diplomacia en
la lógica de que priva una especie de sinsentido en la orientación de la
política exterior mexicana atendiendo sus pilares doctrinarios
tradicionales: no intervención, autodeterminación, resolución pacífica
de conflictos y cooperación internacional.
Ahora, la política exterior de México se define con la necesidad
pragmática de complacer los intereses de un presidente electo desbocado,
irreflexivo y en muchos sentidos, impredecible.
¿Dónde quedan las regiones y socios de Latinoamérica, Europa, Asía o
África? ¿Cuándo dejamos de lado la diversificación de nuestros
intereses y objetivos en el mundo? ¿Dónde queda la dignidad de la
política exterior mexicana y su prestigio por causas moralmente justas?
¿Hasta cuándo los diplomáticos de carrera nos darán una lección de lo
que es hacer “alta política” frente a las presiones de una tecnocracia
insensible, que ahora se instala en la SRE, irónicamente, como los
crueles personajes de Beckett, Pozzo y su esclavo Lucky, para
distraernos y anunciar que “Godot llegará mañana”, a sabiendas de que
todo es una gran mentira?
Lo único que nos queda claro a quienes analizamos estos temas es que
Trump ya llegó, se instaló y desde hace un buen rato, le marca el paso a
la diplomacia mexicana.
*Profesor investigador del Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad Iberoamericana
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