Al incremento en los precios de las gasolinas implantado desde el primer día del año se han sumado los del transporte carretero, el gas LP y, según el anuncio hecho ayer por la Comisión Federal de Electricidad (CFE), de las tarifas eléctricas industriales y domésticas de alto consumo. En los posicionamientos oficiales sobre las razones para desatar una espiral inflacionaria en el momento económico más inoportuno e incierto ha faltado coherencia y verosimilitud y, como resultado, se multiplican las expresiones de protesta en distintos puntos del territorio nacional y los reclamos empresariales y gremiales.
Es
claro que el empeño por llevar a sus últimas consecuencias los dogmas
neoliberales de la desregulación generalizada, las privatizaciones a
rajatabla y la consagración de las leyes de la oferta y la demanda como
único modulador del agro, la industria, el comercio y los servicios ha
provocado una severa afectación en la singular configuración económica
de los energéticos que existió en México por décadas. Es inevitable, en
consecuencia, que la onda de choque de las incrementos y desregulaciones
mencionadas se expanda por el resto de la economía y se convierta en un
factor recesivo adicional a los heredados del año recién pasado:
devaluación cambiaria, recorte del gasto social, caída de la producción
de crudo y previsible aumento del desempleo a consecuencia del incierto
horizonte de las exportaciones y de las remesas que conlleva la próxima
presidencia estadunidense.
Al margen de si
es causada únicamente por disposiciones fiscales o también por la
aplicación de la reforma energética, la escalada no sólo desordena el
quehacer económico, sino multiplica la exasperación social, como dan
cuenta las manifestaciones de irritación que están teniendo lugar.
Inexorablemente,
ese descontento –justificado, si se considera que los incrementos y la
inflación que ya se percibe no han sido acompañados de un aumento de los
ingresos del grueso de la población– se traducirá en un desasosiego
político e incluso en un acotamiento de los márgenes de gobernabilidad,
con consecuencias imprevisibles.
Si se considera la turbulencia
generalizada que puede provocarse, el grupo gobernante debería
reflexionar sobre la improcedencia de supeditar la satisfacción de las
necesidades de la población al cumplimiento de dogmas económicos y al
gusto de los intereses corporativos que se benefician con el manejo
económico oficial.
La capacidad de sacrificio de los sectores
mayoritarios –a los que ahora se suman incluso empresarios como los
propietarios de gasolineras, cuyas utilidades se verán
significativamente mermadas por el nuevo esquema de precios– tiene un
límite; las autoridades no parecen darse cuenta de que está cada vez más
cercano y a nadie, ni a los gobernantes ni a los gobernados, conviene
rebasarlo.
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