1/01/2017

Lupe bajo el sol


Arturo Balderas
La Jornada 

Una de las medidas profilácticas que los estadunidenses emplean para evadir las abrumadoras noticias de la temporada es la evasión mediante la eficaz fórmula de ver una buena película. Los festivales cinematográficos son el escaparate para ello, porque ofrecen lo más novedoso y lo mejor de la producción fílmica. El Festival Internacional de Cine de Mill Valley, en el norte de California, es uno de los que han cobrado especial importancia en Estados Unidos por la calidad y número de películas que se exhiben. Ahí se presentó la película Lupe bajo el sol, dirigida por el joven director mexicano Rodrigo Reyes, con base en un guión escrito por él mismo, con la producción de Su Kim, Inti Cordera y Paul Brunet.
La película está basada en la historia del abuelo de Reyes, quien ha vivido y trabajado arduamente durante años en los campos agrícolas del Valle Central del estado de California, pero decide regresar a México antes de morir. Lo más grato del filme es que se aleja de los estereotipos en que comúnmente caen las películas sobre los migrantes mexicanos. Mediante un lenguaje fílmico, sobrio y ausente de golpes espectaculares, Reyes nos introduce a la vida íntima de su abuelo don Lupe, un mexicano que ha llegado a la madurez de su vida en la soledad que produce el haber dejado familia y amigos en busca de una vida mejor. Conforme pasan los años, don Lupe se pierde en una rutina ominosa marcada por un reloj que, sin tregua, seis días de la semana lo despierta a las 4 de la mañana para iniciar sus labores en el campo. Gradualmente pierde el contacto con la familia e inexorablemente se abandona a una soledad similar a la de los miles que han dejado atrás su país, amigos y familia.
La pausada narración de Reyes, en la que el ahorro de sobresaltos es norma, paulatinamente se apropia del espectador que, en la medida que transcurre el filme, es cautivado por la soledad de Don Lupe, quien se sume en una cotidianidad frecuentemente asfixiante. Hay diversos momentos que pudieran derivar en tragedia, pero Reyes se niega a explotar el expediente tan trillado de la fatalidad ine-ludible; en cambio, opta por una solución menos sensacionalista y más acorde con la narración intimista de la cinta. En una excelente secuencia, un patrullero detiene la camioneta en la que viaja don Lupe con otros tres compañeros, presuntamente indocumentados. La mesa está puesta para la tragedia, pero a final de cuentas el agente policiaco, en tono afable, sólo recomienda a los viajeros que deben manejar más despacio. En este y otros momentos, en lugar del melodrama, el director prefiere la introspección de su personaje, cuya rutina es alterada solamente por su devoción religiosa y las visitas periódicas a su amante. No hay sobresaltos en esa cotidianidad; lo que subyace es un profundo sosiego y a final de cuentas la añoranza por el origen.
En momentos de incertidumbre para millones de migrantes, indocumentados o no, en los que la explotación cinematográfica de sus desventuras se convierte en pretexto para la taquilla, se agradece la película de Reyes, porque obliga a reflexionar sobre un aspecto poco conocido y menos apreciado: el personal y profundamente humano, alejado de las vicisitudes de la calidad laboral y el nomádico acontecer. Su existencia debiera ser parte del paisaje cotidiano, no algo extraño que lo perturba y de-sentona. Fue la conclusión que se infiere de los comentarios que en el diálogo posterior a la exhibición del filme se efectuaron entre el público asistente y el director.
La película también se presentó en el Festival Internacional de Morelia, pero sería deseable su proyección en un número mayor de salas para que el público mexicano tuviera la oportunidad de ver y entender mejor un aspecto poco conocido de quienes, por necesidad, han tenido que abandonar su país.

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