Carlos Bonfil
Joao Pedro Rodrigues es uno de los cineastas portugueses contemporáneos más innovadores y originales. Desafortunadamente, su trabajo se conoce poco o muy mal en México. El fantasma (O fantasma, 2000) y Morir como un hombre (Morrer como um homen, 2009) se proyectaron aquí fugazmente, y Odete
(2005), su segundo largometraje, sigue inédito. Se trata
invariablemente de relatos ásperos y obsesivos en torno a las
experiencias de parias sexuales consumidos por una apetencia erótica
insatisfecha y condenados a la soledad. Sergio, el fantasma que
enfundado en un traje de cuero negro, persigue de noche por las calles y
azoteas a su viril objeto de deseo, espiándolo y asediándolo
frenéticamente, asumiendo por él y para él todo riesgo de abyección,
tiene como contraparte en Morir como un hombre la figura
resignada y envejecida de Tonia, el travesti en infructuosa espera de un
cambio de sexo, cuyos inútiles reclamos eróticos se apagan
lamentablemente al lado de su amante en turno, un vividor adicto a las
drogas, y de su inseparable mascota canina. Para completar este panorama
desolador, Odete refiere a su vez una larga experiencia de duelo sellada también por la soledad de su protagonista.
En su quinto largometraje de ficción, El ornitólogo (2016),
Rodrigues cambia por completo su acostumbrado registro de atmósferas
turbias y oscuros personajes marcados por la fatalidad, para proponer, a
manera de una parábola luminosa, la experiencia de otro gran solitario,
Fernando (Paul Hamy), un amante y observador de los pájaros que
emprende una larga excursión por la campiña portuguesa en busca de un
ejemplar raro de cigüeña. El realizador vincula esa búsqueda científica
con otra de tipo espiritual basada en la libre interpretación de pasajes
biográficos del santo portugués franciscano Antonio de Padua, cuyo
nombre de nacimiento fuera precisamente Fernando, y de quien se
reproduce aquí parte de su prédica a los peces, mientras en otras
escenas de la cinta surge caprichosamente un bestiario fantástico, con
animales inanimados, casi embalsamados, que se cruzan por el camino del
caminante en una atmósfera de perturbadora irrealidad onírica. Una
primera parte del relato refiere las rutinas del solitario escrutador
del vuelo de las aves, su comunicación por celular con un amante
masculino que desde lo lejos cuida de él y de la toma puntual de un
medicamento esencial para tratar un padecimiento indefinido, otro punto
de contacto con el santo lusitano continuamente aquejado por
enfermedades.
A partir de un accidente en su navegación fluvial, la
experiencia de Fernando participará ya, en la segunda parte de la cinta,
de las visiones de un delirio. Fernando es rescatado de la muerte por
dos turistas chinas que buscando primero su protección en su aventurado
camino a Santiago de Compostela, terminan maniatándolo, de modo
inexplicable, y amenazándolo con torturas, transformando su imagen casi
franciscana en la de otro santo, un Sebastián volcado al sufrimiento.
Esa imagen en que se confunden dolor y erotismo remite a la visión
pagana con que, con un venturoso anacronismo, el británico Derek Jarman
evocaba en Sebastiane (1976) la posible santidad de un cuerpo
lacerado. Pero el cineasta portugués lleva lo profano al territorio más
abierto de la provocación blasfema cuando Fernando comparte con un
pastor sordomudo, a orillas de un río, los goces de un homoerotismo de
clara inspiración pasoliniana. Estamos ahora ya muy lejos del viacrucis
de la pasión homosexual obsesiva e ingrata de las primeras cintas del
lusitano.
Aun cuando los demonios ronden por el bosque en que transita el
ornitólogo ermitaño, y que el crimen y la sangre amenacen con precipitar
su suerte hacia nuevos abismos, queda abierta la promesa de una
resurrección y las insospechadas
gratificaciones de la carne. Joao Pedro Rodrigues toma como pretexto la
figura de un santo franciscano para cantar, de un nuevo modo, los
placeres terrenales que los protagonistas de sus filmes anteriores
parecían tener vedados. Para imprimirle también a su cinta un colorido
novedoso y fantástico, el de una floresta densa, a lo aduanero Rousseau,
en una cinta que semeja, según lo sugiere Joe Bowman en su blog Fin de cinéma, “una suerte de remake de El desconocido del lago,
de Alain Guiraudie, realizado por Apichatpong Weeresethakul”, aun
cuando la exuberancia y espiritualidad de lo que emprende aquí Rodrigues
tenga vínculos más estrechos con la cinta más reciente de Guiraudie, Animal vertical (Rester vertical, 2016), de estreno inminente, y todavía más con la gozosa tradición queer de un Pier Paolo Pasolini.
Se exhibe en Cineteca Nacional, Cine Tonalá, Casa del cine y Cinépolis Diana.
Twitter: CarlosBonfil1
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