La Jornada
Con marchas, sentadas,
plantones, mítines, bloqueos carreteros y un paro internacional
impulsado por organizaciones feministas se conmemoró ayer el Día
Internacional de la Mujer. La convocatoria a Un día sin mujeres”
en el trabajo doméstico y asalariado, que tuvo eco hasta en 40 países,
buscó visibilizar la importancia de las labores que ellas llevan a cabo
sin remuneración, así como denunciar la disparidad de ingresos que
padecen en todo el mundo. En las naciones latinoamericanas la jornada de
protesta para exigir la plena igualdad de género tuvo un marcado
énfasis en la emergencia de los feminicidios, un flagelo arraigado en la
región y que durante los años recientes ha experimentado un grave
repunte.
La sociedad parece todavía diseñada para castigar la integración de
las mujeres al ámbito laboral. No sólo reciben menos ingresos que los
hombres por realizar idénticas tareas, sino además su empleabilidad
tanto en el sector público como en la iniciativa privada se ve afectada
por la reticencia de los patrones a cubrir las ausencias por gravidez y
maternidad. Su promoción y ascenso dentro de los espacios de trabajo se
complica no sólo por la persistencia de concepciones retrógradas que las
perciben menos aptas para el mando, sino también por el tiempo que
deben destinar a labores domésticas y de cuidados de las que los varones
se ven eximidos. Factores estructurales de desigualdad como los citados
determinan que, en el mejor de los casos, las mujeres ocupen apenas una
cuarta parte de los puestos directivos disponibles, e incluso quienes
logran superar todos los obstáculos para ubicarse en posiciones de éxito
y responsabilidad lo hacen con remuneraciones menores a las de sus
pares masculinos.
El agravio de la flagrante inequidad económica está acompañado
en muchas sociedades por una violencia ubicua y normalizada que va
desde los abusos sexuales de todo grado hasta la creación o
mantenimiento de leyes que las criminalizan por ejercer el derecho a
decidir sobre sus propios cuerpos. En el caso de México, las agresiones
contra las mujeres están lejos de remitir; por el contrario, presentan
un claro recrudecimiento en los años recientes: al riesgo constante que
supone vivir en un entorno machista, que justifica la violencia
doméstica y el acoso callejero como si se tratase de rasgos culturales y
no de conductas punibles, deben sumarse hoy los efectos del control de
crimen organizado sobre vastas porciones del territorio nacional, con la
consiguiente brutalidad de fenómenos como el tráfico sexual.
La lucha de las mujeres que desde el siglo antepasado reivindican el
pleno reconocimiento de sus derechos sociales, económicos y políticos ha
llevado a que hoy exista un consenso, al menos en el discurso público,
acerca del carácter pernicioso e inaceptable de cualquier forma de
discriminación hacia este sector. Aunque dicho consenso debe recibirse
con beneplácito, es inaplazable transitar de las palabras a las leyes y,
ante todo, al cumplimiento efectivo de éstas para terminar con una
situación de injusticia perpetuada históricamente.
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