La Jornada
Llama la atención que
en lugar de discutir un modelo de seguridad compatible con la
Constitución y los instrumentos internacionales de protección a los
derechos humanos aprobados por México, nuestros legisladores, contra
toda evidencia, sigan impulsando un esquema desfigurado y hechizo de
seguridad pública, contrario a un Estado democrático y social de
derecho, y a las expectativas de la nación. Con el inicio, en efecto, de
la llamada
guerra contra el narcotráfico, a partir de diciembre de 2006, los registros oficiales indican que desde el aumento del número de soldados y marinos desplegados en operaciones de seguridad pública, los índices de violencia y violaciones a los derechos humanos en el país han reportado un acelerado incremento.
Los informes de organizaciones de derechos humanos, como Amnistía
Internacional (2016/17), dan a conocer que el gobierno mexicano tiene
registrados, hasta finales de noviembre de 2016, 36 mil 56 homicidios en
tales operativos. Instituciones académicas, como el Centro de
Investigación y Docencia Económicas, han señalado igualmente, con
fundamentos estadísticos sólidos e incontrovertibles, el aumento de la
violencia en los últimos años, en proporción directa con el mayor número
de efectivos militares involucrados en actividades que no les competen.
Y organizaciones nacionales de derechos humanos, junto con otros
estudios, como el emitido por el Instituto Belisario Domínguez del
Senado, han mostrado también la alta tasa de letalidad en los
enfrentamientos de las operaciones de seguridad, en las que están
implicados miembros de las fuerzas armadas.
Quizás a ello se deba que no se haya explicitado hasta ahora en
México el reconocimiento del derecho humano a la paz, complemento
indispensable de todos los esfuerzos de la sociedad por eliminar las
causas institucionales y políticas que generan la violencia, para no
seguir perpetuando las que la provocan. La paz, como un derecho de las
personas y de los pueblos, comenzó a definirse a partir de la
construcción doctrinaria que acompañó al surgimiento de la Sociedad de
las Naciones en 1918. Ello no obstante, fue tras los horrores de la
Segunda Guerra Mundial cuando la paz se constituyó como un concepto
positivo, fundamentado en resoluciones de la Asamblea General de
Naciones Unidas, la Conferencia General de la Unesco, y los órganos
regionales de carácter intergubernamental. Pero no fue sino hasta
décadas después de 1945 cuando la necesaria existencia de un derecho
humano a la paz, de un derecho individual y colectivo a vivir en paz,
siguió a la conceptualización de una nueva categoría de derechos
humanos, los llamados derechos de la tercera generación, derechos de
solidaridad, o de vocación comunitaria.
La Declaración de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sobre la
Preparación de las Sociedades para Vivir en Paz sostiene que el derecho a
vivir en paz es para todas las naciones y todos los individuos.
Posteriormente, en su artículo primero, la Declaración sobre el Derecho
de los Pueblos a la Paz proclama solemnemente que los pueblos de la
tierra tienen un derecho sagrado a la paz. Y una resolución adoptada en
1976 proclamó ese derecho humano a la paz, que ha sido incorporado
posteriormente a varias constituciones de diferentes países.
En el ámbito regional americano también se le reconoce,
mencionado por primera vez en una resolución de la Conferencia General
del Organismo para la Proscripción de las Armas Nucleares en América
Latina, adoptada en 1979 en la Conferencia de Quito, la cual proclamó el
derecho de
todas las personas, los estados y la humanidad a vivir en paz. Igualmente, en el marco de la Organización de Estados Americanos, la Asamblea General de la OEA, en la Declaración de Caracas, reconoció en su párrafo cuarto, en 1998, la existencia del derecho humano a la paz.
La paz no es entonces un valor que pertenezca únicamente a las
relaciones internacionales, ni mucho menos un asunto que deban pactar
quienes ostentan el poder. Es sobre todo un derecho humano del que todas
las personas, los grupos y los pueblos somos titulares. Todas y todos
tenemos derecho a vivir en paz; todas y todos tenemos derecho a una paz
justa, sostenible, duradera y con dignidad. La paz no es tampoco sólo la
ausencia de conflictos armados internos o internacionales. Es un
concepto mucho más amplio y positivo que engloba el derecho a ser
educado en y para la paz; el derecho a la seguridad ciudadana, e incluso
humana; a vivir en un entorno sano y seguro; al desarrollo, y a un
medio ambiente sostenible. Es un derecho que engloba también el derecho a
la desobediencia civil y a la objeción de conciencia frente a
actividades que supongan amenazas contra la paz, así como el derecho a
la resistencia contra la opresión de los regímenes que violentan
derechos humanos.
La paz es la premisa para el ejercicio de todos los derechos humanos,
y al mismo tiempo un derecho humano, para cuyo ejercicio se requiere
del concurso de diversos factores sociales, culturales, políticos,
económicos e ideológicos. Las responsabilidades de los estados sobre la
paz incluyen, pero no se limitan, al plano internacional. La Declaración
sobre el Derecho de los Pueblos a la Paz de 1984 enuncia que es
deber sagrado de todos los estados garantizar que los pueblos vivan en paz. Y declara que proteger el derecho de los pueblos a la paz, y a
fomentar
su realización, es una obligación fundamental de todo Estado. Un
ejemplo destacable del reconocimiento interno del derecho a la paz se
encuentra en la Constitución de Colombia de 1991, la cual, en su
artículo 22, dispone que
la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Y en México, ¿cuándo será garantizado explícitamente en nuestra Constitución?
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