Un feminicida no solo destruye el cuerpo de una mujer: el daño y el dolor trascienden el tiempo y el espacio, llegan a las niñas, niños y adolescentes que quedaron en orfandad, azotan a los que perdieron a una hija, mata también la justicia, la posibilidad de una vida sin violencia de la que hablan las leyes. Sin embargo, prácticamente nada se sabe de estas víctimas, quiénes son, dónde están, cómo sobrellevan el duelo y el dolor, quién las atiende, cómo viven la ausencia, quien les repara el daño, quién las mantiene...
Ante la omisión, la burocracia y la indolencia, estas víctimas “colaterales”, “indirectas” del feminicidio apenas son reconocidas con unos cuantos datos por instituciones del Gobierno federal, que están obligadas a saber y atender la problemática, entre ellas: la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes, la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, el Sistema de Desarrollo Integral de la Familia (DIF), el Comité de Violencia Sexual de la Conavim y la Subprocuraduría de Atención a Víctimas del Delito y Servicios a la Comunidad de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México.
Y es su obligación saber e informar porque la Ley General de Víctimas indica que los familiares o las personas que tengan una relación inmediata con la víctima directa son víctimas indirectas y por tanto pueden recibir ayuda provisional, oportuna y rápida de los Recursos de Ayuda de los sistemas de víctimas federales o de las entidades federativas.
Esta ley no surgió por iniciativa del Estado mexicano, sino como consecuencia de una sentencia que dictó en su contra la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en noviembre de 2009, como responsable del feminicidio de Esmeralda, Claudia Ivette y Laura, asesinadas en 2001 en Ciudad Juárez, Chihuahua proceso conocido como Campo Algodonero. Desde entonces, el Estado debe reconocer también como víctimas a hijas e hijos de mujeres contra las que se cometió un homicidio por razón de género y fue exhortado a crear una ley para apoyarlas.
Hoy, el Sistema Nacional de Protección de Víctimas es la entidad encargada de coordinar apoyos médicos, psicológicos y jurídicos a esas víctimas, y existe también la Ley General de Niñas, Niños y Adolescentes que garantizarían dichos apoyos. Sin embargo, no hay datos de las víctimas indirectas, ningún registro público los tiene, lo que las convierte, también, en víctimas invisibles del feminicidio.
Eso llevó a esta agencia a echar mano de la ley para solicitar datos. Así, obligadas por solicitudes públicas de información, dos de estas instituciones revelaron a Cimacnoticias lo que tienen: apenas una pálida semblanza de las niñas, niños y adolescentes que sobreviven al feminicidio, víctimas invisibles para el Estado.
La Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes, cuya función inició en octubre de 2015, conoce sólo un caso de orfandad por feminicidio y la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) logró registrar, en tres años de operación (de 2014 a febrero de este año), 65 casos de orfandad por feminicidio.
Las otras dependencias, a las que se interrogó por las hijas e hijos de las mujeres víctimas de feminicidio, callaron. Desde febrero pasado, solicitamos entrevistas con la entonces directora nacional del Sistema de Desarrollo Integral de la Familia (DIF), Laura Vargas Carrillo; con la titular del Comité de Violencia Sexual de la Conavim, Anita Suárez Valencia: y con la subprocuradora de Atención a Víctimas del Delito y Servicios a la Comunidad de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México, María de los Ángeles López Peña. Hoy, esta agencia sigue en espera de respuesta.
En suma, solo 66 orfandades reconocen estas autoridades, aunque existe un registro oficial de 34 mil 176 asesinatos de mujeres cometidos en el país de 1985 a 2009, lo que habría dejado miles de huérfanas y huérfanos, niñas, niños y adolescentes, así como un número igualmente alto de abuelas convertidas súbitamente en madres, ante el asesinato de sus hijas y cuyas historias también son ignoradas por las autoridades.
Y si, en el mejor de los casos, el homicida es llevado a la justicia, remoto es que un juez dé vista a alguien para ver qué ocurre con los hijos e hijas de la víctima, como afirma la pedagoga y fundadora de la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia (ODDI), Margarita Griesbach Guizar.
Hablamos de un número de víctimas que, además, se incrementa cada vez que un feminicida comete el crimen, lo que sucede al menos siete veces por día en nuestro país.
Aunque invisibles para las autoridades, las niñas, los niños y adolescentes que quedaron en huérfanos existen, tiene voz, necesidades y una historia para contar, lo que revela cada omisión o agravio que padecen, en un país donde las leyes que deben protegerlos no lo hacen.
ALAN, REGATEO DE APOYOS
A la medianoche del 9 de septiembre de 2015, Alan*, de 10 años de edad, llegó corriendo a casa de sus abuelos, a unos metros de su domicilio, en el municipio de Tlajomulco, Jalisco, para pedir ayuda porque su padre, Alberto, quería asesinar a Betsabé, su madre.
Alan contó angustiado a sus abuelos que él y sus hermanos, de 9, 3 y dos de 7 años de edad estaban durmiendo, cuando los gritos de su madre y su padre los despertaron. En medio de la violencia, su mamá le pidió que fuera corriendo a traer a los abuelos para que la auxiliaran, pero en ese momento su padre lo detuvo, lo aventó violentamente y lo amenazó con asesinarlo junto a sus hermanos.
Pudo huir, pidió ayuda, pero cuando regresó con sus abuelos, el cuerpo de su mamá estaba ya en el suelo, con heridas de cuchillo en el pecho. De eso pasaron ya 2 años y desde entonces él y sus hermanas y hermanos viven con sus abuelos, quienes tratan de cubrir sus necesidades de salud, su educación y les dan la oportunidad de conservar una familia. Sin embargo, Alan tiene miedo de que su padre, prófugo de la justicia, regrese y cumpla su amenaza de matarlos.
Al día siguiente del asesinato de Betsabé, su madre y su padre, María Amparo Hernández y Mario García, adultos mayores, él dedicado al campo y ella a atender una mercería, fueron a la Procuraduría Social de Tlajomulco a tramitar la custodia de sus cinco nietos, donde les dijeron que tendrían que “pagar ocho mil pesos por cada niño si realmente los querían”.
La respuesta, insensible y hasta abusiva, no extraña, como explica la pedagoga y fundadora de la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia (ODDI), Margarita Griesbach Guizar, pues cuando una niña o niño queda en orfandad tras un feminicidio, “se vuelve invisible para el Estado y si hay una tía o una abuela es ella quien se queda a cargo, sin que la autoridad intervenga como debiera ser. Y al final, dice, dependiendo del contexto la familia hace lo que puede hacer.
Así sucedió con los nietos de Amparo y Mario, pues para que pudieran quedarse con ellos, fue necesaria la intervención del DIF Tlajomulco, donde se agilizó el trámite de custodia ante la Procuraduría Social, explica la abogada y vicecoordinadora del Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de las Mujeres (Cladem), Alejandra Cartagena.
Así, la pareja, además de una hija con síndrome de Down, sumó a sus responsabilidades el cuidado y la crianza de sus cinco nietos, sin más recursos que los que les deja su trabajo de campesinos y con una batalla perpetua para que las instituciones les den el apoyo a que tienen derecho como víctimas secundarias de feminicidio.
La insistencia de la abogada Cartagena ante el DIF de Tlajomulco apenas tuvo respuesta en 2016: una despensa para la familia “de vez en cuando”. También una beca de la Secretaría de Educación Pública, por un año, solo para Alan, nada para los demás.
¿Por qué?, preguntamos a la abogada: “La ayuda no está llegando a quienes la necesitan porque las autoridades no están organizadas”, responde. Y agrega: “no tendrían que ser las víctimas quienes estén buscando ayuda, tendría que ser el Estado quien les de todo el apoyo que necesitan”.
A la familia le falta apoyo psicológico, que no pueden pagar y al que tienen derecho. Les urge también construir un cuarto más y dicen que el DIF ya se los prometió, para que no estén tan restringidos de espacio.
Mientras tanto, en espera de que la ley se aplique, hoy Amparo y Mario sobreviven sin el negocio de la mercería y resuelven los gastos de cinco hijos-nietos más. Peor aún, decidieron abandonar su casa, por temor a que el feminicida los busque, mientras la abogada insiste, toca puertas para recordar a las autoridades que tienen una obligación legal para con las víctimas.
HUELLAS DE LA VIOLENCIA
Rafael tiene 18 años, Ulises 17 y Fabiola 15, todos quieren ir a la universidad, Rafael para ser abogado, Ulises y Fabiola quieren estudiar diseño gráfico. Han pasado 13 años desde que el 12 de febrero de 2014, vieron a su madre, Nadia, inerte, en cuclillas y con una cuerda atada al cuello.
Esta escena los persiguió durante su infancia y aunque repitieron hasta el cansancio el mismo testimonio de cómo vieron a su padre, Bernardo López, y su tío Isidro “El Matute”, meter a su madre a la cisterna y luego colgarla en la habitación de su casa en Cuautitlán Izcalli, Estado de México, casi ninguna autoridad les creyó, porque apenas tenían entonces 5, 4 y 3 años de edad, y su declaración no fue considerada como evidencia.
Presenciar el feminicidio de su madre les dejó graves secuelas: Rafael, quien tenía 5 años de edad, perdió el control de sus esfínteres y Ulises, de 4 años, comenzó a esconderse debajo de las sábanas para gritar y escapar de las constantes pesadillas, otras veces se golpeaba contra la pared, subía a la azotea de su casa y preguntaba cuándo regresaría su madre.
Su hermana más pequeña, Fabiola, a sus 2 años de edad, articulaba palabras que según María Antonia, su abuela, querían decir que su “papá le pegó a su mamá” y al igual que Ulises cada vez que la niña tenía ansiedad se golpeaba la cabeza con las manos: “Era horrible”, narra su abuela.
Cuando la Procuraduría General de Justicia del Estado de México (PGJEM) concluyó que se trató de un “suicidio”, María Antonia se dedicó a dos arduas tareas: primero cuidar a sus nietos y después tocar puertas para exigir justicia a todas las instancias que se encontró en el camino.
En 2004, María Antonia escuchó en la radio al psiquiatra Giuseppe Amara, en su programa “Parejas Disparejas ¿Y la Familia?”. Le pidió ayuda y este aceptó dar terapia psicológica y psiquiátrica gratuita a los dos hijos mayores de Nadia, por un tiempo determinado. Fabiola nunca recibió atención porque su abuela pensó que era muy pequeña para recordar los hechos.
Terminada la ayuda del doctor Amara, María Antonia buscó por su cuenta ayuda psicológica particular para sus nietos. Un gasto que pudo solventar con enormes dificultades, gracias a su trabajo como costurera.
Abocada a entender el expediente del caso de su hija, buscadora incansable de salidas, imaginó que tal vez Fevimtra, alguna Instancia de las Mujeres, la Procuraduría General de Justicia o el DIF podría ayudarla para obtener algún tipo de apoyo, pero se dio cuenta de que eso dependía de la buena voluntad de la institución.
La urgencia de Antonia por buscar apoyo psicológico está perfectamente fundamentada, como lo explica la investigadora del Centro de Estudios de la Mujer de la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM, Julia del Carmen Chávez Carapia, quien asegura que las probabilidades de que esos huérfanos del feminicidio hayan vivido violencia familiar es muy alta porque es muy difícil que un padre violento con su pareja no lo sea con sus hijas e hijos.
La niñez que no es atendida tras haber sido violentada por su padre y luego presenciar o vivir el asesinato de su madre “puede normalizar la violencia y reproducirla en la escuela o en su entorno general o presentar desequilibrios en su personalidad”.
La niña o el niño queda súbitamente huérfano y necesita recibir apoyo psicológico porque “en un segundo le arrebatan a su madre y su padre se convierte en un delincuente”, dice la especialista.
Sin embargo, poco se ha investigado sobre estas víctimas, dice Chávez Carapia, porque las instituciones y muchas veces las propias familias no lo permiten, en ocasiones creyendo que aislarlos les evitará más daños, aunque el apoyo es necesario para que comprendan el contexto.
Fue hasta 2008 cuando, apoyada por organizaciones civiles, Antonia logró que sus dos nietos mayores fuera atendidos a través de la Fiscalía Especializada para Delitos de Violencia Contra las Mujeres y Trata de Personas (Fevimtra), ya que fueron sometidos a un careo con su tío Isidro.
El careo se realizó tomando medidas para no revictimizarlos, le aseguraron a Antonia, lo que no ocurre en otros casos, donde se evidencia la falta de perspectiva de género en los procesos judiciales y en el tratamiento de las víctimas secundarias, “pues es un nivel de violencia tan fuerte que necesita ser atendida por especialistas en psicología, psiquiatría, pedagogía y personal de trabajo social, capaz de atender e integrar a las víctimas de manera individual y familiar”, señala Chávez Carapia.
Hoy, Antonia tiene como prioridad, a la par de la búsqueda de justicia en el proceso judicial, que sus nietos y su nieta tengan salud emocional. En pos de tranquilidad vendió su casa, por temor a que Isidro, puesto en libertad por falta de pruebas, tome venganza, y pidió un crédito para comprar una casa.
En 2011 en una reunión entre la Secretaría de Gobernación, autoridades del Edomex y familiares de víctimas de feminicidio, María Antonia expuso su problema de vivienda y la dependencia le prometió facilitar un crédito, pero el beneficio que nunca llegó.
Y aunque en 2016, un año después de que en el Estado de México se decretó la Alerta de Violencia de Género (AVG), el gobernador Eruviel Ávila anunció becas educativas y capacitación para el trabajo para las hijas e hijos de las mujeres asesinadas por razones de género, para los hijos de Nadia solo hubo un registro en el Seguro Popular.
“Económicamente me ha sido muy difícil sacarlos adelante, pero también se puede decir que han sido mi fortaleza”, dice Antonia a Cimacnoticias, y continuará apoyándolos para que terminen la universidad. A la par no cesará en su demanda de justicia, que podría llegar hasta instancias internacionales, y que en 2010 la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) presentó el caso de su hija ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Tras el asesinato de Alejandra, Norma Andrade, su madre, dejó su profesión de maestra y se convirtió en abuela de sus nietos, Judith de un año y Alberto*, de seis meses de edad. Alejandra fue encontrada sin vida y con signos de violencia sexual en un lote baldío de Ciudad Juárez, Chihuahua, el 20 de febrero de 2001.
Pese al dolor por la pérdida de su hija, Norma, sin la misma fuerza de cuando era joven y fue madre, se convirtió nuevamente en mamá de sus nietos, obligada por una situación que la llevó más allá de asumir ese papel y la convirtió en activista, en busca de justicia para su hija y las cientos de hijas víctimas de feminicidio.
Como muchas madres que quieren ver a los asesinos de sus hijas en prisión, Norma vio a las otras víctimas de Ciudad Juárez, vio a las hijas e hijos huérfanos, a las abuelas y, junto con la profesora que daba clases a Alejandra, Marisela Ortiz, fundó la agrupación “Nuestras Hijas de Regreso a Casa”, una de las primeras organizaciones en documentar y acompañar a familiares de víctimas de feminicidio en el territorio fronterizo.
Las dos mujeres y otras madres se dieron cuenta que muchas otras estaban en la misma situación, eran abuelas educando hijos que no habían planeado, a la par que se alejaban de sus oficios y sus familias para aprender a hacer las tareas de un Ministerio Público porque los funcionarios simplemente no investigaban los crímenes.
Así decidieron organizarse y en 2002 lograron que el gobierno de Chihuahua comenzará a realizar mesas de trabajo con las familias de las víctimas para solventar algunas de sus necesidades. A los hijos de las víctimas se les dio apoyos educativos que incluían útiles escolares, uniformes, becas, pago de inscripción a la escuela y acceso gratuito a los servicios de salud pública.
A las madres de esas mujeres que fueron encontradas sin vida les brindaron 900 pesos quincenales, una cantidad de dinero que Norma no le alcanzaba para cubrir los gastos de sus dos nietos y de su esposo enfermo de cáncer. Por dignidad al inicio ella se negó a aceptarlo pero la necesidad por comprar las medicinas para su esposo hizo que aceptara el apoyo.
Por un par de años Norma se exilió de Juárez pero a su regresó en 2005 notó que estos servicios, conseguidos por las víctimas, se redujeron a becas y útiles escolares.
Sin embargo, en 2012 la Fiscalía General de Chihuahua, estado donde desde 1993 se ha documentado el feminicidio, informó a la Comisión Especial de Feminicidio de la Cámara de Diputados que tenían un Fideicomiso de Apoyo para Niños Huérfanos Víctimas de la Violencia, con un registro de 4 mil 158 menores de edad, de los que 3 mil 897 fueron atendidos con algún apoyo asistencial.
Para Norma Andrade la atención psicológica llegó meses después con la creación del Instituto Chihuahuense de la Mujer (en 2001), pero sólo se atendió a las madres de las víctimas, explica Norma. Judith y Alberto parecían invisibles para el Estado a pesar de ser afectados directos.
Las becas, uniformes y consultas médicas gratuitas a Judith y Alberto se hicieron a través de programas sociales del estado de Chihuahua, sin embargo para su abuela Norma estas acciones gubernamentales fueron y son una forma de calmar las exigencias de las familias que quieren conocer la verdad sobre los asesinatos de las mujeres y castigo para los culpables.
ESCENARIO “IDEAL”
La vida de las mujeres víctimas de feminicidio no es recuperable, pero sí la de las niñas, niños y adolescentes que les sobreviven, sí la de sus madres y padres, la de su familia. Para ello hay sentencias, leyes, acuerdos, obligaciones gubernamentales y hasta morales. Falta que se apliquen, como revela lo aquí narrado.
Sin embargo, aun cuando un juez penal dicta una sentencia condenatoria a un feminicida, “jamás se le ocurre dar vista a alguien para ver qué ocurre con los niños”, señala la experta en derechos de la infancia, Margarita Griesbach Guizar, y al final, dependiendo del contexto, la familia hace lo que puede hacer.
Debería de existir, señala la pedagoga Griesbach, “una cadena de protección” para las hijas e hijos de víctimas de feminicidio”, sobre todo porque desde 2014 existe la Ley General de Niñas, Niños y Adolescentes que contempla responsabilidades para los gobiernos.
A través de esta ley, se crearon las Procuradurías de Protección estatales, y una federal, encargadas de representar a las niñas y niños y de articular todas las instancias y servicios médicos, psicológicos o sociales para atender a esta población cuando está en riesgo o son víctimas de violaciones a sus Derechos Humanos.
Es decir, el escenario ideal sería que en caso de que una mujer se quede al cargo de niñas y niños por causa de un feminicidio, acuda a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de su estado y esta instancia se encargue de conseguir todos los servicios que se necesitan aunque en realidad esto no sucede.
Aún más, en la sentencia que en 2009 dictó la CoIDH contra el Estado mexicano por tres casos de feminicidio, el tribunal consideró que la prestación de los servicios sociales que el Estado brinda a los individuos no se puede confundir con las reparaciones a las que tienen derecho las víctimas de violaciones de Derechos Humanos, porque se trata de un daño específico generado por la violación.
Sin embargo, hay un hueco por donde se cuelan omisiones e irregularidades: la Corte Interamericana consideró que no podía indicar al Estado mexicano cómo regular los apoyos que brinde a las personas como parte de un programa de asistencia social y se abstuvo de pronunciarse respecto a ese tema.
Lo que sí mencionó fue que México debía adoptar medidas de rehabilitación para los familiares de las víctimas que incluyeran atención psicológica y médica.
RAZÓN DE VIVIR…
Judith y Alberto saben cómo fue asesinada Alejandra, su madre, un severo impacto, dice Norma Andrade, que ocasionó que su nieto sea hoy un joven reservado, que no toca el tema del feminicidio, mientras Judit desarrolló el trastorno de “despliegue de personalidad”. Ambos reciben atención psiquiátrica, pagada con dificultades por su abuela.
Judit tiene hoy 16 años, es activista y escribe poemas, cuentos, e historia sobre feminicidio, algunos dedicados a su madre. En ocasiones se le ha visto marchar junto a su abuela, tomar el micrófono y gritar justicia, para su madre y para otras madres, y para ellos mismos y su abuela, quienes siguen siendo víctimas.
Dos atentados contra Norma Andrade, presenciados por Judith, obligaron a la familia a dejar Ciudad Juárez y a exiliarse en la capital del país, para salvar sus vidas.
Las hijas e hijos de víctimas de feminicidio, dice Norma, “son los más ausentes, muchos han quedado sin madre y ahora ya están sin abuelas”, dice.
“Quisiera, señala Norma, que al Estado se le obligue a hacerse responsable de esas víctimas invisibles, desde su alimentación, su manutención, en lo más esencial, hasta terminar de ir a la escuela”, pero prevenir el feminicidio y para evitar que el dolor de tener más huérfanas y huérfanos.
*Los nombres de todas las niñas, niños y adolescentes fueron cambiados para proteger su identidad.
La vida de las mujeres víctimas de feminicidio no es recuperable, pero sí la de las niñas, niños y adolescentes que les sobreviven, sí la de sus madres y padres, la de su familia. Para ello hay sentencias, leyes, acuerdos, obligaciones gubernamentales y hasta morales. Falta que se apliquen, como revela lo aquí narrado.
Sin embargo, aun cuando un juez penal dicta una sentencia condenatoria a un feminicida, “jamás se le ocurre dar vista a alguien para ver qué ocurre con los niños”, señala la experta en derechos de la infancia, Margarita Griesbach Guizar, y al final, dependiendo del contexto, la familia hace lo que puede hacer.
Debería de existir, señala la pedagoga Griesbach, “una cadena de protección” para las hijas e hijos de víctimas de feminicidio”, sobre todo porque desde 2014 existe la Ley General de Niñas, Niños y Adolescentes que contempla responsabilidades para los gobiernos.
A través de esta ley, se crearon las Procuradurías de Protección estatales, y una federal, encargadas de representar a las niñas y niños y de articular todas las instancias y servicios médicos, psicológicos o sociales para atender a esta población cuando está en riesgo o son víctimas de violaciones a sus Derechos Humanos.
Es decir, el escenario ideal sería que en caso de que una mujer se quede al cargo de niñas y niños por causa de un feminicidio, acuda a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de su estado y esta instancia se encargue de conseguir todos los servicios que se necesitan aunque en realidad esto no sucede.
Aún más, en la sentencia que en 2009 dictó la CoIDH contra el Estado mexicano por tres casos de feminicidio, el tribunal consideró que la prestación de los servicios sociales que el Estado brinda a los individuos no se puede confundir con las reparaciones a las que tienen derecho las víctimas de violaciones de Derechos Humanos, porque se trata de un daño específico generado por la violación.
Sin embargo, hay un hueco por donde se cuelan omisiones e irregularidades: la Corte Interamericana consideró que no podía indicar al Estado mexicano cómo regular los apoyos que brinde a las personas como parte de un programa de asistencia social y se abstuvo de pronunciarse respecto a ese tema.
Lo que sí mencionó fue que México debía adoptar medidas de rehabilitación para los familiares de las víctimas que incluyeran atención psicológica y médica.
RAZÓN DE VIVIR…
Judith y Alberto saben cómo fue asesinada Alejandra, su madre, un severo impacto, dice Norma Andrade, que ocasionó que su nieto sea hoy un joven reservado, que no toca el tema del feminicidio, mientras Judit desarrolló el trastorno de “despliegue de personalidad”. Ambos reciben atención psiquiátrica, pagada con dificultades por su abuela.
Judit tiene hoy 16 años, es activista y escribe poemas, cuentos, e historia sobre feminicidio, algunos dedicados a su madre. En ocasiones se le ha visto marchar junto a su abuela, tomar el micrófono y gritar justicia, para su madre y para otras madres, y para ellos mismos y su abuela, quienes siguen siendo víctimas.
Dos atentados contra Norma Andrade, presenciados por Judith, obligaron a la familia a dejar Ciudad Juárez y a exiliarse en la capital del país, para salvar sus vidas.
Las hijas e hijos de víctimas de feminicidio, dice Norma, “son los más ausentes, muchos han quedado sin madre y ahora ya están sin abuelas”, dice.
“Quisiera, señala Norma, que al Estado se le obligue a hacerse responsable de esas víctimas invisibles, desde su alimentación, su manutención, en lo más esencial, hasta terminar de ir a la escuela”, pero prevenir el feminicidio y para evitar que el dolor de tener más huérfanas y huérfanos.
*Los nombres de todas las niñas, niños y adolescentes fueron cambiados para proteger su identidad.
CIMACFoto: César Martínez López
Por: Anayeli García Martínez y Hazel Zamora Mendieta
Cimacnoticias | Ciudad de México.-
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